IMPRESOS LOCALES

Fiesta en el temor

Alex Jiménez
 
 
Fiesta en el temor
 

Capítulo I

A buscar a una que quise cuando era niño: a eso volví. No más de tres veces la vi. Dulcemaría. Y hace días me he preguntado para dónde se habría ido mi vida si me hubiera casado con ella y no con la que me dejó y me sembró una cosa podrida en las entrañas, como si me hubieran despedazado un riñón a dentelladas y ahora florecieran los gusanos por dentro. Cuántas cosas quise decirle y no dije. Casi nunca hago lo que quiero. Pero ahora sí. Por eso vine. La última vez que vi estas tierras me tocó ser testigo de algo que pocos habían visto, y que luego iba a ocurrir tantas veces como ocurre el anochecer, hasta que ya muchos se acostumbraron tanto que dejaron de helarse con ese pánico que se siente en las vísceras como una culebra muerta, como la cola de una lagartija revolcándose en la boca del estómago. Eso sentí esa vez. Yo todavía usaba pantalones cortos, estaba en la casa rechinante y vieja del tío Loreto, y una mañana muy fría que olía a humo me vi corriendo detrás de mi papá. Más bien él me estaba arrastrando de la mano mientras yo luchaba por aferrarme a su reloj. No recuerdo por qué o cómo empezó todo, nada más que me arrastraba. Otra gente empezó a correr junto a nosotros (algunos se santiguaban) y luego el tumulto era tanto que mi papá, sin darse cuenta, me soltó y agarró otra mano, la de otro hombre que tampoco notó que había soltado la de su mujer. El equívoco habría causado risas en otras circunstancias, pero ese día el aire tenía un cierto sabor a cobre y costaba trabajo respirarlo. Entonces un hombre pegó un grito mientras señalaba a un lugar y agitaba un trapo en el aire. Todos salieron tras él, y yo también, y mi papá, pero nadie estaba pendiente de mí. Sentí ese miedo retorciéndose en mi estómago. Ahí vi que una mujer de falda y zapatos negros se arrojaba al suelo y daba alaridos, y no entendí nada hasta que descubrí al lado de la mujer, sobre las flores amarillas y marchitas de un guayacán, lo que alguna vez había sido un niño y ahora era un pellejo fláccido y verdoso sobre una osamenta y nada más. La tierra alrededor se había bebido la sangre y estaba húmeda y negra. Había dos o tres gallinazos sin cabeza junto al cadáver. Sentí el hedor como una presencia que estorbaba para respirar, pero con un lejano regusto a albahaca y a yerbabuena. En algo tuvo que haber influido todo eso para mi vegetarianismo, ahora que lo pienso. Ese mismo día nos fuimos, pero antes vi por última vez a Dulcemaría ¿Se acuerda de Dulcemaría? Se paró en la puerta de la casa a ver cómo mis papás empacaban todo y corrían como locos. Ella sólo me miraba y yo la miraba a ella sin saber qué hacer, parado junto al comedor. Entonces, como ajena a este mundo, como si no la tocaran los afanes de nosotros los mortales, cruzó la puerta, atravesó la sala, se inclinó sobre mí y me dio uno de esos besos sinceros que dan los niños. Yo tenía la boca abierta, y así la dejé mientras la vi alejarse de mi vida para siempre. Ni siquiera alcancé a decirle mi nombre, pero yo supe el suyo porque su mamá la llamó desde la calle. Tal vez fue mejor. ¿Qué hubiera dicho si se hubiera enterado de que me llamo Floro?

Esa misma tarde abandonaron el lugar en una romería interminable de carros fragorosos que levantaban polvo. Las familias marchaban al lado del camino con maletas y costales. Por momentos el tráfico se detenía, y entonces los que iban en carro hablaban con los que iban a pie, a quienes la providencia parecía susurrar los rumores, porque todo lo decían mucho antes que las noticias de la radio. Gracias a ellos se enteraron de que alguien, no muy lejos de allí, había encontrado un perro negro también devorado por dentro. Esos no habían sido los primeros casos, según decían, y empezaban a hablar de todas las cosas inexplicables que les habían ocurrido, aunque tuvieran que ver sólo muy vagamente con los extraños asesinatos.

Así se fueron las horas mientras se alejaban de Santa Rosa del Valle. En la noche, ya en las sábanas de su cuarto, Floro soñó con un revoltijo de imágenes en las que estaban Dulcemaría, el beso y el cadáver junto a los gallinazos decapitados. Despertó gritando. Ese sueño lo perseguiría con cierta frecuencia y algunas variaciones a lo largo de los años. Pese a los esfuerzos de discreción de sus padres para ocultarle todo lo relacionado con aquel episodio, el niño merodeaba conversaciones secretas y leía los diarios a escondidas. Todo aquello lo aterraba y lo atraía por igual.

