IMPRESOS LOCALES

Las rosas de Damasco y otros relatos
Eduardo Escobar
 
Las rosas de Damasco y otros relatos

 

Las Rosas de Damasco comprende unos relatos tejidos con precisión y delicadeza, sin apresurar la narración, ambientando el desenlace (que puede o no ser predecible) con la presentación de unos personajes interesantes, complejos, reales, atormentados cada uno por sus propios fantasmas, pasados, decisiones. La ensoñación y el realismo se dan la mano como parte de una misma experiencia de ser humanos, que es al mismo tiempo difícil y bella, misteriosa y vulgar, profunda y vana. De ahí que se trate de relatos extensos, pues se toman su tiempo y a veces incluso se detienen en explicaciones que podrían considerarse innecesarias, pero que lo que hacen es darle una importancia merecida a lo que creemos saber de antemano, a lo que vivimos automáticamente.

Y también hay lugar para la narración más pura al estilo de las Mil y una noches, encuentros mágicos que terminan estrellándose contra la realidad, un misticismo que recorre las calles de Bogotá, Londres o Medellín, un enfrentamiento entre la modernidad de la sociedad industrial ahogada en la falsa información, y una época remota, romántica, sagrada, donde los valores y sentimientos que nos ennoblecen todavía existen, y que no encuentran otro lugar para permanecer más que en el interior del ser humano.

Sin embargo, no se trata de unos relatos desfasados de la realidad, alienados en el arte por el arte, pues también se puede adivinar en ellos una crítica a la falta de principios, de valores, de propósito en que las sociedades actuales sumen a los seres humanos; de ahí que a partir de reflexiones filosóficas, teológicas, sociológicas, etc., se llegue a conclusiones que bien podrían servir de faro en los tiempos que corren. Una reacción necesaria a la literatura frívola, hedonista, complaciente y autocomplaciente que abunda actualmente. .
 


 
Lucía y Lucas

La pasión del principio degeneró en unos silencios esponjosos, oprobiosos, de yermo; el sexo de los novios de antes, en quienes todos veían unos tórtolos, ejemplares de la vieja metáfora, con la costumbre de los meses paró en una rutina de compromiso, que también debieron resentir el lecho, la lámpara y el espejo, porque aquel se desarmaba en el clímax sin entusiasmo de una aburrida gimnasia, la lámpara titilaba avergonzada del soso espectáculo de dos que duermen dándose la espalda, a medias saciados, después de haber cumplido con un deber conyugal, y el espejo se empañaba para no verse obligado a contemplar las podredumbres del tiempo y las traiciones de la realidad, en esa habitación de un apartamento de la clase media donde se velaba el cadáver opaco del romanticismo. Yo me había figurado que el amor iba a ser eterno. Pero por entre las junturas de los ladrillos del castillo de oro con antejardines de rosas y fuentes de leche y miel de las ilusiones, consagradas por el cura, se colaron las telarañas del aburrimiento, diseñadas por el diablo, y el tedio mezclado con el resentimiento de mi fracaso de poeta, de mi vida artística ofrendada en el altar de la estética moderna.

El almacén de lencería que nos habían financiado nuestros padres, esperanzados, quizás para compensar la hartura de los suyos, en que íbamos a realizar la rareza existencial de un matrimonio dichoso, al principio producía lo que necesitábamos para vivir, o en todo caso vivíamos mucho mejor que cuando iniciamos nuestra relación. Al casarnos, el plan era así de simple: yo trabajaría en el almacén, y él se convertiría poco a poco en el poeta que ambicionaba ser, cuyos versos, con mucha probabilidad, iban a restaurar la armonía universal del paraíso con una nueva música acorde con los tiempos. Pero nació la niña, los ingresos resultaron insuficientes para colmar su voracidad, y Lucas tuvo que conseguirse un trabajo como publicista. Estaba bien remunerado y en la agencia le permitían una cierta libertad en los horarios, pues la dirigía un amigo suyo, pero aun así no era feliz. Pensaba y decía que un hombre decente, y sobre todo si es un artista prometedor, no puede hacer del arte de mentir una profesión. La frase se le convirtió en un lugar común, en un clamor cotidiano, a veces espetado con un suspiro. Y una mañana, cuando repitió la cantilena mientras se preparaba para ir a la oficina, yo repuse como con labios prestados, sin querer queriendo, como se dice, reacomodándome, recuerdo bien, un rulo que amenazó descolgarse de mi frente obedeciendo a las leyes de la gravedad:
—A mí tampoco me hace muy dichosa que digamos lavar pañales todo el día y limpiar ventanas y cocinar papas. Pero así son las cosas de la vida.

Y qué va a pasar con mi escritura. Protesté con amargura. Me juraste que me ibas a ayudar a crear una obra. Nos juramos que nunca nos iban a arrastrar los hábitos sucios del matrimonio burgués en todo el mundo, que no nos dejaríamos arrollar por los roles tradicionales. Quizás deberíamos ser más ahorrativos. Dije. Pero ella había cambiado de parecer. Entonces estaba pensando que el mundo podía funcionar bien sin escritores. Y que la poesía no se come. Y que para eso habían inventado los dioses los sábados y los domingos, para que algunos hombres singulares jugaran a sentirse geniales y a refundar un mundo ideal, sobre el mundo que es.

