IMPRESOS LOCALES

El resto de la vida
Carlos Agudelo Montoya
 
El resto de la vida

 

En este libro cada cuento abre una puerta. Los personajes están obligados a cruzarla y difícilmente podrán dar la vuelta y regresar a su vida tal como la conocían. Hombres y mujeres, a veces apenas unos muchachos, deben enfrentarse a los destinos trazados por la violencia, la pobreza, la exclusión, pero también por los celos, el deseo de venganza y la mezquindad que nos viene de nacimiento.

Con un lenguaje sobrio y preciso, en El resto de la vida, Carlos Agudelo camina por nuestro lado sombrío, aquel que nos convierte en jueces implacables, en asesinos, en dioses que disponen a su antojo de lo que encuentran a su paso.
 


 
Peregrinación

Siempre que caminaba, Vanessa hacía que muchos giráramos para verla pasar. Pero esa mañana sus pasos no decían nada, su presencia no generó suspiros ni torceduras de cuellos. Caminó a mi lado en silencio hasta que llegamos a la puerta del salón. Nos quedamos de pie afuera. Ella charló con algunos compañeros, creyendo que ya no valía la pena intentar estudiar lo que no había estudiado. Maritza y Yuliana se le acercaron para preguntarle si estaba preparada para el examen. Ella mintió y de inmediato me miró para que no se me ocurriera delatarla. Si ella supiera, yo jamás haría nada que le causara problemas.

Marionetas, el profesor, tardó un poco más de lo normal, cuando llegó traía las hojas donde estaban anotadas las preguntas de la evaluación.

Había llegado la hora.

Vanessa sintió que a pesar de todo tal vez tendría alguna posibilidad de ganar cuando leyó la primera pregunta: sabía la respuesta. Pero cuando ojeó las otras nueve perdió toda esperanza. La desilusión emergió en su rostro.

Justo cuando íbamos a responder la primera pregunta comenzó la balacera. Se escuchó muy cerca, en el morro de al lado. El profe, con la tranquilidad que solo da la costumbre, miró al grupo sin levantarse de la silla y dijo:
—Continúen.

Por estos lados son comunes las balaceras, pero no siempre son por enfrentamientos entre los muchachos y la policía, o entre los muchachos y otros pelaos de barrios vecinos, en ocasiones solo disparan para probar los fierros, sobre todo cuando hay temporadas poco agitadas o se celebra el triunfo de algún golpe que salió bien.

Volvimos al examen.

Si hubiera sido algo más grave, Marionetas habría detenido todo y nosotros, sentados en el piso, esperaríamos a que se calmara la situación. Para mí que Vane tuvo la esperanza de que el mundo se detuviera cuando sonó el primer balazo.

Antes de volver al examen la miré. Se le notaba la angustia. Tuvo muy poco tiempo para estudiar la noche anterior porque su mamá le ordenó ayudar en la tarea escolar a Ángela, y luego la mandó a lavar los platos. «Como si no tuviera nada que hacer», dijo en voz alta, y se arrepintió de haberlo hecho porque su padrastro la escuchó, y en pocos segundos estuvo a su lado. A mí siempre me sorprendió la habilidad que tenía para tapar con maquillaje los morados que le dejaba. Me dijo que no le había dolido tanto como las primeras veces; se estaba acostumbrando.

Cada vez los disparos eran más esporádicos: las ráfagas se convirtieron en explosiones distantes hasta que el silencio regresó al salón. Nadie se movió, todos siguieron en lo suyo.

Pasó un largo rato —yo diría que más de veinte minutos— cuando tocaron a la puerta. Vanessa solo había contestado la primera pregunta y tenía anotada la mitad de la segunda gracias a que alcancé a mostrarle algo de mi examen. Los golpes fueron fuertes y apresurados.

El profe se levantó de la silla y caminó hacia la puerta diciendo:
—En este colegio se debe aprender a tocar.

Cuando abrió dio tres pasos hacia atrás, por instinto. Tres hombres encapuchados entraron al salón. Uno tenía un fusil, otro portaba un revólver y el último una pistola.

Entraron en silencio pero con una seguridad que decía lo que sus palabras no. El primero se fue hasta el fondo del salón, el del fusil se quedó parado en la puerta, mientras el otro se ubicó en frente de toda la clase. Una sensación de terror me invadió. No recuerdo si miré a Vanessa. Solo tengo en mi memoria los pasos que dieron los muchachos para ubicarse cada uno en su lugar.

Mario, el profe, no se movió. Estaba paralizado.

El de la pistola miró los rostros de los integrantes del grupo. Cuando vi que sus ojos se cruzarían con los míos agaché la cabeza. No quería que mi mirada fuera tomada como un acto de rebeldía frente a lo que estaba pasando. Cuando terminó el recorrido visual descubrió que a su lado continuaba parado Marionetas.
—Siéntese, profe —le ordenó.

