Número 117, agosto 2020
 

La ciudad en un limbo, y como siempre sus habitantes se las arreglaron para adaptarse y sobrevivir. Estas postales retratan el rebusque, la soledad, el silencio y otros ruidos en una Medellín bañada en desinfectante y estrenándose en hábitos raros como el tapabocas y la distancia. Los convocados por UC lanzaron sus líneas, inspirados en las fotos y sin violar la cuarentena.

 

Sin protocolo

Fotografías de Juan Fernando Ospina

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Fotografías de Juan Fernando Ospina

Pare

Catalina Arroyave
 

En total visité dieciocho ciudades del mundo el año pasado. Me invitaron a varios festivales de cine para mostrar mi primera película y estaba emocionada, decidida a no perderme un instante de esa experiencia que por momentos me parecía una alucinación. Mi cuerpo pasaba de un avión a otro, de una calle a otra, el tiempo era un huracán que me llevaba entre aviones y desconocidos. Vivía en el huracán y en los aeropuertos, en uno solo porque todos los aeropuetos son el mismo. Fui a Nueva York por primera vez, caminé buscando el Hotel Chelsea, tratando de explicarle a cada persona con la que me encontré que ahí había vivido Patti Smith, pero no encontré a nadie que viera más que un hotel deprimido. Quise entrar y una mujer vestida de terciopelo negro me dijo: “Está cerrado querida, vuelve en dos años”. Tuve una escala de dieciséis horas en Filadelfia arrastrando mi maleta por los pasillos del aeropuerto y dormí sobre ella en un banco. Viví un par de días en una residencia de estudiantes en Austin donde un grupo de chicos llegaba a las tres de la mañana haciendo el sonido de una manada, la líder aullaba como Tarzán. Intenté bañarme en una ducha que nadie había lavado en meses porque sostenían la casa con trabajo voluntario, y salí de ahí a posar sobre una alfombra roja. Cuando aterricé en Sao Paulo el aeropuerto acababa de ser asaltado por un francotirador y varios ladrones de a pie. Viajé veinticuatro horas para estar veinte en una ciudad de Suiza y regresar al otro día a Medellín. Salía del vértigo para regresar a casa y dar clases en la universidad. Después de nuevo en el aeropuerto. Tengo la sensación de que fue el lugar en el que más tiempo pasé. Al final del año ya sabía cómo volverlo mi casa. Me empacaba una maleta de libros, y tenía una estrategia clara de espera: ubicar el café barato y descifrar el wifi; encontrar la sala con buena luz para leer. Escuchar los idiomas ajenos, la voz de los extraños, cada uno con su mundo encima, que en el aeropuerto desaparece momentáneamente porque uno descansa de ser el que siempre es en el anonimato del tránsito. Cada uno espera. Mira por la ventana. Hay una cierta expectativa infantil compartida porque viajar en avión es un misterio inexplicable para casi todos y aun detrás de los rostros más adustos, el niño que cada uno fue está alegre porque va a volar. O eso imaginaba yo. Olvidé muchos detalles de cada sitio que visité. Nunca he hecho un álbum, no imprimo las fotos, no hago un diario de los días que paso en otro país. Yendo de aquí para allá me decía con preocupación que iba a perder toda esa vida si no podía recordarla, que iba a perder esa experiencia si no podía volver sobre ella. ¿Cuándo me voy a acordar de todo esto, cuándo lo voy a entender? Cuando tenga tiempo, me decía. Cuando pare.
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Voceadores

Santiago Rodas
 

Como en una pintura de Rubens que el tiempo no logra borrar, el barroco del Parque Bolívar de Medellín se opone a que el fin del mundo se entrometa en sus prácticas cotidianas. Permanece, pictórico, casi inmutable en sus modos de existir pese a la contingencia. Con tapabocas y sin la distancia burocrática de la bioseguridad, el círculo de las discusiones milenarias sobre política, religión o fútbol sigue a flote, no se hunde, sobrevive al naufragio pandémico del presente.

Los del círculo son la verdadera estatua que sostiene la ficción fundacional del parque más importante de la ciudad. Las palabras que caen de sus bocas al suelo son el alimento de un dios dormido que habita cerca de la Calliandra medellinensis; ahí hace nido, cuida a La Dany, a las tinteras, a los brujos de Segovia, a los pillos con hambre. Bolívar, encima de su caballo, vigila el círculo de los contendores con una ferrosa envidia, no puede comentar sobre ningún tema y es mejor así.

