Tumba de indio es un libro que recoge crónicas de viaje por diferentes lugares de Ecuador y Colombia; estas tienen un estilo elegante, con una cadencia como de charla, condimentada con referencias eruditas y populares, como las conversaciones entretenidas. Echa mano de una amplia cultura y trae referencias de todo tipo que generan empatía con un lector curioso.
Las diferentes crónicas dejan ver un narrador ilustrado y curioso, interesado al tiempo en el fútbol y la literatura indigenista, en la arquitectura y los usos del país que visita; que no teme reírse de sí mismo ni poner en entredicho las propias ideas y experiencias.
Camilo Jiménez
Fragmento de "Nocturno Quiteño"
Cuando niño, no se me hacía simpática la vecina República del Ecuador. Quizá me molestaba el que, a mis ojos cándidos e iletrados, era su símbolo más visible: una bandera tricolor que se me antojaba como un plagio grosero de la colombiana. Sin embargo, tengo la sospecha de que mi aversión también bebía de una razón mucho más subjetiva: como mi tía monja, hermana de mi padre, trabajaba en una misión de ese país —o por lo menos lo visitaba con frecuencia—, yo lo asociaba con un destino gris y mojigato (¡allí habría cientos de conventos de mujeres con enaguas y miles de servicios de mesa en pasta verdosa!), y con el mismo desgano veía los souvenirs tejidos que ella nos traía desde Otavalo, así como las fotos con indios que saltaban de sus maletas. O quién sabe: posiblemente, lo único que ocurría era que Ecuador me parecía demasiado cercano y pequeño como para ser un país en el pleno sentido del término, y esa medianía me desanimaba. Los países verdaderos eran los que no tocaban con el mío, y una de las pruebas que soportaba tal noción era la pequeña inquina que también me inspiraba Venezuela, república visitada y colonizada por los vecinos simplones —ebanistas y electricistas quincalleros— de mi abuelo materno.
Fragmento de "Cuadros Cundiboyacenses"
Sobre los hombros de quien, hoy en día, se empeña en componer relatos de viaje, pesa el lastre de que Homero casi haya inaugurado la literatura occidental con la Odisea; y que en el último cuarto de hora hubiera quien, como Fernando González, escribiera Viaje a pie con el expreso propósito de filosofar. En virtud de tales antecedentes suele esperarse que la narración de un viaje esté preñada de una aventura magnífica —en pocas palabras, que el relato viajero sea al mismo tiempo un cuento o una novela— o de una reflexión particularmente reveladora sobre la condición humana. Se pasa por alto que cuando se viaja tienen lugar otros hechos y procesos, menos hilvanados y menos trascendentales en razón del principio azaroso que rige sobre la excursión, y que solo de modo excepcional cuajan las experiencias que suelen aprovechar los genios y los sabios. En la misma línea de aquellos que exigen a la narración el máximo de expresión, Marcel Proust, en Por el camino de Swann, plantea una disyuntiva aparentemente drástica y, claro, descorazonadora: creía que debía renunciar a su vocación de escritor por sentir que no tenía ningún “asunto filosófico” de qué ocuparse en una “magna obra literaria”, y en consecuencia sentía que debía optar por una vida activa y contemplativa en que todo su interés naciera y muriera en torno de “la silueta de un tejado o el matiz de una piedra”. Sin embargo, esa misma es la redención del relator de viajes que no se siente con músculo de novelista o de filósofo: entender que en lo que el viaje ofrece a la vista, sin premeditación alguna, yacen todas las revelaciones posibles. Iluminado por esa simple rebeldía tomé la pluma y quise, con tranquila fruición, hablar de los tejados y las piedras del viaje que hice con mi familia y un amigo —extensión legítima de la primera— por los departamentos de Cundinamarca y Boyacá en diciembre de 2013.