Álvaro Ortiz es un samario de dieciocho años que resolvió venirse a Medellín para estudiar Derecho en la UPB. Como buen observador, identificó pronto los puntos aledaños donde podía caminar seguro, ir al supermercado, cobrar la remesa que le envían sus padres o verse con sus amigos.
El pasado 10 de mayo, a las diez de la mañana, Álvaro fue a uno de los punto GANA, ubicado en la carrera 70, a reclamar un giro con el que pensaba comprarse un portátil nuevo, tan necesario en la universidad, y viajar ese fin de semana del día de la madre a Santa Marta.
Pero después de guardarse el dinero por varias partes de su cuerpo, muy prevenido, Álvaro fue víctima de un escalofriante atraco. "Yo iba por el Wembley de la 70 y paré un taxi para irme a mi casa; cuando abrí la puerta para decirle al taxista hacia dónde me dirigía, me estaba apuntando con un revólver; me dijo que me montara o me pegaba un tiro", dice Álvaro. Se subió inmediatamente.
El atracador era un experto. Le gritaba groserías y no padecía una pizca de nervios. Era moreno y delgado, con "cara de maloso" y el pelo con las famosas colas largas atrás. Después de adelantar una cuadra, cruzó a la derecha dirigiéndose al Parque de Laureles y frenó en seco. "Me dijo que le entregara el bolso y me sacara todo lo que tenía en los bolsillos". Álvaro obedeció en silencio. Pensaba que lo iba a matar. "Entonces luego me dijo que me bajara del taxi y me quedara de espaldas, ahí fue cuando más me aterré".
Así, de espaldas, Álvaro pensaba en lo joven que estaba para morir. Que seguro, después de matarlo, lo tiraría por Copacabana. "Tanto que quería hacer y apenas con dieciocho años", recuerda todavía asustado. En ese momento el taxi arrancó con rapidez.
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Álvaro se volteó, se tomó la cabeza con las manos intentando pensar con claridad. Habían pasado solo diez minutos desde que salió del GANA. Después de coger un segundo taxi, empezó a cavilar todo el asunto. Recordó cosas que en esos minutos de terror había percibido, como que el revólver era calibre 38 pero más grande de lo normal y que el vehículo estaba casi nuevo, de esos Hyundai i10 amarillo pálido y con vidrios polarizados.
Incluso vio que no tenía el tanque de gasolina muy lleno, pero aún así pensó que la muerte lo esperaba en algún paraje abandonado de Copacabana. El taxi no tenía taxímetro y el taxista venía escuchando vallenatos. Su victimario lo trató mal, pero no lo tocó. "Sé que las placas tenían los números 7, 1 y 4, con letras U, O, Q y P, pero no recuerdo el orden exacto".
El atracador se quedó con 400 mil pesos. El resto del dinero, por fortuna, seguía donde lo había repartido en su vestimenta. La billetera y el celular estaban a salvo. "Yo creo que ese día estaba en el lugar equivocado. A mí nunca me habían atracado en Medellín, pero pienso que ese tipo lo tenía todo calculado. Había salido de su casa a atracar".
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