Número 97, junio 2018

El carrito de la mucama
José Zuleta Ortíz. Ilustraciones: Fragmentaria

José llegó a su apartamento a las once de la noche. En el contestador había un mensaje de la organización del concurso nacional de poesía: “Señor Zapata por favor comuníquese con la organización del concurso al teléfono…”. El corazón retumbaba en su pecho cada vez que repetía el mensaje. Se acostó a dormir. La idea de ser el ganador le espantó el sueño y lo llevó a imaginar las consecuencias. Primero pensó en las personas que lo menospreciaban, o que él pensaba que lo menospreciaban; pensó en su mamá y en sus hermanos. Lamentó que su padre hubiera muerto; “él sí se habría alegrado”. Después comenzó a imaginar las palabras de recepción del premio: “Ganar el primer concurso nacional de poesía convocado por la Casa de la música y las artes de Riosucio, Caldas, es un acontecimiento trascendental para mi vida. La poesía ha estado presente en la trayectoria de mis mayores y fue desde el origen de mis días, la música y la palabra con que se designaba el mundo”.

Pensó levantarse y anotar en su libreta las palabras para no olvidarlas. Una idea amarga interrumpió su desbocado entusiasmo: “Y si soy segundo, o solo he ganado una mención, para qué discurso”.

Se levantó, en la penumbra de la sala volvió a escuchar el mensaje del contestador: “Señor Zapata por favor comuníquese con la organización del concurso al teléfono”… Lamentó no haber puesto en el sobre de envío el número del teléfono móvil.

Lleno de escepticismo se dijo: “Nada sugiere que he ganado, puede ser que me llamen para que autorice la destrucción de los anillados que envié. O desean que confirme mi dirección para devolverlos”. Sabía que en algunos concursos lo hacían.

Pero siguió armando en su cabeza el discurso que había comenzado, se consoló con la idea de que algún día ganaría. Finalmente, a las cuatro de la mañana se durmió.

Despertó, azarado por la hora, se bañó a las carreras y salió sin desayunar preocupadísimo porque iba a llegar tarde a la agencia de publicidad donde trabajaba. Nadie notó su llegada, Onelia, la señora que atendía a los creativos le trajo pandebono y café; mirándolo con serena preocupación preguntó:
—¿Está enguayabado?
—No, estoy amanecido.
—¿Y eso, está enfermo?
—Sí, me siento muy mal.
—Algo malo le va a dar, con solo verle el semblante lo sé.
Le sugirió tomar agua de valeriana. No pudo trabajar; no dejaba de pensar en el mensaje. No llamaba por miedo a que le dijeran que necesitaban confirmar la dirección para devolverle los originales. Pensó que era eso y se fue convenciendo a sí mismo: “Si es para eso pues que los piquen, y ya”.

En la tarde pudo trabajar un poco. Al final del día casi había olvidado el asunto y hasta disfrutó de los chistes de sus compañeros de oficina. Llegó a casa muy cansado, se recostó en el sofá de la sala y se durmió.

Despertó a las tres de la madrugada; antes de pasarse a la cama oprimió el botón de los mensajes del contestador. Tenía tres, eran de la organización, iguales al anterior, pero el último decía al final: “Le tenemos una noticia que debemos comunicar a usted antes que a los medios”.

Sintió una alegría poderosa seguida de un ataque de dudas e incredulidad. Buscó una copia del libro enviado y comenzó a leer al azar:

Bocas de Satinga
La selva se desgrana por hilos de arcilla y agua.
En lentas balsas bajan las trozas buscando el mar.
Sobre la balsa que se desliza en la lenta corriente
hay encendida una hoguera,
los leños de mangle están húmedos y el humo envuelve
las
fantasmales formas de los bogas.
En la marmita de peltre se calienta el café,
llueve, llueve el aire...
Se respira el agua... la balsa avanza.
Chaquiro, Sajo, Amarillo, Cedro, Tangare, Comino,
Flor Morado y Chanúl.
Tantos años erguidos; como casa de pájaros, camino
de ardillas,
trapecio de micos, sombra de orquídeas, filtros de
luz...
La balsa avanza en un cortejo fúnebre hacia Bocas
de Satinga.

