IMPRESOS LOCALES

Esos besos que te doy
Esteban Carlos Mejía
 
 
 
Esos besos que te doy
 

Acometer una osadía

Por María Cristina Restrepo

Esos besos que te doy, de Esteban Carlos Mejía
(Sílaba Editores, 2016)

Para contradecir a quienes consideran la novela extensa, o incluso la corta, como asunto del pasado, aparece publicado por Sílaba Editores el segundo tomo de la trilogía sobre Medellín de Esteban Carlos Mejía, Esos besos que te doy.

Con sus cuatrocientas cuatro páginas pobladas de sabores y sinsabores, de ironía y ensueños, Víctor Yugo, escribidor, hombre insaciable en asuntos sentimentales pues a todas las desea, iconoclasta, irreverente como el que más, entra en escena bajo signos auspiciosos: los encuentros con mujeres que lo llevan a vivir una serie de experiencias eróticas, envidia secreta de otros hombres, y que las puritanas, o las feministas, calificarían de donjuanismo puro y simple.

Escrita en un lenguaje directo, socarrón como el personaje mismo, ocupado en vivir y contar, la novela cambia de tono cuando se ocupa de Medellín como una ciudad esta vez ajena a las historias de narcotráfico, con ínfulas que no alcanza a satisfacer, mirada de soslayo por publicistas bogotanos, ellos sí orgullosos de habitar una verdadera urbe con sus costumbres anquilosadas a pesar de los nuevos vientos. Al pintar sus espacios el lenguaje se torna poético, hasta el punto de parecer que fuera otro, no el incorregible y terrenal Víctor Yugo, quien estuviera narrando. La ciudad de nuestro héroe se deja amar, aunque no conocer del todo, pues hay mucho en ella que permanece inexplorado.

Es allí, por avenidas y plazas de mercado, en San Benito o Laureles, en estaderos y hoteles de lujo, en la casa de su madre o en el apartamento de su nueva amante, la del delirante nombre, Alabama Faulkner, donde el narrador compensa la esclavitud de su escritura mercenaria, con unos juegos eróticos que obligan a pensar en fantasías de hombres mayores, vueltas realidad. Encuentros en pareja o en alegres tríos durante las cálidas tardes de un diciembre en la ciudad, en las tórridas mañanas de un viaje a la costa, en lechos pagados por otros amantes. Deseo y admiración por la mujer, donde el héroe de ésta, de la anterior y de la siguiente novela que el autor nos tiene prometida, trata de sacarle jugo a la vida. Y como si aventurarse a escribir una trilogía fuera poco, la narración abre un espacio al margen, como pie de página, para otra novela: Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios de Juanete Anzoátegui, escritor un tanto despistado.

Novela experimental, dirán algunos a propósito de este libro en el cual Esteban Carlos Mejía cometió, sin titubeos, más de una osadía. )

 


Diciembre en Medallo (Capítulo)

Diciembre en Medallo. El cielo, sábana gris o cobija de lana, amaneció caótico. Acurrucado detrás de unos manojos de nubes, el sol caldeó la temperatura con apatía. Aun así, sentí el hervor del calcio en las concavidades de mis huesos. El bochorno de la mañana hizo que algo se me retorciera por dentro. Por unos instantes, oh paradoja, me quedé sin ilusiones y sin esperanzas. La luz se adueñó del valle de Aburrá e infectó con su vanidad los techos de los carros y rebotó en las hojas de los guayacanes y se escabulló por entre las cebras de los pasos peatonales y enderezó las espaldas de los transeúntes. Al mediodía, ya no había sombras y las calles reverberaban al tope, 100% cian en la escala cmyk. Alcé la vista y supuse que por la tarde el firmamento se desvanecería en arreboles de arco iris y en melodías de jingle navideño. Asumí también que la noche sería bullosa, saturada de disparidades humanas. “Los voladores zumbarán por el cielo”, pensé, “habrá papeletas, tacos, silbadores, totes, voces y gritos, risas, alaridos de júbilo o de hienas.” Pensar es mal hábito. Mejor es follar.

En el puesto de revistas de Colombia con Bolívar, a una cuadra de Cusumbos Solos, compré la prensa del día. La última letra o de El Colombiano tenía chantada un gorrito de Papá Noel, toda ternurita. Viernes 15 de diciembre de 2006. Año 95. N° 32.064. No era un periódico del presente ficticio ni del pretérito capcioso: abarcaba ambos tiempos y, adrede, los confundía en uno solo, falaz dimensión de los hechos, casi siempre sin relación con la verdad, ayer, hoy, mañana, trasantier, traspasado mañana, tiempos tal vez baldíos o infames, patas de ciempiés adelante y atrás sin parar y sin rodeos. “Tanta agua servida bajo los puentes de la historia”, pensé, por joder la vida, ni me va ni me viene la cloaca del pasado. Reparé, eso sí, en un titular a tres columnas: “El Éxito se valorizó en $715.827 millones”.