Había casi tantas explicaciones como habitantes. Algunos hablaban de adoradores de Satanás; otros, del espectro de un vecino muerto. Un viejo triste y enjuto que pasaba horas fumando a la entrada de su casa aseguró haber visto pequeños engendros carnívoros que parecían gusanos de anillos verdes, que se arrastraban con la ligereza de las serpientes y que en cuestión de segundos se habían devorado uno de sus pollos. Tuvo que matarlos a tiros, fue lo que dijo. Otros decían que se trataba del demonio porque en algún lugar de la biblia decía que el demonio se alimenta de entrañas. Los estudios a los cuerpos sugerían que habían sido devorados desde adentro, así que entre los menos supersticiosos y ante el resto del mundo prevaleció la versión de que había una enfermedad que atacaba a todos los seres vivos sin discriminar. En consecuencia, se decretó cuarentena indefinida para todos los lugares afectados, se ordenó erigir torres y edificar murallas, se prohibió el ingreso o la salida de cualquier ser vivo y se dio la facultad a los centinelas de abrir fuego cuando lo creyeran conveniente. Había tantas versiones, que nadie sabía en verdad qué estaba pasando. Sólo un hombre: el que había desatado todo aquello.

Muchas personas empezaron a ofrecer sacrificios de animales a los espíritus indomables: al día siguiente, entre zumbidos de moscas, aparecía la carcasa pestilente de la vaca devorada durante la noche mientras lanzaba mugidos de espanto a los que nadie acudía. Pero la situación no mejoraba. Entonces algunos vecinos quisieron hacer más atractivos los sacrificios y decidieron ofrecer seres humanos para apaciguar a los habitantes de las sombras. Crearon una sociedad secreta y hacían conciliábulos nocturnos en las florestas aledañas a las casas, donde decidían la suerte de sus conocidos. Echaron mano de los enfermos terminales, porque era apenas justo que por el bien de la comunidad se sacrificara a aquel que de todas formas iba a morir. Entraban a las casas protegidos por la penumbra, ayudados por algún familiar del sacrificado, por un duplicado de llave o por el conocimiento previo de las puertas, los pasillos y las ventanas. No hacían ruido, sólo usaban medias para evitar el sonido de los zapatos y entre tres se llevaban a la víctima a las afueras de la arboleda, hasta que se le pasaba el efecto del pañuelo empapado en cloroformo y despertaba en medio de la noche, atado a un árbol o a una viga. Lo que fuera que atacara, lo hacía sólo cuando el sacrificado estaba consciente, aunque nunca nadie, al ver el estado en que dejaba los cuerpos, se animó a espiarlo. Sólo uno de los de la sociedad secreta se quedó una noche para entender de una vez qué pasaba. Nunca más lo volvieron a ver, así que nadie quiso repetir la experiencia. Pronto, sin embargo, la sociedad secreta se quedó sin enfermos, y como era muy difícil traerlos de barrios aledaños, decidió echar mano de las personas que hubieran cometido faltas graves, ya que era apenas justo que alguien nocivo para la armonía colectiva pudiera ser útil de alguna otra forma. Llegar hasta estos sujetos era un poco más difícil, pero debido a la larga lista de enemigos y de cuentas pendientes que tenían, nunca faltaba quien ayudara. Y de nuevo, al cabo de un tiempo, se encontraban sin víctimas: fue cuando empezaron a llevarse al que les resultaba antipático o al que ya sospechaba de sus actividades nocturnas.

Los sacrificados se retorcían y gritaban hasta el desmayo en medio de los árboles. No siempre los devoraban: a veces, cuando amanecían vivos y exhaustos, alguien se compadecía y cortaba las cuerdas para llevárselos a otro barrio, donde debían comenzar una nueva vida. Así se fueron creando pequeños grupos, cada uno con sus propias veleidades. Las murallas se improvisaron con hojas de zinc y bultos de tierra, y aunque se suponía que aquella era una solución provisional, nunca se construyeron las de concreto. Tampoco se vio nunca a ningún centinela patrullando, pero cuando alguien intentaba salir siempre ocurría algo que lo impedía, según contaban los habitantes: algunos caían como fulminados por un trueno, otros desaparecían y sólo dejaban unas cuantas gotas de sangre en el mismo punto donde los habían visto por última vez. Entonces se empezó a difundir el rumor de que los centinelas eran invisibles y de que la gran muralla que acordonaba a Santa Rosa del Valle era en realidad una enorme serpiente viva.