Los voceadores afincados en sus lugares manotean, gritan, alegan, se desgañitan, se lanzan puñetazos lingüísticos. Dicen: Dios existe, luego no, luego más o menos. Dios ha muerto, viva Dios. El Verde es el rey de copas, el Medallo es el equipo del pueblo, papá. Uribe es un paraco. Uribe le devolvió la seguridad a este platanal. Uribe está en prisión domiciliaria. Los extraterrestres vendrán por nosotros antes de que se acabe el mundo, ya lo explicó muy bien Regina 11 en su último video de Youtube. El virus se lo inventaron para tenernos controlados, así nos querían ver, encerrados y sin trabajo. Pablo Escobar vive y lo vieron bailando en El Suave con una peladita de Robledo. La sombra del viejo gualanday los protege mientras su faena aturde la algarabía de los loros en las copas de los árboles.

Terminada la jornada, el círculo de los voceadores se va satisfecho para cada una de sus casas. Desahogados, livianitos, con la cabeza despejada después de recibir y proferir tantos insultos son seres de paz. Con plena conciencia de que el Parque Bolívar no sería lo mismo sin el sudor de sus frentes, sin la presencia circular de sus cuerpos reunidos, sin su persistencia, sabiéndose sobrevivientes a varios finales del mundo, a los nadaístas, a Federico Gutiérrez con pulsión renovadora. Seguro tienen sueños plácidos y dulces, con olor a crispeta.
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

La Muchacha

Estefanía Carvajal
 

Como no sé su nombre, voy a llamarla Muchacha. Tiene el pelo indio de los indios emberas, que es liso y chuzudo y más claro en las puntas. Sus ojos, sin embargo, no son de india, sus cejas tampoco. Los ojos de la Muchacha son dos canicas brillantes que miran con atención. Pero no me miran a mí, que estoy al frente de ella, ni miraban a Juan cuando tomó la foto. Los ojos de la Muchacha se miran a sí mismos reflejados en el vidrio del lente de Juan. Y por más que miran, no ven nada. No ven el reflejo de sí mismos en el lente como yo no veo nada en los ojos de ella. Miro, miro, y por más que miro apenas veo un par de ojos encanicados y brillantes, mudos, cegados por el brillo de las farolas de los carros que pasan volados por la paralela al río para no ver tanto pobre.

De lo demás que es la Muchacha se saben algunas cosas. Por ejemplo, que lleva la geografía del valle tallada en la frente. Por ejemplo, que sus hombros son una playa de arena negra tan brillante que podrían brillar en la noche más oscura. Por ejemplo, que la canción que escucha es una canción triste y está a punto de acabar.

De la postura de la Muchacha se infiere que tiene confianza en sí misma y que cuando camina lo hace con la elegante desfachatez de las muchachas que conocen la calle. Sus cejas pobladas, muy negras, están hechas de tierra negra y fértil de muchacha joven. Su blusita es de muchacha y también la cadena que cuelga de su cuello.

Su sonrisa es quizás lo único que no podría ser de la Muchacha. Sonrisa roja de vieja puta, arrugada, retorcida, mordida, gastada; una sonrisa deforme, de labios irregulares, grandes, rojo sangre; una sonrisa herida que mancha de sangre los labios rojos de la máscara; dentro de los labios leporinos dos hileras de dientes blancos y rectos, y en esos labios y en esa lengua que no veo, el mismo mutismo de los ojos de la Muchacha: de esa boca no podría salir palabra alguna, maullido alguno, gemido otro que no fuese de dolor.

Y aun así, la Muchacha no tiene miedo. Mira algo que no es Juan ni su lente, mira algo que no soy yo, algo que no sé. La Muchacha mira con atención curiosa pero no se inclina. Permanece erguida, con su frente rugosa en alto, orgullosa de su supervivencia. La Muchacha mira algo que está a través de Juan y de su lente, que está a través mío, con sus ojos brillantes y encanicados: la Muchacha respira con la serenidad del viejo que no le teme a la muerte, pero preferiría no morirse.
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Pandemónium