Jamás me sentí tan mal, pero no pude contenerme, y dije lo que dije. Nunca lo había visto tan herido y humillado, con una herida que debió llegarle al centro del corazón, según los ojos que puso y el modo de inclinarse como si acabara de cargarlo con una cruz. Pero no me importó. Por mí podía morirse si se sentía mejor muerto. Además, lo experimenté como un triunfo del amor que yo creía merecer, mientras él gastaba los ojos en los libros en vez de mirarme como antes como a un animal precioso. Entonces, aún tenía poder sobre él, me dije. Ya no el poder de los mimos y las caricias, para reducirlo a la docilidad del niño bueno, sino el poder de lastimarlo y agobiarlo. No sé si esto explica la clase de monstruo de mujer en la que se me estaba transfigurando la esposa rendida que me había jurado representar para que él conquistara la inmortalidad de las enciclopedias y la atención de la posteridad.

El romance desembocó en la convivencia de un muerto cuya única función clara era trabajar para mantener el hogar desangelado, con una mujer semiviva batiendo una escoba perpetua, con un cuchillo de cocina en la mano babeando la sangre negra de un pedazo de hígado de vaca, con un pañal usado entre dos dedos como el hosco trofeo, como la recompensa de la paternidad bajo una apariencia húmeda y dorada. Comencé a faltar a la casa por las noches. Me enredé en un flirteo atrabiliario con una muchacha rubia de las tribus de los jipis que tenía unas tetas enormes y blancas surcadas por un sistema maravilloso de venas azules y que cantaba como un cucarachero en la acción y sonreía deliciosamente, dulcemente. Lucía se iba a dormir con los niños donde mi suegra (que además se había hecho a un apartamento en el vecindario) cuando yo comenzaba a demorarme, entretenido en algún hotelito de vendedores ambulantes. Otras veces la encontraba dormida, fundida frente al televisor hablando solo, al regresar a la madrugada. Lo peor era cuando había conseguido mantenerse despierta, porque entonces me recibía con un juego de reproches idénticos, siempre iguales, o intercambiables, y una cara atroz de virgen dolorosa embutida en una piyama de muchacho de lo más desestimulante, sin eficacia para salvarnos de la corrupción, y para descontaminar el afecto apestado.

Eres un egoísta. Le decía yo. Y Lucas siempre respondió del mismo modo y con el mismo talante: para las mujeres un hombre egoísta es el que no hace lo que ellas quieren. Lo cual, para ser sincera, me pareció irrefutable, no solo ingenioso, desde cuando se lo oí decir la primera vez. Y por eso me airaba tanto que lo repitiera. Nada nos duele tanto a las mujeres como que nos digan la verdad, y sobre todo una verdad que no nos atrevemos a reconocer y nos negamos a hacer consciente.

Ella poco a poco dejó de sonreír, para no hablar de reír, porque nunca entendía los chistes, por buenos que fueran, por ácidos que fueran. Yo trataba de mantener el buen humor, un adorno del carácter, herencia de mi padre, y a veces le contaba alguna anécdota graciosa, más que por divertirla, pues era imposible penetrar la coraza de ceniza, o por condimentar las sobras del matrimonio con una pizca de sal, porque ya había perdido la esperanza, por descargarme, por desencartarme, como suele decirse, pues sabía bien que un chiste que no se cuenta se nos pudre adentro y puede acabar en un cáncer o provocando una embolia de acuerdo con los sicólogos teóricos. A veces yo tenía alguna fiesta con mis colegas de la publicidad, un gremio frívolo, festivo y trivial, dado a los bullicios sociales, a la cual ella se empeñaba en asistir, y a la que yo debía llevarla al fin, como una carga, no como una compañera de juerga, porque inevitablemente se dormía, tocaran la música que tocaran, a las nueve en punto. Y mientras yacía como una flor marchita entre los cojines del sofá principal del anfitrión, y el jolgorio se extinguía por sustracción de materia, yo me emborrachaba como un cosaco y raspaba la fiesta hasta verle el fondo a la última botella, del pánico que me daba volver a la casa a dormir, ofreciéndonos los traseros, junto a mi princesa descompuesta, mi musa mustia, mi Julieta convertida en otro mueble del ajuar matrimonial, como la nevera o el exprimidor de naranjas. El brillo de la luna de miel era entonces una insensatez trágica sin que supiéramos por qué, a qué horas, o cómo se había metamorfoseado en eso. Y nosotros nos habíamos convertido en dos fantasmas.

