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B.D.S.M.: Bastardos Depravados Sin Moral / Bacanes Desenfrenados Sin Miedo
Alfonso Buitrago Londoño. Fotografías: Alejandro MysterE © - www.nefelibato.com


 

Cuando un tabú se debilita, y se resquebraja su coraza de misterio, busca desesperadamente intrincarse de nuevo, enroscarse sobre sus propios recovecos esclarecidos para seguir subsistiendo, para seguir ofreciendo una fuente inagotable de fantasías, culpas y conflictos. En él actúan las mismas fuerzas que el sociólogo estadounidense Geoffrey Gorer atribuyera a las fantasías: “Ningún tipo de fantasía puede tener un desarrollo real, una vez el protagonista ha hecho algo, debe proceder a hacer algo más, más refinado, más complicado o más sensacional que lo que ha ocurrido antes”.

A medida que el acceso –cada vez más masivo– a la pornografía fue despojando al tabú del sexo de la rareza e indecencia de muchas de sus prácticas –nadie se escandaliza ya con una mamada, un cunnilingus o una orgía–, la prohibición y la censura fueron concentrándose en personas consideradas pervertidas y en prácticas cada vez más “refinadas”, “complicadas” o “sensacionales”.

Y a veces al tabú, revitalizado, le gusta salir a alborotarse. La vez que lo vi más animado me produjo una piquiña tal que tuvieron que anestesiarme para que se me pasara. Fue en la primera fiesta 24/7 de la comunidad BDSM de Medellín llevada a cabo en el Palacio Egipcio el 26 de julio de 2014, año del bicentenario de la muerte del más noble transgresor de tabús, Donatien Alphonse Françoise, Marqués de Sade.

Las siglas, también, son cada vez más complicadas. BDSM está como para competirle a la más políticamente correcta LGTBI. Expliquémosla a la manera de 50 sombras de Grey para no contribuir al enredo: un grupo de prácticas y fantasías relacionadas con el intercambio de poder erótico y sexual que caben en tres pares de palabras en inglés de fácil traducción: Bondage/Discipline, Dominance/Submission y Sadism/Masoquism.

Bondage se puede traducir como “atadura”, amarres para restringir el movimiento o adornar el cuerpo, y 24/7, que algunos creen que se refiere a una relación de dominación/sumisión de tiempo completo, 24 horas al día, 7 días a la semana, se refiere a la fecha, 24 de julio, escogida espontáneamente en un club de Barcelona en 2003 para celebrar el Día Internacional del BDSM.

La sigla reúne los ingredientes de un coctel erótico-pervertido en el que se zambulle más gente común y corriente de la que uno pudiera imaginarse. No van por la calle exhibiendo látigos, cuerdas, collares, argollas, cadenas, corsés, mallas, como hacen otras tribus urbanas con sus indumentarias. Son cajeros, estudiantes, enfermeros, diseñadores, abogados, médicos que encuentran en el tabú una forma de satisfacer sus más elaborados y consensuados deseos y fantasías.

Una comunidad principalmente de clase media y un incipiente destape público muy al estilo do it yourself. Muchos de ellos confeccionan sus propios vestidos, se hacen sus máscaras, construyen sus látigos, sus potros de tortura, sus cruces de San Andrés. Las perversiones de clase alta, que también se practican desde hace mucho en la ciudad, se quedan en el exclusivo ámbito de fiestas privadas, no sea que a alguien le dé por poner en duda su alcurnia moral.

El sexo normalito y misionero, como la muerte natural en la cama de la casa rodeado de familiares y amigos, perdió hace rato su poder de sublimación, de apaciguamiento de instintos para decirlo en psicoanálisis callejero. De ese alejamiento del objeto de deseo surge también lo que el mismo Gorer, en 1955, llamó la “pornografía de la muerte”.

En la sociedad actual, teóricamente, todas las personas tienen derecho a ser felices, incluidos los pervertidos. Arreglándoselas como puedan, así tengan que aprender nuevos códigos, términos y etiquetas, que van desde la forma de vestirse hasta la forma de tratarse –el BDSM tiene su propia urbanidad de Carreño y practicarlo puede demandar tanta disciplina y empeño como la fidelidad a un conservador–, y nuevas habilidades, como dar latigazos, embutirse en un traje de látex, convertirse en una dominatriz o someterse consentidamente a cualquier humillación que genere placer. Romper estereotipos y ser sofisticado pueden llegar a tener buena prensa después de todo. Pregúntenle si no a Christian Grey.