Fernando Mora Meléndez
 

Hemos pasado del tapabocas clínico, azul pálido, de mal agüero, a la más diversa gama de diseños, festivos, macabros, bufonescos y hasta seguros. Más que cuidar el portillo del microbio coronado, el ciudadano quiere también expresar sus rasgos de origen, disimular su incomodidad con un signo elegante o divertido; mostrar su carácter o los sones que lo inspiran. Nuestro personaje funde en su atuendo el ícono vueltiao del Caribe con la versión tropical del transgresor anónimo de la nube. La facha recuerda que también la peste puede ser carnavalesca o viceversa. Tal vez no se trata solo de protegerse sino de burlar su acecho en el baile del contagio. ¿Cómo? Disfrazado para que ella no te reconozca y siga de largo. En versos de juglar habría que decir: si acaso viene la peste a buscarme, díganle que ya me fui. Que solo vine de paso, a comer arepaehuevo con ají.
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Una tristeza específica

Esteban Duperly
 

Hay una clase de tristeza, un tipo particular, único; una tristeza específica, digamos, que se siente en los lugares ruidosos cuando quedan vacíos. Cuando se va la gente. Un estadio de fútbol, por caso. Ahora vibra, lleno y colmado, pero dos horas después es un planeta muerto. O un bar en la mañana. ¿A dónde se fue todo ese calor? ¿Por qué todo parece tan frío y pálido si la noche anterior era tan… tan amarillo y tan rojo? Es un bajonazo lo que se siente. Los cantantes de rock lo experimentan cuando se acaba el concierto y regresa el silencio, y ya no hay una multitud coreando. Es una sensación que los acaba. Por eso casi siempre quieren seguirla, y seguirla, y seguirla, y que sea lo que sea menos ver un mundo vacío que antes se derramaba.

Nada más desolador que un aeropuerto sin gente. O un hotel desocupado. Stanley Kubrick hizo una película sobre eso, a partir de un libro de Stephen King sobre lo mismo, y en ambas, película y novela, el protagonista pierde la cabeza. Termina desquiciado de ver corredores y salones desiertos que antes habían estado repletos. Es que esa imagen, la de los espacios vacíos, abruma. Como la casa ocupada por años cuando sale la última caja, y no hay muebles ni cuadros ni personas; esa última mirada es la más complicada porque produce esa tristeza de la que hablaba arriba. Que es la misma de la que está llena esta imagen de puro vacío: una cuadra que debía rebosar de cabezas pero en la que, horas más tarde, se encenderán las bombillas del alumbrado público y alumbrarán para nadie. Como para nadie cambiará de verde a rojo y de rojo a verde la luz del semáforo peatonal, y para nadie recorrerá las calles ese bus que alcanza a verse al fondo, a punto de girar a la derecha, que rueda vacío, con un conductor que espera un alma que le haga la caridad de ponerle la mano y le quite esa tristeza particular, única; esa tristeza específica que se siente en los lugares ruidosos cuando quedan vacíos.
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

El ojo de la noche

Luis Miguel Rivas
 

En el centro de la noche, en mitad de la luz que la divide, detrás de las rejas, un pequeño adminículo de tela rige la calle, el universo. Ejerce su evidente reinado sin énfasis, en virtud de cualidades protectoras que hace apenas unos meses nadie adjudicaba a un objeto tan simple.

Micropartículas enrarecidas vibran en el aire recordando que la historia de la humanidad es la crónica de todo lo que ha entrado y salido por las bocas. Lógicas ignotas o dioses difusos imponen, tal vez, un tributo de atención a esa puerta por la que expulsamos y tragamos vida y muerte.

Por esa misma calle, en tiempos pasados, vi cruzar a otros “tapabocas” que eran ellos mismos el virus; mucho más cruel e inhumano. Antes como ahora la vida no paró de pujar a través de la tela o la mordaza.

La licorera. El ojo luminoso como un faro para orientar a nadie. Detrás de la reja está el barbijo; detrás del barbijo, la boca que hace poco envió un mensaje y ahora se ha cerrado para que los oídos escuchen la respuesta. El teléfono horizontal para que las palabras permanezcan un poco más en el aire. Los ojos de ella, que por estos días cargan con toda la responsabilidad de la expresión, miran sin aplicarse a fondo —la mirada en espera— y se preguntan, debajo del chisme familiar, la confesión amorosa de la amiga o el chascarrillo doméstico, quién desde la acera de enfrente me retrata a estas horas de la noche (son apenas las siete, pero en estos días desde muy temprano ya es demasiado tarde).
 

