Número 45, Mayo 2013

La noticia llegó a Universo Centro en forma de queja: que la Alcaldía había cerrado las calles y los andenes que dan acceso a Barbacoas, la zona de tolerancia más reconocida de Medellín, una conquista de la población transgénero en tres lustros de agite, inseguridad y atropellos que ahora pierde legitimidad.

 

“A las maricas
nos quieren sacar de acá”

David E. Guzmán. Fotografía: Juan Fernando Ospina

 

Las dos mujeres lucen un top que apenas les cubre las tetillas. Sus cinturas son demasiado estrechas para las grupas que se amplían formando dos culos monumentales. Vienen de gancho por la acera de la carrera 49, a un costado del Parque Bolívar de Medellín. Caminan despacio, a la caza de algún cliente. Normalmente estarían paradas sobre la carrera Palacé entre las calles Bolivia y Perú, o sobre estas entre Palacé y Bolívar, pero desde hace varias semanas ese cuadrante está clausurado y en cuidados intensivos.

“No sabemos hasta cuándo”, manifiesta una de las chicas. “Dicen que en un mes vamos a poder trabajar tranquilas”, agrega la otra, y siguen su camino con un rítmico taconeo. Desde allí se divisa el hotel Milán con una decena de travestis alrededor de la entrada. Fue el único hotel de la zona que quedó por fuera del cerco policial. Son las tres de la tarde del sábado 18 de mayo de 2013. Un mes atrás, el viernes 19 de abril, fue el día cero de la intervención: la Alcaldía, con la Secretaría de Gobierno y la fuerza pública, se tomó este sector que hasta hoy controla las 24 horas del día mediante la restricción del paso vehicular y peatonal.

Según los informes oficiales, en la batida del 19 de abril hubo quince capturas, decomisaron trece mil dosis de droga, sellaron seis ollas de vicio que pasaron a procesos de extinción de dominio, clausuraron veintidós locales por incumplir la normatividad de higiene y seguridad, y hallaron 62 conexiones ilegales de energía. Con esta acción se obedeció la orden del presidente Juan Manuel Santos de acabar con las ollas de vicio en dos meses. Al viernes siguiente la Alcaldía llevó la “feria de servicios sociales”, donde se atendió a la población del sector a través de las secretarías de Salud y de Inclusión Social y Familia, el Sisbén, entre otras dependencias; también se hicieron arreglos de pavimento y limpieza en la calle del Calzoncillo, apéndice de la diagonal Barbacoas, foco máximo del ajetreo.

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Un señor con una bolsa negra avanza por Bolívar y sube por Bolivia hasta toparse con una carpa que tiene el logo de la Alcaldía; allí un policía bachiller revisa la bolsa y le requisa el torso, la pretina y las botas del pantalón. El hombre baja las manos y continúa su camino. No hay clientes en los negocios de comida y algunos están cerrados. Ningún policía sabe cuánto durará la intervención, pero aclaran que no es en contra de las trabajadoras sexuales, “solo que ellas se ven perjudicadas porque los carros de alta gama ya no las pueden recoger”. Los clientes de a pie tampoco se atreven a cruzar el filtro policial para acceder a sus servicios. La orden de controlar el sector y conservarlo libre de ilegalidad, vicio y explotación infantil se cumple a través de una medida desesperada y arbitraria: la clausura disimulada de un amplio sector del centro de la ciudad.

La zona está cercada por vallas metálicas y cuenta con cuatro fortines, cada uno con carpa y un manojo de policías a la custodia. Visto desde arriba sería un gran cuadrado que cerca cuatro “manzanas podridas”, una de ellas, el Calzoncillo, estrecha y en forma de codo, lo más parecido que tenemos al Caminito bonaerense. Los carros no pueden transitar, y cada persona que quiere hacerlo debe someterse a preguntas y requisa minuciosa. El sitio, que antes era una olla de fuego avivada por jíbaros, putas, drogadictos e indigentes y controlada por grupos al margen de la ley, ahora está vigilado y solitario como si en minutos fueran a demoler casas y edificios mediante una explosión controlada.

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Fotografía: Juan Fernando Ospina

Samanta llega al Parque Bolívar por el frente del atrio de la Catedral Metropolitana. Es transgénero y una de las líderes de esta comunidad. Lleva unas zapatillas de tela, un pantalón amplio, un morral a la espalda y el pelo sujetado hacia atrás con una diadema de pepitas azules y blancas. No está a gusto parada, dice que no quiere que le den várices todavía; se dirige a las escalas del atrio pero decidimos caminar por Bolivia hacia Palacé.

La calle está desierta. Samanta dice que los comerciantes también se están viendo perjudicados con la intervención, y asegura que van a poner una acción de tutela que proteja su derecho al trabajo, pues con el cierre las pérdidas de algunos hoteles, mercados y bares son millonarias. El cincuenta por ciento de las transgénero que vivían en hoteles de la zona han abandonado la vecindad. “Mira, debería haber unas cuarenta niñas, y no hay ninguna”, afirma Samanta cuando llegamos al cruce de Palacé con Bolivia.

