| La primera vez que vi a Bernardo                 Ángel tenía un maletín de                 viaje en la mano y una pañoleta                 anudada al cuello. Recuerdo                 su rostro, viejo y joven: el cabello                 cano, el semblante muy tranquilo;                 su saludo sobrio, respetuoso, sin palabras.                 Lo seguía Lucía: así han debido entrar                 a todas partes desde las últimas tres                 décadas. Quedé prendado. Eran sencillos                 y afilados, de hablar rápido, curtidos                 de experiencia, en la plena madurez.                 Bernardo me pareció un monje que                 hubiese quemado sus hábitos… y su monasterio.                 Cuando Lucía lo conoció, supe                 mucho tiempo después, se dijo: "el teatro                 vive todavía". No conocía a un hombre                 que encarnara el actor puro, el "actor                 santo" del que hablase Jerzy Grotowski.
 
  Vi sus cuatro montajes más fuertes:                 La monja, Aúllan los lobos, Ni héroes ni                 mártires y Rumbo a las indias, cuatro                 obras emblemáticas. No las comprendí.                 Ni siquiera podía decir de qué trataban.                 Yo había visto y leído algo de teatro absurdo,                 pero esto ni siquiera era absurdo.                 Rompía toda linealidad. Cualquier clasificación                 caía por insuficiencia. Esto era distinto. ¿Teatro de la crueldad?                 Tal vez Artaud iba en La Barca. Se                 pronuncia apenas su nombre y el rostro                 de Bernardo Ángel se transfigura, adopta                 el gesto mefistofélico. "Sin un elemento                 de crueldad en la base de todo espectáculo                 —decía Artaud—, no es posible                 el teatro. En nuestro presente estado                 de degeneración, solo por la piel puede                 entrarnos otra vez la metafísica en el                 espíritu". Sorprendía que fueran tan desconocidos,                 aunque no en las viejas salas de                 Medellín, pues en todas los conocen.                 Pero su verdadero espacio es la calle. Y                 especialmente el Parque Bolívar, su escenario                 de los jueves, donde se han presentado                 durante veinte años. Los veo llegar                 con las maletas cargadas de utilería,                 no mucha, como para un viaje corto. Parecen                 inofensivos, cuerdos, nada raro                 en apariencia salvo por la pañoleta en el                 cuello de Bernardo Ángel. Ellos dos son                 La Barca de los Locos, un grupo de teatro                 anarquista, místico, callejero, que ha                 mantenido la pureza en su marginalidad                 durante tres décadas. 
 Llegan temprano a la rotonda del                 Parque Bolívar. A un lado algunos tipos                 juegan ajedrez y fuman marihuana, tiran                 perico. Frente a la rotonda unos pelados                 juegan cartas y se insultan. Es la                 colada huidiza y cambiante que tiene de                 fondo Lucía mientras hace su larga rutina                 de calentamiento. Bernardo en cambio                 no calienta de ese modo: hace algunos                 saltos con el lazo y ya está. El resto                 del tiempo previo está por ahí, absorto,                 esquivo, impaciente. Quince minutos                 antes de las seis de la tarde Lucía                 da una vuelta por el parque con un pito                 para atraer la atención. El pito alcanza                 todos los ángulos del parque. Bernardo                 bate el incienso. Geométricamente, sobre                 el escenario, recuerda su juventud                 de seminarista, cuando encontró su vocación                 por los misterios y por el teatro.                 El humo ya crea una atmósfera de liturgia.                 Muchas veces, viendo el mismo ritual,                 pienso que ángeles y seres de otras                 esferas atienden este llamado. Cuando son las seis en punto ya está cargado, y los tres actores se aproximan                 al centro de la rotonda. Hay seis velas                 instaladas en los márgenes del escenario.                 Ya han enrollado el letrero rojo                 que permanece en el suelo mientras calientan.                 