Número 95, marzo 2018

 

La Subida de Grulla
Luis Miguel Rivas. Ilustración: Cachorro

Ilustración: Cachorro

No puedo decir que en La Subida de Grulla haya ocurrido algún hecho fundamental de mi vida ni que frecuentara mucho ese sector o que fuera un referente geográfico importante de aquella época. A esa subida, que estaba (uso el pasado porque aunque aún existe ya no es la subida mía) a dos cuadras del parque de Envigado, viniendo desde Itagüí, justo en la cuadra de la fábrica de zapatos Grulla, nunca le presté mucha atención y mucho menos intuí que pudiera representar algo significativo, potente, en mi secreta intimidad. Hasta ayer, cuando despojado de aliento vital por un guayabo achicopalador logré hacer acopio de energías y me di a la tarea de concebir el tema para este artículo.

Buscaba un tema sereno, casi silencioso, como anhelaba que estuviera mi mente: sin chistes ni ocurrencias ni confesiones ni quejas ni maromas ingeniosas; solo un tema que fluyera sin notarse y pudiera ser escrito sin que su sonido hiciera doler una cabeza hipersensible al minúsculo crepitar de un alka seltzer o al tecleo enfático de una palabra emocionada; un tema tan sutil que casi no fuera tema, para un artículo que casi no fuera escrito.

De entrada pensé en lugares que evocaran el silencio que habitualmente busco y tapo con palabras y borracheras: la orilla del lago en el Jardín Botánico, una finquita visitada con frecuencia en Santa Elena o un pico montañoso de San Cristóbal en donde cierta vez percibí alguna claridad. Pero al decirlos, esos sitios perdían el aura límpida de la evocación y se transformaban en escandalosos clichés de la tranquilidad; emoticones del nirvana, demasiado figurativos, precisos e interesados, para el mundo abstracto de mi desazón.

Dejé fluir entonces los pensamientos tratando de no participar en ellos y la mente empezó a meterse por geografías que había olvidado, y a recorrer calles que crucé con asiduidad pero nunca recordé con ahínco; lugares demasiado “siempre ahí”, insustanciales y anodinos, por los que simplemente se pasa para ir a los sitios importantes. Y así fue que me vi al pie de La Subida de Grulla: una calle desabrida y empinadísima, bordeada a su derecha (según se subía) por el muro de ladrillo sin revocar de la fábrica de zapatos Grulla y flanqueada al lado izquierdo por un rastrojero amplio con eternos vestigios de un edificio que nunca llegó a ser; ningún guiño de amabilidad a la vista, ni un solo árbol, ni siquiera un letrero o un grafiti en el muro pelado de la fábrica; ningún sonido aparte de los carros que cruzaban, ni el consuelo del ladrido lejano de un perro o el chillido de un ratón en el filo de la acera. Una cuadra desangelada y desierta cuya única característica notable era su tremenda inclinación.

La imagen apareció llena de fuerza, entrañable, no como un recuerdo sino como una vaga revelación hecha de sensaciones desordenadas: el cansancio anticipado de estar al pie de la loma, la exigencia del terreno que te hace encorvar, jadear, acezar, exprimiendo cada gota de tu energía como tributo de acceso a la cima, al centro del pueblo, al vórtice del progreso y la berraquera. Recordé haber visto a Lucho Herrera y a Fabio Parra tragándose esa loma en una etapa de la vuelta a Colombia de finales de los ochenta: las corvas tensas y el ritmo de pedalazos dificultosos pero firmes con los que entregaban la ofrenda de su último esfuerzo para llegar a la misma meta que tantas veces busqué: el parque de Envigado.

Una vez arriba lo primero que encontrabas era el colegio de las monjas de La Presentación, desde donde se veía la perspectiva inversa de la calle, que entonces se transformaba en La Bajada de Grulla. La ruta para salir del pueblo. Y ante ese declive abrupto, el vértigo de la caída inminente, el vacío en el pecho, el pavor de disponerse a salir no solo del pueblo sino del mundo con sus leyes físicas.

Por esa época andábamos en patines y recuerdo que solo había una persona capaz de afrontar la bajada sobre ruedas: el Mono Nando. Ante la respiración contenida de todos y después de persignarse, el Mono se lanzaba barranco abajo con las piernas temblorosas y el equilibrio en un hilito, y terminado el declive seguía raudo por el impulso, empequeñeciéndose varias cuadras al fondo, como si fuera a irse del todo. Pero no lo hacía sino que daba vuelta y encaraba de nuevo la subida, resollante, sudoroso, hasta alcanzar la cima a punto del desmayo para volver a bajar y luego volver a subir. Lo celebrábamos, lo admirábamos. El calvario de treparla y el estupor de abandonarse al descenso era nuestro remedo de contacto con el abismo, la cuota que pagábamos para no entregarnos del todo a él.

Nos hicimos adultos. El Mono Nando se casó y se convirtió en un abogado respetable que hoy en día no se mandaría por un desfiladero; otros murieron y otros nos fuimos. Pero La Subida de Grulla —me lo dijo mientras escribía esto— sigue rigiéndonos, mucho más empinada y callada que la calle real, no cesa de empujarnos a su desbarrancadero de utilería para después exigirnos enfrentar el calvario de la trepada, exánimes y desahuciados, con los últimos alientos, con las uñas, con las palabras, y una vez arriba volvernos a impulsar a la caída. Hay un Mono Nando adentro que no para de subir y bajar la loma. Como el famoso Sísifo, pero sin una piedra para entretenerse.UC

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