Los tiempos que pasábamos en el comedor ilustran mejor la situación. Yo lo obligaba a comer las cosas que más detestaba, pollo hervido (el pollo siempre le supo espantosamente a pollo, según decía), brócolis apanados y las sopas dietéticas de mamá, que yo preparaba con obstinación maniática, aconsejada por la peor de las mujeres de la colección que guardaba en mí misma, o porque en venganza estaba dispuesta a ahorrar como él mandaba. Comíamos mirando al vacío sobre nuestras cabezas, como unos sonámbulos. Yo a veces contaba cosas de mi familia, no tenía nada más que contar, sobre los pormenores de salud de mi hermana la hipocondríaca, sobre mi sobrino que se iba a estudiar a los Estados Unidos, para llenar el silencio opresivo, que indigestaba. Y él ponía los ojos en blanco sin poder evitarlo. Por mi parte, cuando él hacía algún comentario acerca de su trabajo en la agencia, para contrariar el pavor del vacío a su modo, yo respondía con una exclamación, un ah, como el comienzo de un bostezo, o con una alusión al clima que declaraba a la perfección toda la importancia que me merecían las obligaciones que debía cumplir el pobre para llevar la comida de la casa y pagar el arriendo de la casa y los servicios de la casa. Y esas cosas de todas las casas. Ahora me doy cuenta. La palabra casa puede ser una palabra de lo más horrible, de las más funestas implicaciones. Un infierno a medio fuego y alquilado. Eso era la nuestra.

Al fin decidimos separarnos. Fue un octubre, después de una de esas discusiones que algunos matrimonios usan para saludar el día, que se dan con frecuencia en los matrimonios arruinados, y que son las peores porque envenenan el resto de la jornada. Al cabo, yo me atreví a pronunciar en un rapto de inspiración del que habría de arrepentirme, recuerdo bien que me estaba secando los pies antes de ponerme los zapatos: entonces separémonos de una vez, dije, sin mirarla, y pasaba una punta de toalla por las junturas de los dedos, harto de diminutos insultos mezquinos, de silencios escabrosos, desdenes ostentados. Y ella con una expresión indefinible, con un tonito de funeral y con un ademán indescifrable hasta hoy para mí, estuvo de acuerdo conmigo por primera vez en mucho tiempo: eso sería lo mejor. Creo que me estoy embobando con esta vida que pasamos. Esta es una relación malsana, morbosa. Mi mamá me dijo muchas veces que los poetas no son los más aptos de los hombres para llevar un matrimonio, que no me casara con usted, y no le hice caso. Y recogiendo la toalla húmeda que yo acababa de dejar sobre la cama, protestó: cuántas veces le he dicho que no me deje ahí la toalla. Y haciendo sonar los talones en el entablado, tensa la cabeza para parecer más alta, y chispeando los ojos, fue a la ventana, la abrió de un tirón que resonó en la persiana de aluminio y puso el trapo a colgar, lívido, sobre el patio interior del apartamento, y gruñó. Yo me defendí con un carraspeo, como si tratara de pasar por la garganta una medalla de hojalata recién ganada.

Así fue como decidimos separarnos. Él me prometió que no volvería a dormir esa noche. Y a mí me pareció bien que no lo hiciera. Y dijo que iba a mandar por sus libros pronto. Que era lo único que iba a llevarse. Y yo me alegré. Y oí que se iba citando, musitando, los versos reputados de un poeta francés que le gustaba mucho: sucio desdén, único alimento del matrimonio moderno.

Mientras me marchaba, descompuesto, maltratado, con esa desesperación que conocen todos los maridos de este mundo cuando sienten que se dan de bruces contra un muro insensible al cabo de un viaje prometedor en un barco de alfandoque, iba maldiciendo la vida. Tuve ganas de lanzarme entre las ruedas de los automóviles de la avenida frente a la universidad, como cualquier fracasado con un buen sueldo conseguido diciendo mentiras y casado con una loba.

Y sentí el portazo, odio los portazos, y me parece haber sentido algo como una liberación mientras él bajaba las escaleras hacia la calle. Es posible que también advirtiera la espinosa incertidumbre del futuro que nos aguardaba a los dos, y lo que me iba a suceder en castigo por convertir a un esposo en un animal sin sentido de su propia existencia, que ya apenas podía reconocerse cuando se miraba al espejo, tan extraño para sí mismo como si se descubriera de pronto, de la noche a la mañana, llevando una cola de disfraz.