“Es bueno”, se dijo, y otra vez pensó que era el ganador del concurso; volvieron las tristezas porque su padre, tan buen lector, no había alcanzado a leer una sola línea escrita por su hijo. Leyó otro poema:

Al lado del consulado
Mientras yo pienso en ella
ella piensa en él.
Mucho mejor,
Así estaré libre de ella
y podré amarla sin que su amor me estropee.
Podré gozar de saber, sin ser sabido.
Podré soñar con su lado,
mientras no esté a mi lado.
Podré morir de amor sin causar molestias.

“Es flojo, un lloriqueo” y se dejó arrastrar por la duda, volvió a creer que todo era una ilusión de su
vanidad, que los concursos no deberían existir. Se durmió sumido en una tristeza agobiante.
Riiin, riiin, riiin…
Saltó de la cama y voló hasta el teléfono,
—Aló.
—¿Habló con el señor Zapata?
—Sí.
—Soy María Luisa Ortega de Riosucio, del concurso de poesía. Le he dejado varios mensajes.
—Sí, gracias, no he podido responder.
—Bueno al fin puedo darle la noticia: felicitaciones, ha ganado el concurso de poesía.
—…
—Aló, señor Zapata, ¿me escucha?
—Sí, gracias, ¿qué debo hacer?
—¿Está bien?
—Sí.
—Voy a enviarle unos formatos de sesión de derechos para la publicación del libro y otros que debe llenar para tramitar el pago. También una invitación para la presentación del libro y la entrega del premio que será en el mes de octubre.
—Gracias.
—También necesitamos su autorización para dar su número de teléfono y su correo, lo van a llamar los medios de comunicación que cubren el concurso.

Cuando colgó se derrumbó sobre una silla y lloró. No era de alegría, eran la desesperanza y la fatiga acumulada durante cuarenta años que se abrazaban a reír y a llorar. Presintió que tras esa llamada, mutaba de la serenidad de la tortuga a la fragilidad de un ave vistosa. Pero, por encima de todo, lo sobrevolaba un orgullo silente, íntimo, que le daría la fuerza para soportar el rótulo de poeta. Recordó una adivinanza que él mismo había inventado en la alegría irresponsable del aguardiente: “Hay tan poquitos y son tantos”.

Llegaron los formatos, las notas de prensa y las lecturas en librerías y casas de la cultura. Fue invitado al Festival Internacional de Poesía de Medellín, “el más prestigioso del continente americano”, según decían los organizadores.

Durante la recepción del premio, a la que asistieron el alcalde y el secretario de Cultura, alcanzó a percibir la ira reconcentrada del poeta que quedó segundo; Adalberto se llamaba, un legendario poeta de Manizales que lo increpó diciendo: “Y usted quién es, de dónde salió, qué ha escrito”. En el diploma había un error en el título del libro, cambiaron la palabra súbdito por súbito. De tal modo que quedó: Las alas del súbito. El poeta de Manizales, profesor de castellano él, dijo con una picardía que lo llenó de regocijo: “Súbito del latín subítus: dícese de lo que se produce de pronto, sin preparación o aviso”. La alegría comenzó a diluirse y se trasformó en vergüenza y fastidio. Le pidieron que leyera. Leyó las palabras urdidas la primera noche. Luego leyó algunos poemas; el lloriqueo de despecho fue lo que más gustó.

Una dama con tres aguardientes en la cabeza comenzó a mirarlo de manera oblicua y a respirar con dificultad. Al día siguiente regresó entre envanecido y triste. Se sentía un ser expuesto; alguien a quien había sido robado el anonimato, su tesoro.

Tres meses más tarde llegó al Festival Internacional de Poesía de Medellín. El Hotel Nutibara está en un sector que antes fue la zona rosa. En una ficha sobre su historia se lee: “El Hotel Nutibara alojó célebres huéspedes: Jorge Eliécer Gaitán, Débora Arango, el Cordobés, Gabriel García Márquez, Pelé, Willie Colón, Chavela Vargas y una larga lista de ilustres personalidades. El edificio es un ejemplo de la arquitectura modernista de los años 40, en el cual prima el art déco norteamericano de Paul Williams, quien fue su arquitecto”.