El Palacio Egipcio no podía servir mejor al fetiche fiestero de los bdsmeros locales. Columnas, torres, esfinges; por no hablar de su aire a verdadera momia urbana, más muerto que vivo. Momificar, con vinipel, por ejemplo, es uno de los fetiches del catálogo. La escenografía, además, amenazaba ruina: oscuridad, humedades, paredes despintadas. Los lugares sucios, abandonados, peligrosos, encienden con facilidad las fantasías perversas.

El organizador, promotor y anfitrión principal de la fiesta era Severina, conocido promotor de la escena fetish nacional, experto en arte erótico, coleccionista de literatura y publicaciones eróticas, también coleccionista de música afrocaribeña y uno de los conductores de los programas radiales Afronautas, de Latina Stereo, y La Nalgada, de Erógena FM de Bogotá. Él mismo una mezcla rara de gustos, deseos y habilidades que lleva años combatiendo el tabú disfrutándolo. Es decir, sacando al BDSM del clóset y disipando su aura de perversión promoviendo su práctica abierta al público.

Yo había asistido a uno de los Kinky Munch que Severina promovía en el Parque de los Pies Descalzos, una especie de tertulia en la que los asistentes confiesan sus deseos más íntimos, se conocen unos a otros, y hablan de las decenas de temas o términos que se desprenden de cada una de las letras de la sigla, casi todos en inglés: petplay, spanking, swith, swinger, bottom, top, rigger, shibari. En un lugar, otra vez, muy ajustado a las demandas fetichistas que se saborean viendo pies desnudos. Uno podría hacer una guía local fetichista, que incluya un hospital mental, un convento, una carnicería, y como Medellín ha sido por tradición una ciudad de tertulias, ofrecer de remate un munch, la tertulia más exótica que yo haya conocido.

Allí me enteré de los gustos y preferencias de una docena de practicantes, vi por primera vez el rostro dulce de Calamarda, una sumisa, enfermera de profesión, a quien su dominante la había dejado asistir un rato, y me familiaricé con nombres como Kanella, quien me contó que al descubrir su vocación de dominatriz se separó de su esposo; Bárbara, una diseñadora de moda en sus treintas, y Gozo Vital, en sus cincuentas, experto en rescates y deportes extremos, ambos conformaban una pareja que había descubierto una tensa obviedad: las cuerdas los unían; Lord Calígula, un peruano con mucha fama entre ellos, que despertaba cierta reverencia por ser un practicante extremo: usaba herramientas de tortura, agujas, instrumental quirúrgico, y tenía una mazmorra en su casa a la que llamaba La Terraza del Divino Marqués.

Visité a Gozo y a Bárbara en su pequeño apartamento, donde él había acondicionado una barra colgada del techo para hacer suspensiones y ella diseñaba lencería, accesorios, máscaras. Bárbara sabía tejer y descubrió que con las cuerdas, siguiendo el arte japonés del shibari, podía vestirse. Gozo sabía hacer nudos como nadie en el grupo y conocía en detalle los tipos, materiales, usos y resistencias de cuanta cuerda, cabuya, pita, lazo o piola había en el mercado, y descubrió que amarrar mujeres con ellos le producía tanto o más placer que hacer rapel o escalar edificios.

Un nudo simplemente lleva a otro nudo. Él la amarraba para verla colgada, ella se dejaba amarrar para vestirse con cuerdas. Sólo tenían un problema, que creo que ni siquiera tenía que ver con alguna perversión: a los dos les gustaba dominar. La clave o el truco del BDSM es ejercer poder o dominación sobre quien disfruta y quiere ser sometido. En teoría, no hay placer en forzar a alguien a renunciar a su voluntad ni en verse obligado a hacerlo. Ver a Gozo y a Bárbara practicar desorientaba: ¿quién dominaba a quién?, ¿el que amarraba para poseer o la que se vestía para ser poseída? Mientras se definían, habían decidido dar talleres de Bondage en su casa. Al parecer había gente dispuesta a pagar para que le enseñaran a amarrar o para que la amarraran.