Al salir del edificio de tres pisos, por esos misterios de la vida, tropecé con un viejo amigo a quien no veía hacía más de diez años. Un amigo muy inteligente y muy loco, un hipersensible de quien lo último que había sabido era que estaba dándole la vuelta al mundo después de un divorcio lleno de miserias y líos de abogados y densidades espirituales como las que yo iba sufriendo. Iba hablando solo, fumaba, igual que siempre, entrecerrando los ojos, semiocultos por una gorra de cuero, se desplazaba a zancadas como un camello. Su encuentro me distrajo del pútrido estado interior en que me encontraba, porque me sonrió con el sarcasmo que era su encanto, al notar mi cara de luto, y me preguntó qué me había pasado, y yo le dije que acababa de separarme de mi mujer, escuetamente, como si no fuera una catástrofe del amor, después de todo. Y como pidiera detalles, me explayé en mi desahogo. Y al término de mi memorial de agravios, Hernando Puerto solo dijo, con el cinismo que yo le conocía, y recordaba a pesar de los años, que los matrimonios ya duraban menos que los pañuelos de papel y que como los pañuelos de papel acababan en el vertedero y que los vestidos de boda resistían mejor el tiempo de las polillas en los roperos que el amor que los había cosido con sus agujas ciegas. Se ufanó de su retórica. Yo ya pasé por eso, añadió, triunfalmente. Si me hubieras pedido permiso para casarte no estarías en estas. Y apoyándose en mi hombro secreteó: yo ahora vivo curado del espanto de las mujeres, tranquilo y feliz. Y me contó que estaba probando una empresa en unos pantanales del Chocó, una plantación de cacao, e iniciando una tienda. Y con aire de aventurero curtido, acostumbrado a la procacidad, me dijo, pedagógico: cuando la carne me acosa, mi querido amigo, yo recurro a la única que ahora soporto, a la única que nunca se niega, ni me atosiga ni me hace reproches. A Manuela. Y soltó una bocanada de humo que veló sus dientes despedazados y mostró la palma de la mano derecha. Además, me dijo, necesito un socio. Para la tienda y para construir un depósito donde voy a acopiar los productos de mis vecinos, para después vendérselos a la compañía de chocolates de Tuluá. Es un negocio redondo. Y lo que siguió fue la pena por mi ambición, por creer como creía todavía que existen los negocios redondos, contra lo que me había enseñado un amigo pintor, cuando me dijo que el peor negocio es… cualquier negocio.

.Él desapareció un buen tiempo. Y como es natural, comencé a preocuparme. Llamé a la agencia de publicidad y me dijeron que había renunciado. Y pasó octubre y después vino noviembre, y pasó noviembre. Llegué a pensar que quizás le había pasado algo, y me comuniqué con la policía. Pero a la policía no le importó. Y dijeron que a veces los maridos desaparecían un tiempo después de una garrotera doméstica, pero que siempre volvían, según las estadísticas. Mamá me dijo que posiblemente se comunicaría con su familia si le sucedía algo malo. Y, además, que a mí qué me importaba. Estaba iracunda. Sí me importaba. Eso no se le hace a una familia. Desaparecer así es una canallada. Sin explicarse. Sin dejar una nota. Nada. Una maldita señal.

Así emprendí, para mantener alejadas las tentaciones de regresar, un negocio de antioqueño en el culo del mundo, en la hoya del río San Quininí, donde pusimos mi amigo y yo, mientras prosperaba el cacaotal y fructificaban los primeros palos, una tienda para el servicio de los colonos, bandidos enmontados casi todos, con deudas en los juzgados, y fracasados sin remedio, vencidos por las exigencias de la sociedad industrial, y para los indígenas de las comunidades vecinas sobrevivientes en ese agujero del mundo donde siempre estaba lloviendo. El diluvio no había pasado allá después de milenios, perdido el rumbo en esas abras laberínticas, daba vueltas en redondo, sin encontrar la salida ni el modo de calmarse. El cielo era de agua, de un agua persistente y oscura. La tierra, un pantano culebrero, viscoso y caliginoso, que quemaba la cara con sus vahos, y en la sopa caliente habitaban unos gusanos que irradiaban atónitas chispas azules en los crepúsculos de plomo. Todo estaba mojado allá siempre. La humedad se colaba en los maletines cerrados por entre los cierres de cobre e inflaba los libros. A veces, al abrir una camisa, florecía en un jardín de hongos o estaba agujereada por el mal de tierra. Uno allá acaba por olvidar que el sol existe. Y bajo la lluvia imperecedera solo queda un sentimiento: la resignación. Y la luna se convierte en una leyenda increíble. Y las estrellas en hipótesis fragantes.

No me iba a quedar esperando que apareciera. Solíamos pasar vacaciones con mi familia en San Bernardo del Viento. Los niños necesitaban descansar. Además, estaban angustiados por la evaporación repentina de su papá, supongo, porque permanecían sumidos en una perplejidad, en una atonicidad sin preguntas. Y antes de navidad, íbamos rumbo a las cabañas que mis hermanos habían comprado frente a una pequeña bahía, en el carro del mayor que lo quería estrenar. Me sentía relajada, consideraba que había hecho bien desatando el nudo de una unión que andaba renqueando. A veces me cogía un incierto remordimiento y me volvían a la memoria los buenos tiempos del noviazgo y los primeros años de convivir, relativamente felices a pesar de la pobreza. Y me dejaba coger por la nostalgia de las sopas de letras, de los huevos hervidos que alternábamos con los huevos revueltos, y de los espaguetis con atún y pan industrial y de los trajines de andar prestando plata para pagar los servicios y para comprar la leche de los niños y esas cosas. Cuando vivíamos en la casa del poeta Lemos, junto al basurero lleno de ratas, éramos más bellos, supongo, porque nos queríamos o pensábamos que nos queríamos y no nos daba pereza besarnos ni nos abochornaba estar alegres en medio de la inopia soberana.