Los pisos cuatro, cinco y siete del hotel fueron alquilados por los organizadores para alojar a los ciento y tantos poetas provenientes de cinco continentes.

La habitación era espaciosa y alta, con un gran baño de baldosines octogonales que le recordaron los cuadros de Karen Lamassonne. Lámparas de luz indirecta empotradas en las cornisas, mármol verde, arañas de alabastro en los pasillos. Salas de estar en cada piso amobladas con sillones de cuero de formas redondas. Al fondo la terraza, una piscina y un bar.

En el libro sobre el hotel leyó que en los años cincuenta lo más elegante en la ciudad era dar la fiesta de matrimonio en el Nutibara y pasar la noche de bodas en una de sus suites. Como el recital del primer día era en la noche, José aprovechó para dar una vuelta por los alrededores. Salió y dobló a la derecha. Acto seguido se vio adentro de un griterío, la arrolladora voz de los voceadores de chucherías: “Se le tiene el resorte, el empaque de la pitadora, la rejilla anticucarachas, la piedra de amolar, el destapador, la lupa para la letra menuda, veneno matacomején, remedio para los piojos, crema para los hongos, agujas capoteras, hule para el niño que se orina dormido, Diablo Rojo para destaquiar, astillas de canela para el mal aliento, dados, naipes, sombrillas, herramientas, de todo hay, nuevo o usado según su presupuesto”. Aturdido por aquella enumeración caótica de la miseria, avanzó. Lo que siguió fue el bazar de la inmundicia, un caos de ventas de frutas y verduras en plena putrefacción, parches de bazuqueros entregados al humo mágico de sus pipas hechizas. Todo expuesto en los andenes frente a macabros hotelitos y residencias. En la puerta de Residencias Medellín dos muchachas, casi niñas miraban al piso, mientras eran ofrecidas por una ambigua mujer: “Mis sobrinas, cero kilómetros, dese el gusto, cien mil lucas”.

Regresó al Nutibara. Un joven, que vestía una camiseta con la palabra Logística estampada en la espalda, le entregó una bolsa de tela, adentro había un afiche, una revista con las memorias, una libreta, un bolígrafo y un vale para la cena de esa noche.
—¿Y la programación? —preguntó José.
—Estamos en eso. A las cinco lo recogen en la puerta para su primer recital.

En el auditorio de Bellas Artes había cuatro personas. Los poetas eran tres. Primero leyó José, luego leyó una polaca en español, unos poemas ininteligibles: “La luz cuenta, flor, inundaciones, muda la urna, ya pasó, todas somos asesinas, venta de tiempo, minutos a domicilio, riiin riiin riiin”.
Una muchacha aplaudió frenética.
Luego leyó un poeta cuyo seudónimo era Malaletra.
“Voy de bruces a la noche como quien se arroja en las fauces de un largo escualo y deja que
este navegue en sus oscuras aguas. A esa hora suelo llevar en mis manos el calor de tu
cuerpo brevemente acariciado, intuido apenas en una exploración inconclusa, pero con los
mensajes aborígenes de esa tribu a la que aún
no me ha hecho renunciar esta civilización”.
La polaca lo miró aturdida y dijo: “Pura retórica, consignas políticas”.
Un muchacho aplaudió, Malaletra infló su pecho, parecía un esponjado de curuba. Hizo un giro que remató con un desplante de torero y salió triunfal sobre los hombros de su propia vanidad.

En la noche, luego de la cena, había una fiesta a la que José evitó ir. Prefirió quedarse solo en la terraza. Al final de la segunda cerveza llegó como una aparición la poeta polaca.
Ella le preguntó por Bocas de Satinga, él le contó que había vivido cerca a ese lugar en una isla.
—Me gusta tu poesía, es algo diferente — dijo ella.
—La tuya también, es diferente —respondió él.
—Me gustaría regalarte mi último libro, es una edición bilingüe, vivo en México.