Marionetas hizo caso sin pronunciar palabra. Era la primera vez que los muchachos entraban al colegio. Por orden del comandante de la zona tenían prohibido interferir en las aulas de clase, decían que había sido estudiante universitario y defendía el derecho a la educación. Yo no lo conocía. Sí lo había visto, dos o tres veces, y siempre a una distancia prudente.

Guardábamos el silencio más desolador que recuerde en mi vida. Estábamos ahí, un grupo de casi cuarenta estudiantes, y a pesar de eso sabíamos que en ese momento cada quien estaba solo. Cada uno por su lado.

No sé de dónde pero el profe sacó fuerzas para decir:
—Ustedes tienen prohibido entrar aquí.

El encapuchado que estaba enfrente del salón le apuntó con la pistola y rió mientras le dijo:
—Eso era con los otros manes. Ahora esos pirobos no mandan por acá. Nosotros somos la nueva ley y entramos donde se nos da la gana. ¿Entendió?

El profesor estaba pálido. Tenía más color una hoja de cuaderno. No pronunció palabra.

—¿Ustedes entendieron? —dijo dirigiéndose al grupo.

Silencio absoluto.

—¡Entendieron o no?

Algunos dijeron un sí casi inaudible. Otros solo fuimos capaces de asentir con la cabeza.

—A todos les debe quedar bien grabadito para que después no haya dudas.

De los tres solo hablaba ese, los otros dos se encargaban de mostrar las armas.

Muchos de nosotros sabíamos quiénes estaban detrás de las capuchas porque el barrio es grande pero no tanto como para no reconocerlos. Pero era diferente con el que hablaba, a él nunca lo había visto.

Identifiqué al que portaba el fusil. Era Jefry, el hijo del dueño de la tienda más grande de la zona. Casi todos le debían dinero a su papá porque acostumbraba fiar hasta que recibieran el pago de cada quincena. Miré a Vanessa y me asusté con su expresión, creo que también había reconocido a Jefry y en lugar de sentir confianza le dio pánico. Nunca imaginó que él pudiera meterse en “eso”.

Ninguno de nosotros estaba del todo libre.

Es más fácil hacerse un muchacho que pasar a la universidad o conseguir un buen empleo. Eso sin contar que pocos trabajos dan el dinero tan rápido.

—Veo que estaban en un examen—dijo el hombre—. ¿Será que les damos tiempo para terminar?

Los otros dos levantaron los hombros, sabían que ellos no tenían nada que ver con las decisiones.

—Pues se salvaron, muchachos. Los necesito a todos atentos acá. Hoy venimos para darles un mensaje. Usted profe, escriba en el tablero lo que voy a dictarle. Y ustedes pelaos, escriban esto en algún cuaderno para que lo lean tal cual en los ranchos esta noche.

Comenzó a hablar.

Todos escribimos en silencio. Después de las primeras palabras dejé de escribir con fluidez. Hoy, todavía, no entiendo por qué dejé de hacerlo.

Levanté la mirada del cuaderno y observé que muchos de mis compañeros tampoco escribían, solo miraban al hombre que hablaba.

—Esto es serio pelaos.

Se quitó la capucha. Nunca antes lo había visto. Cuando comenzó a hablar de nuevo sentí que su acento no era como el nuestro, parecía costeño pero a veces se le salía algún dejo paisa. Los otros dos también se quitaron las capuchas. Jefry se veía casi apenado por estar ahí. Pero el arma le daba fuerza, como si se escondiera tras ella.

—Entonces, tienen plazo hasta el lunes. Si alguno de los que voy a nombrar nos desobedece, no respondemos por las consecuencias.

Miré a Vanessa. Estaba pálida.

—¡Tamayo!

Maicol levantó la mano.

—Ya sabe pelao.

Su hermano había estado con los muchachos durante varios años hasta que lo mataron tres meses atrás. Tamayo era mal estudiante, peor que yo y eso es decir mucho. Se la pasaba pensando cómo demostrar a los muchachos que podía estar con ellos. Pero ahora que el barrio cambiaba de dueños tendría que irse.

—¡Betancur!

Los dos compañeros con ese apellido levantaron la mano.

—Esperen… ah, sí… Betancur González.

Leidy bajó la mano y solo quedó arriba la de Jhonny. No entendí por qué lo nombraron a él, era buen estudiante, sus papás no se metían con nadie. Después de ver cómo Jhonny palidecía perdí la poca tranquilidad que tenía, yo no había hecho nada para ser nombrado pero igual podrían hacerlo.

Continuó nombrando apellidos por un tiempo del que no tengo un recuerdo claro.

En total dijo nueve.

Cada uno de ellos debía llegar a su casa y decir que tenían que irse del barrio y el plazo vencía el lunes. Entre los nombrados estaba la familia de Vanessa. Cuando dijeron su apellido en lugar de levantar la mano agachó la cabeza. El hombre tuvo que decirlo de nuevo pero Vanessa se quedó quieta. La mirada de todos, puesta sobre ella, la delató.