Le cambiábamos a la clientela el cacao y el maíz que producían por pilas, sal, velas, y sardinas enlatadas. O ese había sido el proyecto. Me sentía como un nuevo Rimbaud entregado a la vida salvaje. En un corral improvisado junto al rancho miserable, criábamos una tribu de gallinas y cuidábamos un gallo imperial que producía gorgoritos de alarma cuando aparecía el gavilán entre las neblinas para que su descendencia implume corriera a refugiarse bajo las alas maternales de las hembras de su harén. Mis amigos me habían prevenido con Hernando. Era un demente, me dijeron. Pero a mí me simpatizaba y no encontraba nada anormal en su locura. Lo conocía muy poco, en verdad. Sin embargo, desde los primeros días pude darme cuenta de la situación en que me había metido. Mi socio era dado a los relatos autobiográficos descabellados. No paraba de contar su vuelta al mundo iniciada con una grave deshidratación en Cartagena producida por no sé qué desarreglo metabólico, y prolongada hasta las cumbres más secretas de los Himalayas. A veces las memorias daban una vuelta por Jerusalén o París y el personaje pasaba una temporada cosechando uvas en las antiguas tierras de los cátaros, pero siempre regresaba a Cartagena, para volver a empezar, con el cuento del dedo gordo del pie derecho que le supuraba. A veces añadía al relato una mujer que había olvidado y en cuyo recuerdo se enfrascaba demorándose, incorporando cantidades industriales de café negro de la olleta abollada, chupando el cigarrillo como si fuera un tetero, ensimismado en su cara de santo. Hay una pelea en un barco que transportaba venenos agroindustriales hasta la India, y resulta en un montón de marineros acuchillados. Hay una cárcel, de la cual consiguen escapar dos colombianos que lo llevan con él, porque su destino está marcado por el hallazgo de lo supremo. La cháchara insistente, repetida, mejorada con correcciones exhaustivas, le hacía la segunda al aguacero. Y cuando se cansaba de la literatura de viajes, de deshacer las andadas del capitán de su majestad de Inglaterra, Richard Burton, y del ruso Gurdjieff, llegaba lo que yo no le desearía a mi peor enemigo. Las clases magistrales de filosofía moderna. Entonces el hombre la emprendía con el pobre Sigmund Freud, subrayando que no era antisemita, porque sabía que yo estaba leyendo su obra sobre el chiste y su relación con el inconsciente, denigraba de Fernando González de quien sabía que había sido mi tierno amigo, y le echaba los perros del odio a Carlos Marx desde que advirtió que yo llevaba en el maletín la autobiografía de León Trotski. Con mucha frecuencia el crítico literario y filosófico, que además era irrefutable, y convertía las objeciones que yo a veces me permitía tímidamente en ofensas personales, extendía sus elucubraciones hasta el amanecer del día siguiente: porque también hablaba dormido, disertaba, discutía, peroraba, perorizaba. El hecho más lamentable por su propia índole material, es que pronto mi socio consumió mi aporte al capital de la empresa en un montón de asuntos personales. Canceló unas deudas viejas con el farmaceuta del pueblo lejano, se arregló los dientes que había perdido en un accidente de camión en Yugoeslavia, lo mejor que pudo hacer el tegua de El Naranjal, y aperó con lujo el único caballo que teníamos, un caballo que adoraba con unción religiosa y a quien había nombrado Jehová, aunque no era más que un táparo con el lomo ulcerado, cuyas llagas él trataba con emplastos de barro caliente según había aprendido en un libro sobre la medicina gnóstica de Samael Aum Weor. Le compró silla nueva, estribos de cobre, cabezal y un freno más dulce. La cháchara era obligatoria. No había manera de eximirse. El rancho que compartíamos era diminuto, un espacio de cuatro metros cuadrados, a lo más, y afuera siempre estaba cayendo el mismo aguacero, que me hacía sentirme preso en una cárcel con barrotes de agua. Negro. Inclemente. Tibio. El aguacero. Porque era un solo aguacero desde que llegué hasta que conseguí liberarme de mi adorable maniático. Adorable. Es la palabra. A pesar de todo. Yo le sigo teniendo cariño. Por algún componente masoquista de mi personalidad intrincada.