A pocos días de la fiesta en el Palacio Egipcio, me invitaron a un Bondage picnic colectivo en el cerro El Volador, una lugar más para la guía. La idea era practicar, cogerse confianza, preparar alguna actividad para exhibir en la fiesta 24/7. Hicimos sánduches y compramos gaseosa y mecato. Gozo empacó su costalado de cuerdas y Bárbara y un par de amigas se ajustaron bien sus interiores antes de salir.

En la cima, en un lugar poco concurrido, encontramos un árbol con buena sombra y una torre de energía de la que se podían hacer suspensiones. Alrededor, familias haciendo deporte y paseando sus perros, y bajo el árbol, la charla comunitaria de una decena de practicantes: que a mí me gusta dominar y estoy practicando con el flogger, que yo soy sumisa pero en mi casa nadie sabe, que en Facebook censuran las fotos y por eso es mejor usar Fetlifea social network for BDSM, fetish and kinky community.

Gozo empezó a trabajar, haciendo nudos y lanzando cuerdas a través la estructura metálica de la torre como si tirara las redes eléctricas que pronto estremecerían unos cuantos cuerpos, dejándolos sin ropa, con la carne apretada, balanceándose en el aire fresco de una tarde de domingo y con la vista al fondo de una Medellín indiferente.

Hasta ese momento yo era un simple asistente con la curiosidad pervertida. Un par de años atrás había publicado la historia de una colombiana que terminó trabajando como camarógrafa y editora de videos en elSan Francisco Armory(USA), sede de kink.com, el santuario más pervertido de la pornografía fetichista y bdsmera. Peter Ackworth, el dueño de kink.com, un multimillonario inglés experto en atadurassueña con que un día se vendan látigos, collares de sumisión y objetos fetichistas en los supermercados, y en los alrededores del Armory cada año se lleva a cabo el Folsom Street Fair, the world’s biggest leather event, al que asisten unos 400 mil fetish enthusiasts. Conocer de primera mano la dimensión kinky, que se puede traducir como “pervertida”,a la que el tabú del sexo había llegado fue un latigazo que me dejó una marca permanente.

Leí entonces, con entrega y disciplina, La historia de O, mi primera novela erótica. Una sumisa joya de la literatura francesa que narra la transformación consentida de O en esclava sexual, y que luego me daría el título de mi historia. También era el discurso más antifeminista que hubiera leído. O es condenadamente feliz de ser un objeto sexual. El BDSM, de hecho, es una delirante contradicción. En tiempos en que la libertad y la igualdad son valores superiores, hay gente que fantasea y pone en práctica usos y costumbres heredados de la esclavitud, amparados en el consentimiento de las partes –en lo que se conoce con la sigla SSC: Sano, Seguro, Consensuado.

***

Más tarde, pasado el ardor y el deslumbramiento iniciales, quise saber si en Medellín existía aunque fuera un conato de una escena similar y así encontré a Severina. Y a la escena, por usar una imagen poco entusiasta, en pañales, pero “vivita y coleando la muy vergaja”, como dice el epílogo de Vergajo N.1, un fanzine editado por Severina y sus amigos a propósito de la fiesta del Palacio Egipcio: “Festivales, Munchs, PlayParties son sólo la punta del iceberg de una sensibilidad erótica que ha sabido reconocerse y crear sus espacios propios en Colombia”, escribieron en aquella ocasión.

Como es obvio, la práctica cotidiana del BDSM, como las tareas del sexo en el hogar, no se parece a la pornografía gringa, ni del lado convencional ni del pervertido. Mi primera impresión del BDSM, heredada de kink.com, era como la idea de la guerra de Vietnam que puede tener alguien que sólo ha visto películas de Chuck Norris o de Sylvester Stallone. Mi tropezón con la realidad local estuvo propiciado por las torpezas de los principiantes, la alegría de un descubrimiento nuevo, los cuerpos tallados por las cuerdas, como si tuvieran estrías sobre las estrías, las barrigas orgullosas posando de sexis, los rostros mestizos, con cara de yo no fui; en el fondo, era como contemplar la inocencia y la malicia de una pandilla de niños que descubre un juguete con el que puede hacer daño sin herir a nadie.