-¡La chimba! –me escandalicé en voz alta.

Una señora me miró desconcertada, casi con lástima, las personas que hablan solas en la calle dan más lidia que un orzuelo. Saqué el celular para disimular y luego chequeé la cifra, a ver si me cabía en la cabeza. “El 17 de octubre cada título valía $12.535 y ayer se situó en $15.960.” O sea, lo dicho, $715.827 millones. Sí, el Éxito, la famosa Boutique Exait. Setecientos quince mil milloncejos, chan con chan, show business total.

Debajo del titular había una policromía a cuatro columnas en la que parpadeaba una multitud, mujeres, hombres, muchachas, tres carros y un campero, apeñuscados en una callecita del centro, “Medellín se desbordará hoy con la Noche Buena para Comprar”. El pie de foto era fariseo: “El comercio es un río de gente por estos días. Por ello, los comerciantes de Medellín, así como de los municipios vecinos del Valle de Aburrá, Oriente antioqueño, Yarumal y Urabá, abrirán en horarios extendidos para facilitarle a la comunidad la realización de sus compras navideñas. La velada estará complementada con una amplia oferta cultural y lúdica”.

Volví a la oficina, les serví tinto a las sistercitas Bahamón y seguí leyendo. “Por totes, trasplante de hígado a una niña.” No entendí. “Leonela Trejos tiene tres años y hace 10 días recibió un trasplante de hígado. Tuvo que ser trasladada de Risaralda al Hospital Pablo Tobón Uribe, de Medellín, donde se le realizó el trasplante que permitió a la niña continuar con vida. Los totes tienen un alto contenido de fósforo blanco, un componente altamente tóxico que ya costó la vida de un menor de edad en Cauca y una intoxicación en Barranquilla, durante esta temporada navideña”. “Amplia oferta lúdica”, pensé. “ELN aceptó desminar Samaniego, en Nariño. Antes de terminar diciembre, el Ejército de Liberación Nacional liberará a dos policías que tenía retenidos en el departamento de Nariño y comenzará el desminado humanitario de cuatro veredas del municipio de Samaniego, en el sur del país”. “Oferta cultural”, volví a pensar, fea costumbre, pensar, quiero decir.

El resto de la primera plana, casi media página, estaba lleno de avisos de promociones, saldos, descuentos, “pague 2, lleve 4”, “new collection, autumn/winter 06”, “gran concierto con sentimiento navideño”, ciudad abierta hasta medianoche. A la izquierda, casi camuflada entre aviso de sales and outlets, una jaculatoria, “Yo apoyo a mi Cuarta Brigada Tel. 146. Somos su Ejército, somos su Cuarta Brigada”. La ponzoña venía en la página 17A. “Aquí lo que se lee es auto superación”, decía un titular, dos o tres columnas. Debajo, un adolescente leía un libro, Cuentistas antioqueños, con una revista puesta sobre la cabeza, abierta por la mitad, como un birrete de recién graduado o una montera de novillero o un tricornio de pirata o un sombrero voltiao, a lo Carlos Vives. La imagen me pareció rústica y filistea. “Los colombianos no invierten en libros. Leen menos de la mitad, pues el 63 por ciento no lo hace y la lectura descendió. En Medellín los que leen prefieren los libros de superación personal”. Boté el periódico con desprecio. Luisa lo cogió y se puso a leerlo de atrás para adelante, en gustos no hay disgustos. De repente, se enojó también y lo tiró al piso.

-No entiendo nada –dijo-. ¿Qué es un político del siglo veintiuno?

-A ver –dijo Juliana, recogió el periódico y leyó con cuidado.

Era una columna sobre el alcalde y su combo de gobierno. El autor estaba fascinado por la actitud de los tecnoburócratas. “Son los políticos del siglo XXI”, afirmaba sin pena ajena.

-Está clarísimo, Sister. Un político del siglo veintiuno es...

-...un político que nació en el siglo veinte –la interrumpió Luisa, con rabiecita-. El tipo más antiguo del siglo veintiuno tendrá seis añitos, si mucho.

-No siás tan literal. Lo que quieren decir es que ellos hacen política para el siglo veintiuno.

-Ellos y ellas –dije, de buena fe-. Acuérdate... todos y todas estamos por la equidad de género.

-Una cosa es el género y otra el sexo –replicó Juliana.

-Por supuesto, Sis –se rio Luisa, no es boba, se hace-. ¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? Los políticos del siglo veintiuno...