Cuando Bernardo ha humeado                 todo, el grupo se reúne en el centro del                 escenario y todos gritan al unísono:                 —¡La barca de los locos presenta…!                 El grito espanta las palomas. Apenas                 hay algunas personas sentadas en                 la rotonda. Quien se deja atrapar por                 una obra de La Barca no puede zafarse                 fácilmente, acción y discurso confabulan                 para que eso suceda, apretándolo                 a uno contra sí mismo y contra la obra,                 que transcurre siempre en un solo acto,                 abrupto, convulsionado. A veces parece                 que las cosas comienzan, pero no hay comienzo,                 ni se anticipa el final, ni vemos                 en algún punto el nudo. Aquí el drama                 es la flor que estalla, al decir de Ángel.                 Nada de poéticas aristotélicas. La Barca                 es un diálogo abrupto, brutal, inhóspito,                 volcado ante el público indefenso. Va                 directo al inconsciente. Y al final, cosa                 rara, llueven los aplausos como palomas                 en desbanda. Nadie puede resumir                 la obra, el observador objetivo es aniquilado                 por la palabra hirviente. Trashumantes Los he visto presentarse en teatros,                 casas, bares, donde el grupo araña regiones                 distintas del inconsciente. Se                 adaptan a cualquier espacio, "nos hemos                 presentado hasta en cuatro baldosas", se                 burla Lucía. Viajeros descalzos por mundos                 desconocidos.               En lugares cerrados acostumbran                 siempre leer algún manifiesto de Bernardo.                 En el parque no leen el manifiesto                 pero lo reparten en fotocopias. Les                 llaman "manifiestos", pero son más bien                 poemas. En ellos no explica las obras,                 pero todos abordan la intrincada búsqueda,                 el complicado gesto. De pronto                 alguien, inocente de poesía, iletrado por                 completo, se encuentra descifrando cosas                 como: |  | "En  nuestro teatro los pies descalzos                 evidencian que  pisamos/ terreno consagrado                 por los dioses.../Inmolamos  el pasado               en el presente/ dado  que los mitos son glorias moribundas/                 Ideas que  envejecen con el                 hombre/ Rocío de vetustez en nuestra                  carnes.../ Improvisación de mundos.../                  Este teatro es acto ritual contra los poderes                 de la  muerte...               Agonía sobre el césped.../ Delirios                 que la locura otorga a sus amantes..." El  nombre del grupo hace referencia   a Boch, 'El Bosco', que pintó  bacanales   surrealistas siglos antes del surrealismo.   Habría que  hablar de los tesoros que han   encontrado por esas lides Bernardo y  Lucía:   una firme enemistad contra el sistema,   sin sutiles  concesiones de obsecuencia,   sin máscaras ni maquillajes (jamás   lo  usan). Requiere cierta pureza este exhumar   gritos enterrados bajo las  lápidas   de la carne. Nos devuelven la fe en que   el arte todavía  tiene mucho qué hacer en   las trincheras de la vida. Abandonarlo todo Lucía, exprofesora universitaria,                 exsocióloga, exciudadana. Abandonó                 esa vida por el teatro, y Bernardo                 abandonó el camino del sacerdocio:                 son dos renunciantes. Dio vuel                 tas por varios grupos en Medellín                 (el Taller de la Universidad                 de Antioquia, que después                 sería la Facultad de Teatro, el grupo                 de Bellas Artes), hasta que viajó a                 Bogotá con el fin de audicionar para                 el Teatro Popular de Bogotá (TPB).                 Allá mostró el monólogo del tabaco                 de Chéjov, una y otra vez. Como                 actor del TPB alcanzó alguna fama,                 corrían los setentas. Pero se aburrió                 de ese teatro mercachifle. Cuando                 lo dejó les escribió un panfleto en                 el que les decía "futuras momias del                 teatro nacional". Recorrió grupos                 montando a Peter Weiss, a Enrique                 Buenaventura, hasta que un día, en                 Medellín, unos muchachos, marihuanos,                 peludos, muy desadaptados,                 lo invitaron a dirigir un grupo.                 