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Hacer silencio

Lina María Parra
 

En un ladrillo del muro blanco está escrita la palabra mono. Apenas si se ve por el tamaño que se restringe a las dimensiones del ladrillo como a las de un renglón. Es lo único que puedo leer. De resto no hay nada. Se ve una esquina, una lámpara de calle en primer plano, una persiana roja de metal cerrada, al pie de lo que parece una batería de carro. Y en el centro alguien que camina. La palabra en el muro es lo único que me aterriza, que me cuenta que, en algún momento, alguien vivió por ahí, o que caminó cerca y escribió, quién sabe por qué, esa palabra en la pared. Hay más vida en ese escrito que en el resto del paisaje. De la persona que camina solo intuyo su trabajo, relacionado tal vez con el gremio de la salud, cosa que agrega a la desolación que me atrae de esta imagen. Más allá de eso no sé quién es, no sé si es mujer o si es hombre, no sé su edad. Solo entiendo el gesto de un paso corto a medio hacer. Solo distingo el vestido protocolario para la bioseguridad, un poco trajinado, pero siempre limpio.

Miro por mucho tiempo la imagen en la pantalla de mi computador. Me atraen los colores apagados, el rojo de la puerta casi a juego con el rojo envejecido de la pequeña pieza de la lámpara de calle. El gris sobrecogedor del asfalto, el abandono. Me gustan las fotos que hacen silencio. Entonces caigo en cuenta de la flecha blanca. La persona camina en contravía, como si desobedeciera el mandato de la flecha, como si no entendiera el sinsentido de dirigirse a una puerta que está cerrada. Anda lento, enfrentándose al muro. Me pregunto para dónde va, qué busca que quedó por fuera de la foto. Me pregunto si alcanza a leer la palabra en el muro. Pero realmente lo único que sé es que esa persona de blanco, en medio de la calle vacía, camina hacia ninguna parte.

Tanto ella como la foto entienden que no queda más que hacer silencio.
 

 

Leído

Camilo Suárez
 

De la página a la pantalla.
“...Este año será virtual”.
Como sueño.

Levantarse, comer algo antes de buscar el corral, calentar, afinar extremidades, salir de La Alpujarra, subir por San Juan hasta la Ochenta y de ahí derecho por Don Quijote, Santa Gema, La Villa y la Treinta hasta el aeroparque, rodearlo, cruzar el río y seguir por Las Vegas hasta Eafit —los que van por más siguen hacia Sabaneta—, hacer la u, regresar por la avenida Industriales y llegar a La Alpujarra.

Una hora, cincuenta y un minutos y dieciséis segundos.
El año pasado, el pasado.
Como sueño.
“...Ya puedes subir”.
De la pantalla a la página.

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Hambre selva

David Eufrasio Guzmán
 

La sangre es el tejido líquido que le da color al cuerpo humano. Si después de la muerte quisiéramos preservar alguno de sus órganos, por ejemplo, diga usted, el estómago, se tendría primero que drenar la sangre y este, con su forma de bota taurina, iría perdiendo humedad y rubor. Al final del proceso, sumergido en un frasco de formol, expuesto en el gabinete nacional de curiosidades, luciría entre macilento y grisáceo, privado desde tiempos inmemoriales de los rayos del sol, un color rucio que no quisiéramos para decorar nada en nuestras vidas. Un estómago exangüe, sin alimento, es un estómago muerto, separado del alma, expuesto a la luz sombría y a la mirada fría y lejana proveniente del otro lado del cristal.

La línea de árboles detrás del grupo humano sugiere un fortín selvático y de sus ramas algunas flores también suplican por alimento. Cortezas centenarias y pieles tostadas por el sol hacen parte del mismo grupo de guerreros, de modo que cada una de esas personas también es un árbol y de ahí su estampa de resistencia, sus fuertes raíces. Las manos enarbolan los frutos rojos del desespero, trapos, camisas, chales, faldas, chaquetas, los frutos rojos de la desigualdad. El hambre es la sensación que impulsa al hombre desde las entrañas, lo impulsa definitivamente, y el rojo es el color de la advertencia, el de la sangre como alarma de que esos cuerpos no pueden seguir siendo heridos con la faca histórica del olvido.