-Les da cutupetu decir políticos para el siglo veintiuno, como se debería decir –dije-. El prefijo para no está bien visto hoy en día. Puede confundir a la gente y se ha vuelto políticamente incorrecto.

A Luisa se le almidonó la facha de revólver.

-Ahora sí no entiendo ni culo. ¿De qué estás hablando?

Suspiré sin querer. De las mujeres deseamos la carne, casi nunca sus almas. Le piqué un ojo a Juliana, le mandé un besito a Luisa.

-Pues por los paramilitares… -dije.

-¿Los qué?

-Los paras. Paracos, paraquitos…

Luisa siguió en las mismas. Juliana hizo otro intento.

-Sister ¿vos has oído hablar de la parapolítica, sí o qué?

-Más o menos.

-En vez de políticos para el siglo veintiuno el columnista prefiere decir políticos del siglo veintiuno. Así no tiene que usar la partícula para, la misma que se usa en la palabra paramilitar.

Los énfasis en para y de fueron intensos. Luisa no comió de nada.

-Qué pendejada –dijo, aún con seriedad-. Ustedes hilan demasiado delgadito. No importa el siglo, todos los políticos son iguales.

-Este es un país medio bobo, medio envidioso, medio asesino. –dije, si hay que puyar, se puya-. Mejor dicho, un tercio bobo, un tercio envidioso, un tercio asesino.

Aprovecharon para regañarme.

-Tampoco, pues.

-Siempre confiando en lo peor –protestó Juliana-. Ay, no, qué cansancio.

En junio de ese año, 2006, a media tarde del 8, yo había cumplido 33 años, el lapso de Cristo en este valle de lágrimas, 33 añitos, la crucifixión rosada de Henry Miller (¡vivió para escribir!), edad del vasallaje a la lascivia y a la monomanía por la posesión carnal. “Lo que nos mató fue la venida a este planeta”, me consolaba Celia Yugo cuando me veía lloroso o alicaído, palabra detestable, alicaído. Los años pasan en un volión, no en Manaure, Riohacha o Bahiahonda, en la extrema Guajira de Eduardo Zalamea, “tierra de sol, de sed, de besos, de muerte y de misterio”, sino en calles y aceras y ascensores y escaleras eléctricas y puentes peatonales y oficinetas y bares y restauranticos de cinco o seis mil pesos el golpe y plazas de mercado y tiendas y caspetes y en estaciones del Metro y busetas y colectivos y taxis y en colchones y duchas y catres y camas y sofás de esta Medellín de mis faroles, fata Morgana, espejismo, idealización, fábula. Al otro lado del espejo, lo de siempre, la vida ordinaria, la existencia ruin y zafia, “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. “Ay, el rebusque sexual”, pensé no sin optimismo. ¡Sopas! ¡Y yo soñando ficciones!

Abrí mi álbum de literatos. De tan gordo ya parecía un diccionario Larousse, las pastas a punto de descuadernarse (¡descuajaringarse!) y el título en el lomo, casi ilegible por el uso. Axiomas o teoremas. Busqué a Borges, maestro, chapó. Y a Rubem Fonseca, amigo, ¡salud y pesetas y mujeres de bellas tetas!, aunque andaluz no seas, ni catalán ni vasco ni asturiano ni nada ni de Huelva ni de Palos de Moguer, brasileño, Juiz de Fora. Después me adelanté hasta la L. “Se tutto deve rimare com’è, è necessario che tutto cambi”. Si todo debe permanecer como está, es necesario que todo cambie. Oh, Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro, diletante insigne, voy a conseguirme tu retrato y a levantarte un pedestal, es un decir, en mi colección de postales de escritores, una foto de saco y corbata, colores veraniegos, lino o algodón, los brazos apoyados sobre las rodillas, encorvado, como si tuvieras joroba, los ojos abollados entre sombras, y la boca, también sombría, como la de un tardío gatopardo.

Pasé las páginas al azar. Salió la C. Qué tríos, madre de Dios, ¡madre mía! Coetzee, Conrad, Chéjov. Coetzee, flaco y desgarbado, creador de Elizabeth Costello, de la que me habría gustado ser nieto. Conrad, barbado, bizco y recóndito, Nostromo y Costaguana y el indolente Kurtz en la oscuridad de su tiniebla. Chéjov, matasanos, tuberculoso de la cuentística. “La C es la letra”, pensé, satisfecho. C de Cabrera Infante, chino cegatón y bustrofedónico o bustrofedonista. Italo Calvino. Cannetti, Elías. Cortázar, cronopio de cronopios. Y Cervantes (¡!), Catulo, Cavafis, Capote… Mejor dicho, Chicho.