Llegué al Palacio Egipcio temprano, cuando apenas estaban terminando de montar la escenografía de la fiesta. El lugar, muy coherente, era la ruina de un faraoncito local, el optómetra Fernando Estrada, fundador de la óptica Santa Lucía, que se lo encargó al arquitecto Nel Rodríguez y lo mandó construir en el barrio Prado en 1932.

Para ingresar era necesario cumplir con un estricto dress code –cualquier vestimenta en clave fetichista o “kinkinesca”, como dicen los redactores de Vergajo–, del que yo, por ser un novelero profesional, estaba excluido. Me fui con la ropita de estar por la calle, camiseta, bluyín y tenis, también para evitar tentaciones al estilo gonzo. No tenía interés en probar fustas ni en dejarme suspender ni en convertirme en un sumiso por un rato. Mirar, mirar, mirar, lo mío era voyerismo.

Severina, en la parte trasera del salón o patio central, rodeado por columnas de unos tres pisos de altura, con forma de papiros enrollados y capiteles como flores de loto sin abrir, pintados color carne y adornados con jeroglíficos y pictogramas, organizaba las bebidas que se ofrecerían en la barra; Gozo montaba el andamiaje necesario para sus suspensiones sobre una tarima en el centro del patio, iluminado tenuemente por la luz de la luna que entraba a través de un techo traslúcido que se resistía a colapsar; en una de las habitaciones, Daniel Tapias, enviado de la tienda erótica Sexo Sentido, acomodaba dildos, vibradores y máscaras de la línea fetichista de la empresa; en otra, el fotógrafo Mystère desempacaba luces y lentes; y Lord Calígula, en una habitación clausurada con un precinto con la señal de peligro, ajustaba una camilla de hospital donde más tarde haría parir de dolor a su sumisa.

 

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Alejandro MysterE

 

Fotografías: Alejandro MysterE ©

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Los preliminares de la fiesta se parecían al agite que se vive en un camerino antes de una presentación teatral, de un show de cabaret o de burlesque, en este caso. Muchos de los asistentes, que no llegarían a ser más de cincuenta personas, se cambiaban y ajustaban sus pintas en cualquier esquina donde pudieran sentarse. Corsés, mallas, vestidos de cuero, interiores con encajes, botas militares, cobraban vida en los cuerpos de los asistentes. Había risas, miradas, susurros, bromas subidas de tono, y cierto nerviosismo parecido al que se siente cuando uno se va a acostar con alguien la primera vez.

Los personajes fueron apareciendo en escena, Jimmy Botas, famoso por su afición al cuero, con botas hasta los muslos, tanga y un arnés de cuero en el pecho del que le colgaban unas gafas Ray Ban oscuras; la condesa Bastet, la diosa egipcia de la armonía, de piel muy blanca, balanceadamente gótica: con botas de cuero, medias de malla, un pantaloncito corto, correa, corpiño y collar con taches, corsé, guantes hasta los codos y un sombrero de policía estilo gringo, quien arrastraba asido a una cadena a un hombre semidesnudo, con una máscara que le cubría la cara y más parecía un bozal, que gateaba sobre las baldosas de rayas y cuadros del palacio. A punto de iniciar el espectáculo, reconocí a un estudiante a quien le había dado clase en la universidad. Su fantasía era ser secuestrado, torturado y humillado, y el tabú alborotado estaba dispuesto a complacerlo. Una fiesta 24/7 se parece más a un jam session, a un performance colectivo y espontáneo sin inhibiciones.

Gozo le aplicó una sesión de Bondage con un lazo azul a un oso de peluche café y lo amarró en el centro de la barra de suspensión, luego encendió unos velones en la base de la tarima y el palacio de repente parecía el escenario de una película de terror. Yo me sentía como alguien con saco y corbata en un concierto punk. Me quité la camiseta y le pedí a Gozo que me hiciera un shibari, algo rápido y sencillo.