—Bueno, pelada, espero que lo tenga claro —el hombre dejó de mirarla y se dirigió a todos—. Se acabó el colegio por hoy y el resto de la semana. Necesitamos el lugar por unos días, así que estén atentos a ver si vuelven el lunes o no.

Cuando terminó miró a sus compañeros.

El hombre del fondo del salón caminó hasta la puerta y salió, luego lo siguió Jefry. El que nos hablaba miró al grupo por última vez.

—En diez minutos no debe haber nadie en el colegio.

Estábamos pegados a los asientos. Nadie se movió.

—Qué esperan. No los veo —tuvo que decirnos de nuevo para que reaccionáramos.

Miré a Vanessa y no se movía. Alejo, el primero de mi fila se levantó y comenzó a guardar todo. Yo me moví y toqué a Vanessa para que reaccionara. A veces imagino que fue muy rápido pero en otras ocasiones sospecho que fui torpe. Recuerdo que todo se hizo en completo silencio.

El profe Mario se quedó en el salón hasta que salió el último de nosotros. A él también le ordenaron irse y le dijeron que regresara el lunes a trabajar.

Salí con Vanessa detrás de mí. Al cruzar la puerta se hizo realidad esa fantasía en la que duramos no sé cuánto tiempo: vimos a todo el colegio avanzar hacia la salida, parecía una procesión de Semana Santa, una ruta de peregrinación.

Nos unimos a la multitud en silencio. Vanessa agarró mi mano y yo la apreté fuerte.

Había por lo menos treinta muchachos dentro de la institución esperando que nos marcháramos.

Caminamos porque correr no hubiera sido prudente. Vanessa estaba callada. Yo no sabía qué decirle. De pronto soltó mi mano y me miró:
—¿Me acompaña al morro? No me quiero ir para la casa.
—Pero, Vanessa. Tenés que ir a decir eso…
—Qué va, para eso tengo toda la noche.

Pensé en decirle que no, que tal vez sería peligroso ir a otro lugar, pero fui incapaz. Ella podía hacer lo que quisiera.

Caminamos en silencio por las calles del barrio. En menos de quince minutos todas estaban vacías. Nos dirigimos al morro, el lugar donde hoy estoy prestando guardia. Vanessa miraba hacia el piso. Cuando llegamos tiró la maleta y se sentó. Permanecimos un rato en silencio. No sabía qué decir. Ninguna palabra mía hubiera servido para algo.

—Siempre me ha gustado cómo se ve Medellín desde acá —dijo ella—. Tenemos la mejor vista del mundo.

Hasta ese día a mí la ciudad me parecía fea. Solo en las noches adquiría un poco de belleza porque las luces la ocultaban y la hacían ver como un pesebre gigante. Pero ahora cuando nos toca cuidar el barrio y hacer guardia siempre pido este lugar.

—Mirá qué tan chiquito se ve el Metro —continuó Vanessa.
—¿Dónde? No lo veo.
—Vos siempre tan ciego. Miralo allá, entre la Terminal y el Parque Explora. ¿Sí lo ves?
—Sí, ahora sí —mentí en esa ocasión, pero ahora no hay momento que me pare acá y no lo vea. A veces imagino que en alguno de esos vagones debe ir ella. Por las noches recorro la ciudad con la mirada, sigo todos los barrios donde ella me ha dicho que le ha tocado vivir.
—Ojalá que nunca me pidan que me vaya de esta ciudad —dijo.
Me acerqué y la abracé.
—Tal vez podamos ir alguna vez a ver un partido —le dije.
—Pues tendrá que ser un clásico porque vos sabés que yo al Nacional no le voy.
—Sí, a un clásico. Yo invito.

Esa cita la he aplazado dos veces. A ella la obligaron a irse mientras que a mí no me dejan marchar. Mucho menos ahora que hago parte de los muchachos.

—¿Será que alguna vez el río fue limpio? —preguntó.
—No sé, yo supongo que sí, pero ni idea. Me gusta estar acá parado solo porque logro traer a mí esa tarde. Era un día triste pero la presencia de Vanessa me reconfortó.

—Recuerdas cómo se ve de bonita la ciudad en el año nuevo —me dijo—. El cielo se llena de luces que explotan. La última vez me volé para venir a verlo desde acá.
Guardó silencio y se quedó mirando la ciudad.

—Prométeme que siempre verás los alumbrados y el año nuevo acá parado.
—Está bien. —Yo te prometo que desde dónde esté voltearé a mirar para acá y te desearé un feliz año.

Caminamos de regreso a las calles del barrio. No hablamos más. Cuando llegamos a su cuadra nos despedimos sin un beso ni un abrazo. La vi caminar hasta su casa y entrar en ella.

En esa ocasión era de día pero a mí me gusta más imaginar que era de noche.

Después de que se fue, convirtieron su casa en un almacén y luego en una estación de vigilancia, desde ahí se ve la parte norte del barrio. A mí no me gusta ir allá, me da rabia lo que le hicieron a ese lugar. Prefiero estar acá mirando la ciudad que a ella le parece tan bonita.