Bernardo Ángel les llegó con el texto                 de La Monja, sobre una religiosa                 que celebra extraños rituales frente                 a un cristo lenguaraz que se baja de                 la cruz. Fue el principio de un largo                 salto al vacío, que no termina.                 Kike hacía de monja, Bernardo llegó                 hacer de monja. Hoy día la hace                 Lucía. Pero la primera obra que sedujo                 a Lucía fue Ni héroes ni mártires,                 un drama de sombras vehementes                 con música de Wagner. Desde                 entonces han montado una veintena                 de obras, que barajan en el Parque                 Bolívar, para el gusto nada refinado                 de los espectadores.                 Algunos de sus actores han tenido                 una muerte trágica. Uno se colgó                 de un árbol frente a su madre. El                 otro se arrojó de un edificio. Kike,                 que navegó con ellos durante mucho                 tiempo, murió de sida. Otros                 han corregido su rumbo porque                 quieren tener uno y el teatro no lleva                 a ninguna parte. La locura  Los veo discurrir frente a la cámara                 en un breve documental: Otras voces,                 otras reconditeces, de 1999. Bernardo                 Ángel es un cincuentón de                 calva pronunciada, enjuto, con un                 bigote negro, el cabello cano y ensortijado                 sin cortar. Se revuelca por                 el patio de muros altos, de unos tres                 metros por tres, primer lugar de encuentro                 de La Barca, en la terraza                 del difunto Kike. Se anuda y se desanuda                 el pañuelo en el cuello. Camina                 de un lado para otro, vibrando                 con las palabras. Así es él, un torrente.                 Kike es un tipo calvo de bigotico                 hitleriano y risa fácil, con                 una ternura que mana de cada gesto.                 Había estudiado comunicación                 social. Desertó: era otro renunciante.                 Tenía el instinto del actor. Dice                 Kike: "descubrimos que nuestro camino                 era ese, no era el camino oficial;                 no era el teatro establecido                 y aceptado, era la locura". Y luego                 apuntala Bernardo, caminando de                 aquí para allá, tras recitar el texto                 de Edward Albee, Historia del zoológico:           "pero no una locura que estaba                 allende a nosotros, sino una locura                 que ya estaba incorporada en los tejidos                 de nuestra mente, de nuestras                 células, porque era la locura con la               que la sociedad nos había acunado". Cada obra es como un circuito                 eléctrico. A veces un espectador                 es llevado a escena y ellos lo zarandean,                 lo ponen y lo disponen haciéndolo                 partícipe de ese vértigo.                 Cuesta aterrizar, pero no siempre                 vale la pena. "¡La obra que dice algo                 no deja rastro, no razona y punto!",                 escribe Bernardo categóricamente                 en el manifiesto 215 (son cientos).                 En un pueblo de Antioquia una   vez un juez salió persiguiéndolos   con un cuchillo. Sus desnudos en   Fredonia (donde hicieron Aúllan los   lobos) hicieron que el cardenal López   Trujillo los descomulgara. En   España hasta se horrorizaron porque   actuaban descalzos y los censuraron.   En Venezuela una mujer   les dijo que iban contra la dignidad   humana. Otros han creído que son   brujos, que lo suyo no es el teatro   sino la magia negra. La madre de   Bernardo soñó una vez que el diablo   le decía:  —El alma de Bernardo es mía.   
 Llevan una vida de eremitas. No   fuman, ni beben, ni trasnochan.   Hacen yoga y caminan cuatro   horas todos los días. Bernardo Ángel   escribe en las cafeterías del centro,   en las bancas de los parques.   No para de escribir. Por eso   siempre hay manifiestos y poemas   y obras que acaso jamás sean montadas.   No concibe la vejez, intuye otras   vidas en las que siguió el mismo camino.   Jamás está satisfecho, a los 67   años ninguna certeza alivia su semblante.   O, tal vez, la certeza de la   nada. 
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