La polaca era blanquísima, sus labios muy rojos y su cabello oscuro, oscuro. Rasgos gitanos; llevaba gafas gatunas, un diseño de los cincuenta que la hacía coherente con la arquitectura del hotel.

Se tomaron un par de rones y fueron a la fiesta, bailaron; ella gozaba con el baile, aunque torpe, se divertía más que ninguna. El Nutibara parecía una torre de Babel, todos los idiomas eran apabullados por el ruido de la música. Trataban de entenderse en terceras lenguas. La polaca y José hablaron hasta tarde conectados por una mutua simpatía.
—Deberías ir a México, tus poemas son muy buenos, hay un festival importante en Aguas Calientes —dijo ella.
José pensó en ese viaje, y en las Aguas Calientes.
—Te puedes quedar en mi casa. Dame tu libro para llevarlo y presentarlo a los organizadores.

Al día siguiente durante el desayuno, después de mucho pensar, José puso sobre la guarda del libro la dedicatoria: “Que la luz de estos versos alcance la luz de tus ojos. Con certera esperanza, José”. Ella tomó el libro, leyó la dedicatoria y lo llevó a su pecho, luego le dio un beso.

Los siguientes dos días no pudieron verse, estaban programados en lugares diferentes y ni siquiera coincidieron en el restaurante. Le dejó una nota en recepción. Ella la correspondió contándole que se iba el sábado, dejó los datos de su casa en México, el correo, y le aseguró que lo haría invitar. José comenzó a pensar que sería leído en México, que era la posibilidad de que su trabajo traspasara fronteras. Imaginó una edición mexicana de sus próximos libros, pensó tener, al fin, un amor con alguien afín a él.

El viernes se vieron por última vez en la fiesta de cierre del festival, volvieron a bailar, ella le regaló su libro bilingüe. Durante el festival los poetas intercambiaban sus libros, José no supo a qué horas tenía diecisiete libros y cuatro revistas de poesía en su habitación, casi todos dedicados por sus autores. Él solo había regalado tres, llevó cuatro de los cinco que recibió en Riosucio. Tenía planeado leerlos con calma, en soledad y en silencio: “Como debe ser”. Compró una caja y los empacó con cuidado como si llevara un tesoro.

El sábado cuando bajó a desayunar preguntó por la polaca, le dijeron que tenía vuelo muy temprano y ya se había ido. Se sintió un poco desolado por no poder despedirse; se consoló pensando en que a esa hora su poesía viajaba hacia México en las manos de una enviada del dios de la poesía que lo haría conocer en la patria de Rulfo. Recordó el gesto y el amor con el que la polaca se llevó el libro a su pecho como si se tratara de una criatura entrañable. Alegre y confiado se dispuso a hacer su maleta. Le quedó tiempo para tirarse boca arriba en la cama, tuvo una última ensoñación, recordó los ojos de la polaca, y la promesa de Aguas Calientes. Tocaron la puerta, era la mucama preguntando si podía arreglar la habitación. José calculó que en media hora iban a buscarlo y le dijo que sí; salió de la habitación y se sentó en la salita del pasillo a esperar que fuera la hora de bajar para ir al aeropuerto. La mucama entraba y salía de las habitaciones, le tomaba nueve minutos arreglar cada cuarto. Cuando terminó, pasó empujando su carrito con las toallas sucias, la ropa de cama y la basura de las habitaciones. José estaba pensando en lo que eso significaba, poetizando sobre el asunto, cuando vio algo que le llamó la atención. En la parte baja del carrito que empujaba la mucama había cerros de libros apilados.
La detuvo.
—¿Esto qué es?
—Son los libros que dejan los poetas. Todos los años es lo mismo. Nos toca bajarlos para que se los den a los recicladores, son pesadísimos. ¿Quiere alguno?
José, arrodillado sobre el mármol, buscó entre los arrumes de libros. El último del tercer arrume era Las alas del súbdito, en la guarda leyó: “Que la luz de estos versos alcance la luz de tus ojos…”UC

lustraciones: Fragmentaria
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