Hay algo de rebelde patriotismo en la imagen, las manos arriba, los rostros cubiertos por los tapabocas que insinúan una inminente revolución, los trapos colorados todos al viento, como si la franja roja de la bandera colombiana se hubiese derramado espesa para salpicar y engullir la amarilla y la azul en un grito de auxilio y dignidad. Sin embargo, algunos claros del bosque permiten la entrada del sol, que acaricia y recuerda la fuerza primigenia; los trozos de cielo le permiten un respiro a la esperanza y parecen decir que, en manos del tiempo, todo esto pasará, incluso los nudos del estómago.
 

 

Campo baldío

Pascual Gaviria
 

Como si fuera un simple local, una tienda con los congeladores desconectados y las sillas patas arriba, el Atanasio Girardot tiene sus grandes puertas cerradas con una cadena y un candado corrientes. El estadio es una mole insensible desde hace meses, solo lo rondan ciclistas, patinadores y vigilantes como si fuera un foso que marca el sencillo circuito de sus entrenamientos y patrullajes.

Mirar su cancha por una rendija es ahora un ritual marcado por la curiosidad y la nostalgia. Fisgonear un estadio vacío parece inútil ¿Qué sorpresa podría entregar ese baldío? ¿Qué hazañas dejaría el abono para su cancha que se adivina pálida?

Qué sencilla resulta esta mirada a ras de suelo, deslucida y reveladora al mismo tiempo. Así se ha dejado ver la ciudad durante estos tiempos muertos y expectantes. Todo se ha revelado más simple, no hay gestas en una ciudad quieta, solo algunos sustos en las calles abandonadas. Todo sucede de puertas para adentro.

La montaña al fondo hace levantar la vista, nos recuerda que hay un paisaje impasible más allá de nuestras angustias. El fondo se impone sobre el primer plano de los gustos e intereses.

Afuera, más allá de esta grieta que cautiva, se gritan los goles ajenos en las pantallas.

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Fotografías de Juan Fernando Ospina

Halcones de la noche (homenaje a Edward Hopper)

Efrén Giraldo
 

La cámara ha dejado que todo ingrese en el presuroso alcance de su foco. Están las luces, que no evitan el delirio ni el reposo en el ojo que las busca, las lámparas, el aviso, la buhardilla que con su reflejo amarillento se filtra desde arriba. La cubierta de azul eléctrico, amparo del claroscuro. La esquina suavizada, menos severa que los giros de la suerte. La puerta con candado, opuesta sin saberlo al letrero lleno de promesas. El cerco inútil del árbol renegrido, la línea de peligro que advierte el límite de la calle. También los postes y el recipiente de basura, que refleja una promesa de fulgor naranja no muy lejos de la escena. Quizás, también, en la buhardilla, tendrá lugar una charla, un amantazgo, una cena, cualquier cosa que contenga el imperio de la sombra. Pues el neón no es la luz: es solo simulacro de lo diurno. El suelo hace vibrar los últimos reclamos de lo blanco, como pulido por un esmalte ultraterreno. El contador, las alcantarillas, parecen accesos denegados. Así como, varado en la imposibilidad de los mensajes, espera el teléfono solitario.

Pero sobre todo están los hombres, los halcones de la noche, los que prestan su inevitable concurrencia a esta suerte de barroco involuntario que pelea por durar en lo visible. Uno rehúye la entrada que le da la cámara, pero aun así parece detenerse como halado por el hombro izquierdo, solo para revelar que cumple y guarda sus humores en la intimidad del tapabocas. El segundo quiere entrar, se funde con la sombra. Poco se ve de él, a no ser por la barba que prolonga la oquedad de la que viene y hace marco al rostro suplicante. La camisa se funde con el fondo y no se fija. Si del uno podemos suponer que vuelve a casa, el otro, que parece mendigar, tiene por morada el mapa ininteligible de la calle.

Todo sería asunto de las meras convenciones, de los diseños a medias prefijados por el uso, si no nos percatáramos de que alguien más está presente. Aquel que trata de mostrar la paradoja de la calle clausurada y padecer la odisea de fijar el flujo de la vida en condiciones de distancia. El otro hombre, el tercer halcón, decidió dejar en su recorte de la noche un pedazo del espejo y hacernos ver también el auto que lo encierra. Como si quisiera decirnos que todo se trata del pasado, ese otro cautiverio. Invoquemos la feliz concurrencia del ojo y de lo visto y empecemos a observar en quienes caminan sin tocarse la trama secreta de los días.
 

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Universo Centro N°117

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