Él, complacido, tomó una cabuya y empezó a enlazarme el pecho, como si quisiera sacarme tetas, bajó trenzando nudos por el medio de mi abdomen y me amarró un arnés en la cadera y por entre las piernas que me dejaron las pelotas bien ajustadas, como dispuestas para una castración. Metía sus poderosos dedos de rigger por entre las cuerdas para pulir y acomodar los nudos, y yo sentía como si me estuviera metiendo unas cuñas. “Amarrarse el liberarse. Ser consiente del propio cuerpo”, me decía y me levantaba del arnés como si me fuera a lanzar de un puente. Él era un rescatista experto y yo confiaba en que cualquiera fuera mi zambullida esa noche, él me rescataría. Aunque tuviera que sacarme arrastrado de aquel palacio egipcio en algún sarcófago.

El nerviosismo entonces se me convirtió en piquiña. Los pelos de la cabuya habían despertado en mí una sensación nada cercana al placer. Kanella, Bárbara y otras asistentes me miraban con curiosidad. Que cómo me sentía, me preguntaban. “No sé, todo me pica”, les decía cada vez más incómodo. “Venga que nosotras lo contemplamos”, dijo Kanella, y con un hielo empezó a sobarme el pecho. Lo mismo hicieron las demás, en la espalda, alrededor del ombligo. Se me pararon los pezones y la piel se me erizaba al más leve contacto. Afortunadamente tenía la virilidad bien amarrada, como si le hubieran puesto un bozal.

Anestesiado con el hielo sobreviví a la ráfaga de latigazos, amarres, suspensiones, cera caliente, pinchazos de agujas, descargas eléctricas que se desataron en las horas siguientes. El cielo, como si llorara de placer, dejó caer sobre el palacio su humedad a chorros. No llovía, era un squirting atmosférico. Las gotas atravesaban el techo del patio como si el palacio también se hubiera puesto una malla trasparente. Algunas habitaciones se quedaron sin luz, la barra se inundó. Pero a nadie parecía importarle. Nada se detuvo.

Gozo siguió haciendo amarres, adornando corsés e inmovilizando a hombres en calzoncillos de cuero. La condesa Bastet, como si fuera la anfitriona en su palacio, paseaba a su sabueso dando rondas por las habitaciones. Mi alumno yacía amarrado a una silla plástica, vendado y amordazado, suspendido de una horqueta hecha con palos de guadua entre dos columnas jeroglíficas. Jimmy Botas lo insultaba y lo acariciaba. El secuestrado, a veces incómodo, soportaba las consecuencias de su fantasía.

Yo caminaba como un sonámbulo, viendo escenas que eran como los flashes de una pesadilla que no daba miedo: nalgas enrojecidas, espaldas laceradas, como si una horda de padres enfurecidos hubiera entrado a destruir Sodoma y Gomorra a punta de chancleta y correazos; hombres gateando con máscaras con forma de animales, a algunos sus dominatrices los convertían en sillas y en mesitas de noche. A veces, como si yo mismo quisiera profanar el tabú, me brincaba el precinto de la habitación de Lord Calígula y entraba para verlo aplicar descargas eléctricas en la entrepierna de su sumisa Didi, una morena gigante que apenas cabía en la camilla.

Tanto exceso de lubricación y humedad apelmazadas me daban sed y entonces iba a la barra a pedirle un trago a Severina. Creo que yo era el único en la fiesta que además de anestesia necesitaba licor. El licor, no sobra decirlo, es un invitado más bien antipático en las fiestas kinkinescas. El sexo tampoco es protagonista en estos eventos públicos. Nada parecido a la imaginación bíblica de una orgía de sodomitas. Afortunadamente la sobriedad gobierna el espíritu de un placer que transita en contravía. Gente seria y precavida (Bienintencionada, Disciplinada, Sana y Maldita). No me imagino una manada de borrachos lujuriosos, como yo empezaba a estarlo, con semejante arsenal a su disposición. Llegó la madrugada y más tarde desperté en una habitación de la casa de mi madre, con la memoria aporreada, y un arrume de ropa mojada envuelta en una cabuya y tirada en el piso. Estaba trabajando, madre, y extravié el camino de mi hogar.UC

 
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