Lucas me contó, para que le perdonara la ausencia tal vez, o para hacerme sentir culpable y atraparme en mi arrepentimiento como en una jaula, lo que lo había hecho sufrir su amigo. Y juró que había hecho el sacrificio por nosotros, por mí, y por los niños, pues había puesto mucha fe en los nuevos cultivos chocoanos de cacao y en las oportunidades del comercio. Por eso, por nosotros, había aguantado el embrollo de la charla caudalosa, la verbigeración vibrante, que Puerto solo interrumpía por momentos infinitesimales, para echarse otro trago de café entre el pecho y la espalda caquéxicos y chupar el cigarrillo, de modo que hablaba como el Padre Eterno, envuelto en nubes de humo, y como un emperador de Abisinia impregnado de aromas africanos. Al comienzo incluso fueron interesantes las lecciones de geografía e historia económica, sus reseñas sobre las costumbres de los malayos, y sobre lo que pasaba en los bares latinoamericanos de París entre los refugiados políticos de Chile y Argentina, y los rodeos románticos para hablar, por ejemplo, de algún amor fugaz del poeta judeoargentino Leocadio Satz, que se enroló en el servicio de inteligencia del Estado de Israel y lo echaron al otro día porque para impresionar a una muchacha le contó lo que hacía. Ella también trabajaba para el espionaje judío y la enviaron para probar su resistencia y su capacidad para guardar secretos de Estado. Pero la pugnacidad, y la conciencia que quizás tenía de que Lucas era su prisionero, porque era imposible salir solo de esa cuchilla entre ríos encrespados, despertó en su amigo los peores instintos del sádico, contra los que ya había sido prevenido, de modo que rebuscaba en el conocimiento que tenía de Lucas, los puntos flacos, aquellos puntos por donde sabía que conseguiría irritarlo peor. A veces, haciendo de tripas corazón, Lucas se decidía por el aguacero, y se refugiaba bajo un arbusto de enormes hojas para descansar de los discursos y las teologías aprendidas y asimiladas por su amigo con un gurú de la India que encontró en Francia. El recuerdo del gurú lo exaltaba. Entonces se explayaba hablando sobre el yo auténtico, que no es el ego, y explicaba en qué consistían sus diferencias, y sobre el yo falso que se parece tanto al ego, pero que no es otra cosa que la vanidad, y terminaba explicando la realidad del testigo de todo, del testigo de los yoes y los egos, que es lo único que importa y lo único que quizás nos sobrevive. Ah. Su apología de Lin Yutang, la única veneración intelectual que le quedaba y cuya casa de vidrio rodeada de rosas había conocido en una visita a Nueva York, no era lo más fácil de aguantar en las teosofías del loco Puerto, y en el cúmulo de sus experiencias. Yo lo habría de conocer más tarde. Era un hombre tierno. Creo que su familia le compró ese cacaotal incipiente, en las lindes del mundo con la nada, para librarse de él. Fue lo que saqué en conclusión.

Al fin, el aburrimiento al lado de mi mujer me pareció el paraíso comparado con la exasperación que me producía la charla hipercrítica e hiperactiva de mi histérico socio, poseído por la desazón de comunicar algo que no conseguía explicar, aunque hablaba y hablaba y hablaba. Y al fin le propuse el mejor negocio que podíamos hacer en nuestras vidas encontradas. Estábamos en paz. Nada me debía. Podía quedarse con mi dinero. Siempre que me ayudara a regresar a mi casa abandonada, al lado de mi mujer y mis hijos. Para eso necesitaba, sobre todo, imperativamente, que me prestara a Jehová. No fue fácil convencerlo. El animal, dijo, estaba muy magullado todavía después del último viaje a El Naranjal. Y dónde se lo iba dejar. Yo le pagaría la caballeriza y lo dejaría a cargo del farmaceuta. Pero Puerto se resistió. Hasta que lo amenacé con denunciarlo por abuso de confianza. Entonces cedió y dijo que me acompañaría. Supongo que le resultaba cómodo tener cerca un par de orejas ajenas para depositar el poderoso desorden de sus ideas y el caos de su vida.

Cuando regresó a la ciudad yo andaba todavía en mis vacaciones. Y como estaba de ese ánimo cuando partimos, había cambiado las cerraduras del apartamento. De modo que no le quedó más remedio que esperar mi regreso alojado en un hotelito de mala muerte del centro, porque había botado sus ahorros en el montaje de la tienda en el vacío. Llegué en febrero cuando estaban ya por abrir el colegio de los niños. Y cuando nos encontramos, me dijo con un hilo de voz lo arrepentido que estaba. Y me pidió que lo perdonara. Pero yo estaba decidida a dejar las cosas de ese tamaño. Lo único que deseaba era vivir sola y además le había echado el ojo a un muchacho ceramista que tenía su taller cerca del almacén de lencería, al que le había añadido la línea de los animales de felpa que jamás pasan de moda como la ternura, haga el mundo lo que haga.

Hablamos sentados en mis muebles, pero en el que ahora era su apartamento. Hice una inspección a vuelo de pájaro del lugar bien conocido y ahora enajenado y vi que habían cambiado la disposición del dormitorio y habían arrumado mis libros en cajas de cartón en el cuarto del servicio detrás de la puerta del lavadero. Me inquietó un olor ajeno en el ambiente. Quizás de otro macho. Me invitó a un té ahumado con tostadas industriales. Yo le pedí, si tenía, un café. Pero ya no se tomaba café en esa casa, las costumbres habían evolucionado en mi ausencia. Me quedó claro, cuando me dijo, con frialdad, aquí el único que tomaba café era usted. Qué risa. Dije yo. Y qué crueldad para decir las cosas.