Una vez a la semana (luego sería una vez al mes, luego dejaría de hacerse) llegaban camiones con víveres e implementos de aseo. Sin embargo, por miedo a contagiarse, los encargados se apresuraban a dejarlo todo contra un poste de electricidad, acto vigilado por tres o cuatro hombres armados. Subían de nuevo a los camiones con el mismo terror, y se alejaban a toda velocidad. Un instante después, cuando la nube de polvo aún no empezaba a disiparse, salían las personas de atrás de las esquinas para disputarse lo que podían. Todas estas cosas dejaron de aparecer en los diarios, y en cuestión de lustros los mapas que se usaban en las escuelas dejaron de registrar la existencia del lugar.

Las personas que vivían en los barrios del centro de la ciudad fueron evacuadas y el miedo se llevó a los que vivían en barrios más alejados e incluso a quienes vivían en pueblos cercanos. Los padres de Floro también huyeron. En los diarios nunca se decía nada sobre el estado de las cosas y nadie volvió a mencionar el problema. Sin embargo, aunque habían pasado tantos años que ya el poco pelo que le quedaba estaba empezando a encanecer, Floro no podía sacarse de la cabeza la imagen de aquel niño y el beso de Dulcemaría.

¿Qué puedo contarle de mi vida? Una filantropía que me llevó a compartir mi esposa con quién sabe cuántos, un hijo que me arrebataron, un trabajo que me recordaba a cada instante lo miserable que era mi existencia de recitar verbos para mocosos impertinentes. A cierta edad ya no es rentable seguir uno diciéndose mentiras, ni ignorar los gruñidos de las entrañas. Yo nunca he sabido qué dicen mis tripas cuando gruñen. Entonces vine, porque mis entrañas siempre han gruñido cuando pienso en Dulcemaría y en los gritos de la mamá del niño devorado por dentro. Haber ignorado eso fue lo que le torció la ruta a mi vida. Por eso digo que vine a buscarla, pero la verdad no sé a qué vine.

Cuando se bajó de la carreta –y hacía rato él era el último pasajero– tuvo la sensación de que había llegado al fin del mundo: el suelo estaba árido y no había un solo lugar para resguardarse del sol porque los árboles habían sido talados. El cochero, desvencijado y viejo, le dirigió una sonrisa de pocos dientes, le dijo que él de ahí no pasaba y le recomendó que se portara bien. Dio media vuelta en su caballo, que parecía más decrépito que él, y la carreta se lo fue llevando a chirridos lentos mientras él dejaba salir algo de su garganta, aunque Floro no supo si estaba cantando o hablando porque su voz era una cosa raída y remota. “Busca el miedo en las paredes, busca en el suelo, nunca en el cielo”, cantaba o decía el viejo. Floro le dijo adiós con la mano aunque el otro no miraba hacia atrás. Ya tendría tiempo para entender por qué el viejo había empezado a decir esas cosas. Poco a poco, el sonido de la carreta se hizo más difuso, hasta que sólo quedó el ruido casi tímido del viento arrastrando polvo. Floro estaba solo, con un morral a sus pies, rodeado de tocones de árboles, frente a una larga muralla de bultos arrumados sobre la que sobresalían las hojas de los árboles del otro lado. Los bultos eran de distintos colores, que se conservaban tan vivos como si apenas los hubieran puesto ayer. Una sustancia viscosa y transparente que expelía un olor agrio recubría la muralla. Floro se dijo que aquella membrana de baba no era más que algún tipo de lama acumulada a lo largo de los años. La pared no era muy alta, bastaba empinarse un poco para ver por encima de ella. Se extendía hacia la derecha y hacia la izquierda, indefinidamente. Era la gran muralla provisional que pronto cumpliría treinta años. No había otra forma de pasar al otro lado sino escalando, pero Floro no quería embadurnarse de la baba, así que primero arrojó el morral por encima y lo escuchó enredarse con las ramas de los árboles antes de caer. Luego tocó con la punta del dedo la sustancia viscosa. Estaba tibia. Buscó el tocón de árbol más alto, se subió sobre él y dio un gran salto hasta el otro lado. Tan pronto como aterrizó sobre matorrales, buscó el morral con la mirada. Sólo después de un rato, se percató de la diferencia del terreno a unos metros de distancia. Pero no se dedicó a pensar mucho en eso, porque recordó la fábula sobre la muralla-serpiente y tuvo la oscura intuición de que algo tenía que ver con su morral perdido. Sin embargo, logró disipar aquellos nubarrones de superstición para pensar algo que no le causó menos inquietud: de seguro alguien lo estaba espiando. Y aunque sintió que nunca antes había estado tan desamparado en su vida, decidió seguir adelante, no sólo porque hacía muchos años había olvidado lo que era estar vivo, sino porque de unos meses para acá se había arreciado su disposición natural a actuar casi sin darse cuenta de lo que hacía.