Algo sucedió en mí, lejos, en las geografías del alma y la memoria. Claro que no olvidaba los buenos tiempos del amor. Pero no sabía si querría repetirlos, ni siquiera si era posible. Me estaba enamorando de mi ceramista. Un enano con una enorme cabeza que hubiera hecho las delicias de Lombroso, me dijo Lucas cuando lo conoció, pero yo le tenía cariño, con protuberancias frontales y todo. Me irritó mucho que me hubiera preguntado por un libro de pornografía barata que me había prestado una amiga, una bruja llamada Leonor, una solterona que andaba detrás de mi hermano mayor, una que se masturbaba leyendo literatura barata, y quería inducirme a un vicio que yo jamás había practicado, porque prefería bailar. Y usted por qué anda metiendo la mano debajo de mi almohada. Le increpé. Tuve ganas de sacarle los ojos. Y él dijo, dócilmente, con una docilidad ofensiva, que había querido recuperar el olor de mi cuerpo en mi cama. Por poco me saca de quicio. Detesté su debilidad. Sus moqueos. Él decía que le estaban naciendo escamas en la espalda.

Sentí que la necesitaba. Esa noche en la cama alquilada del hotel donde me quedaba pensé en nosotros, en los niños, y me sentí morir. Mi vida había parado en un abismo de miedos. En un túnel de sombras. No podía dormir si no me empacaba antes una botella de vodka. No podía comer, porque se me cerró el gaznate. La lengua se me puso negra por la avitaminosis. Los médicos diagnosticaron un cáncer. La llamé de mañana, le rogué que me salvara, que no se hiciera culpable de la muerte del padre de sus hijos, pero ella, con la frialdad de una zarina rusa, me dijo que podía morirme si me daba la gana. Cuando la llamaba estaba siempre de salida, y no sabía cuándo podría recibirme. Me dijo que había conseguido un trabajo porque el almacén estaba en quiebra ya antes de irse de vacaciones, y los animales de felpa tampoco se vendían como había esperado. Me sentí como un guante. Como un caracol aplastado. Me pareció que me estaba creciendo la cola de los condenados al infierno. Ella dijo, más tarde, que así parecía.

Siguió llamando, pero yo también seguí en mis trece. La verdad es que me estaba divirtiendo con mi ceramista. Y los ruegos no hacían más que apartarlo de mi interés. Hoy no tengo tiempo, hoy no tengo tiempo, era el estribillo de mi canción negativa. Me desconocía a mí misma. Antes, un tiempo, disfrutaba su desgarramiento, ahora su dolor me hartaba como un dramón malo al que estaba obligada a asistir. Él me propuso que lo invitara otra vez a mi té ahumado. Le dije que tal vez otro día. Que dejáramos pasar el tiempo a ver lo que iba pasando. Estaba cayendo en el peor error de los maridos desahuciados. El asedio. Las mujeres somos así.

Empecé a rondarla como un asesino. Muchas noches amanecía frente al apartamento muriéndome de amor y de frío. Veía ondular su sombra detrás de las cortinas. Entraba en la cocina, el dormitorio, la sala, el comedor, seguía su espectro, con los ojos del alma, noches interminables. Ni siquiera los niños que amaba me importaban tanto. Y cuando apagaba la luz seguía sentado frente al edificio, vigilando su sueño hasta el despuntar del sol. Cuando tocaba, a la madrugada, ella abría la puerta, poniendo cara de sorpresa y me permitía desayunar con los niños y dejaba que los llevara hasta el paradero del bus del colegio. Y en vez de compadecer mi aspecto trasnochado, me conminaba a marcharme enseguida. Ya vio a los niños. Ahora, a la mierda. Un día le mandé un ramo de flores magníficas por la mañana. Y por la tarde la llamé con la disculpa de un libro que necesitaba, esperanzado en que el efecto de mis rosas me abriría las puertas cerradas de su corazón. Me dejó entrar, quizás tan solo para que las viera en el tacho de la basura de la cocina, ridículamente hermosas, trágicamente arrojadas entre unos hollejos de papa. Y entonces me rogó que retirara mis cosas cuanto antes porque necesitaba espacio. Y si reconsideramos todas las cosas, gimoteé, mirándola con un ojo y lamentando mis agonizantes rosas con el otro. Y si nos damos una segunda oportunidad, después de una hermosa, larga relación, después de un noviazgo tan bonito, después de dos hijos tan bellos. Pero ella había decidido para siempre. Le escribí cartas y cartas. Cartas de rabia, de ternura, de promesas, de recuerdos, de autocompasión. Me pidió que por el amor de Dios dejáramos descansar al cartero que quizás tendría cosas más importantes por hacer. Y al fin dejó de contestar al teléfono también. Yo estaba enloqueciendo. La lengua cada día estaba más negra, como la lengua de un zapato. Me ardía el paladar. Las encías comenzaron a sangrarme. Traté de rebajarla, de acordarme de que a veces tenía las orejas llenas de cerumen por la mañana, de sus reglas doloridas que le agriaban el genio, de sus charlas tan sosas sobre su familia, que era su único tema. Pero…

Era una mentira con faldas y yo no sabía. Mucho más tarde vine a darme cuenta de que no le había dicho mi verdadero nombre cuando lo conocí y que él solo vino a descubrir cómo me llamaba cuando ya nos habíamos casado, y que le había mentido sobre mi abuelo, sobre su profesión y su apellido, y hasta en la fecha de mi nacimiento. No sé por qué fui así, soy así. Tal vez no solo mentía, sino que me gustaba meterme en una vida inventada que además sabía hacer mía sin remordimiento. Pero en fin. Todos tenemos un misterio y ese es el mío. Vivir una vida superpuesta a la que me tocó. Y la gente nunca pudo ponerse de acuerdo sobre el color de mis ojos que cambia con la hora. El hecho es que me espiaba. Cuando iba a la casa, se ponía a dar vueltas como un sabueso, husmeándolo todo. Tendría algo de brujo. Porque se las arreglaba para encontrar las tarjetas que me escribían mis novios. El ceramista. Y el otro que tuve, un epiléptico que hacía derretir a todas las mujeres insensatas de la izquierda exquisita, uno que se dedicaba al secuestro y al asalto de bancos de barrio popular y guardaba los botines entre las cosas de los niños. Creí que íbamos a perder la razón. Yo de rabia de tener que aguantarme sus celos. Y él de desamparo.

Un día volvió, después de ausentarse una semana, e iba a estampillarle la puerta en la cara, pero él puso la cuña del pie, como un ladrón…

… y la obligué a que me recibiera. Y le dije mi última palabra: iba a suicidarme. Pero antes iba a incendiar la casa. Y el mundo, hasta el África. Probé la ternura, las lágrimas, ira, tristeza, ruegos, promesas y más promesas. Y acabé por caer en esa amenaza pueril de la aniquilación. De la que ahora me avergüenzo. Tantas tonterías por una enana capaz de tirar esas rosas tan bellas y raras y de decirme en la cara que la poesía no se come. Es obvio que no se come. Pero hay muchas cosas importantes en esta vida que no se comen y que también nos alimentan necesariamente.

Un lunes, el apartamento estaba abierto por la gracia de Dios. O del Diablo. Al entrar, sigiloso, oí correr el agua en el baño. Abrí con cautela la puerta. Y la contemplé un largo rato, mientras se enjabonaba y hasta bonita me pareció con el horrible gorro de plástico detrás del vidrio ahumado de la celosía. Me demoré mirándola, en silencio, conteniendo la respiración. Cuando por fin hablé, hola, se sobresaltó y el jabón escapó de sus manos de un salto como un perfumado sapo blanco. Y chilló. Ya era el colmo, gritó con voz desapacible… y entonces tuve la ocurrencia. Si me dejas hacerte el amor, te pagaré... Y dije una cifra de los tiempos. Ella golpeó el vidrio con la mano furiosa. Estoy desesperada. Dijo a punto de ponerse a llorar. Ni en el baño me deja tranquila. Voy a llamar a la policía, aullaba, voy a llamar a la policía. Pero no la tomé en serio, sabiendo que siempre estaba diciendo mentiras, aunque sonaran a verdades. Y subí la cifra. Y la seguí subiendo. Y mientras ella protestaba yo subía el precio muriéndome de deseo por ella, no sé, o esperando que si me daba la oportunidad de penetrarla reemprenderíamos juntos el viaje interrumpido del amor. Hasta que la cifra dejó de ser desdeñable. Para ambos. A mí no me importó, dispuesto a hipotecarme con el mismo Patas por volver a habitar el coño de mi Venus provinciana. Pero ella enmudeció, con un silencio largo, meditativo, y cayó, como yo esperaba. Desplazó la puerta corrediza. Venga pues, dijo, con tono de sargento, primero, y después de gata garosa, y yo ya estaba en cueros. Apartó las piernas. Enarbolé la espada, la acometí por debajo, la levanté victorioso. Pero, haya sido por la tensión del regateo, por la abstinencia, o de tanto soñar con ese momento, me disparé a destiempo, justo al entrar. Y entonces supe que hasta allí llegaban mis esperanzas de reconquista. Me sequé avergonzado el apéndice viril convertido repentinamente en una cosa de trapo. Me vestí de prisa, derrotado, me sentí como un saco vacío. Dejé en la jabonera del lavamanos la paga. Y desaparecí sin un adiós, compensando el fracaso con el sentimiento vengativo de haberla rebajado a puta.

Una empresa especializada recogió sus libros quince días más tarde. Hoy somos apenas dos amigos lejanos. Ah. Olvidaba decirte que me llamo Lucía. Pero la verdad, no sé cómo me llamo a estas alturas. Ni si él se llamaba Lucas. Voy a prepararte un café. O si prefieres el té ahumado… .