Sobre la batida del 19 Samanta dice que hubo discriminación y vulneración de los derechos de los que ya goza la población trans. La comunidad transgenerista y la Personería han denunciado que quince policías irrumpieron en el hotel Majestic sin mostrar orden alguna, requisaron habitación por habitación y a las chicas les pidieron documentos y empezaron a tratarlas por sus nombres masculinos. Cuenta el administrador del hotel que ellas pedían que las llamaran por sus nombres femeninos, pero los tombos les decían: “es que ustedes son hombres”. “Para completar el cuadro de discriminación por parte de la Policía Nacional, las requisaron hombres, cuando es sabido por ellas que las debe requisar –cuando procede– una mujer. Cuando no abrían la puerta de las habitaciones los policías las abrían a patadas”, dice la denuncia de la comunidad trans.

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Fotografía: Juan Fernando Ospina

Pasamos el control y uno de los policías aborda a Samanta. Le pide el teléfono para que coordinen una reunión. Cruzada de brazos, Samanta le dice: “¿Con qué fin?”. El uniformado aclara que es el responsable del cuadrante en cuestión y está interesado en llegar a acuerdos. Anota el teléfono y en algún momento lo trata de hombre; Samanta, tranquila, le dice que hay que empezar por ahí, por reconocerlas como son. Luego de años de trabajo con las autoridades se ha concretado, al menos en el papel, una política pública LGTBI que propone un trato diferencial y respetuoso hacia esta población.

Caminamos por Palacé hacia la calle Perú. En una cafetería hay un par de señores tomando café. De repente aparece la única travesti que vimos dentro del cuadrante; solo va de paso, se detiene a saludar a Samanta. Es la India Catalina del desfile gay del año pasado; es alta, tiene la piel morena, el cabello negro, una tela que le cubre las caderas y unas siliconas redondas y pétreas. No parece afectada por el cierre; habla sobre los desfiles, dice que le gusta hacer desnudos artísticos, que el año pasado desfiló de “teta voliada”, pero que prefiere los desfiles de la capital porque aquí hay mucho tintineo de garrafas, humo y descontrol. La India, oriunda de Sincelejo, tiene calor, las gotas de sudor en el bozo la delatan.

Mientras avanzamos Samanta dice que su comunidad está aquí desde hace quince años, que crearon la vocación del lugar, y piden que esta sea su zona de tolerancia. Al lado del hotel Majestic, que está en remodelación, hay un fuerte olor a pescado. Bajamos por la calle Perú; el local “Las delicias de Olga” está ocupado solamente por sus empleados. “El mero sábado perdimos 400 mil pesos”, dice Olga, una cocinera setentona de delantal, mientras descarga un plato de sopa en la barra. Su hijo Norberto dice: “estamos muy afectados, aquí almuerzan las chicas, pero ya no pasa nadie”. Otra señora, encargada de un puesto de parva, dice que ha perdido unos 840.000 pesos en el último mes.

Diagonal a “Las delicias de Olga” está el negocio de Miguel, administrador de un arsenal de termos de café. Cuenta, con sus ojos enrojecidos por terigios, que el día de la intervención todos eran sospechosos. “Llegaron y cerraron”. Pero para él lo más delicado no es que restrinjan el tránsito sino que nieguen el acceso después de las siete de la noche. Miguel lleva 18 años trabajando en Barbacoas y está acostumbrado a que de vez en cuando caiga la ley a tratar de poner orden. “Tapan un hueco para abrir otro”, dice, refiriéndose a que las ollas de vicio no se eliminan sino que cambian de lugar.

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Hace poco el presidente Santos salió a relucir pecho y dijo que el 65% de las ollas del país estaban acabadas. Seguro el presidente contó las ollas cerradas en Barbacoas, pero habría que invitarlo a caminar unas calles más abajo del sector esterilizado, llenas de niños y jóvenes encargados de la venta de baretos de marihuana, papeletas de bazuco y perico. La repulsiva mezcla de olores se trasteó con los drogadictos a una zona que antes solo contaba con venteros de fruta, verduras y cachivaches.

Para Samanta el tema de las ollas de vicio es un pretexto para sacarlas del sector: “esta es la única olla de Medellín que está cerrada”. Recuerda que hace un par de años el nefasto Luis Pérez, siendo alcalde de la ciudad, acusó a la población transgénero de ser el motor de la delincuencia y la inseguridad en el Centro. Subimos de nuevo para salir del cuadrante y Samanta señala un edificio que contrasta con la arquitectura añeja de Barbacoas; es la nueva sede de la Fundación Universitaria Autónoma de las Américas, institución que hace unos años adquirió el edificio adjunto, donde se espera una próxima ampliación. “En esa época llegó el run run de que iban a hacer limpieza social porque los dueños de la universidad no querían que los estudiantes salieran y vieran travestis”, dice Samanta.

Estamos a unas cuadras del hotel Milán. Hay seis o siete travestis en la entrada, frente a una casa abandonada que luce una placa muy diciente: “Legión de María”. Samanta dice que no nos asustemos si nos mandan la mano. Risas. Hay dos de vestido negro, altas y anchas, recostadas contra la pared. Justo en la entrada hay otra de botas blancas hasta la rodilla y falda de bluyín. Algunas tasan las pérdidas entre 80.000 y 250.000 pesos diarios. Otra trans está sentada, hace carrizo, tiene un lunar redondito al lado de la nariz; habla despacio y dice que muchas chicas se fueron a trabajar a Bogotá y Cali. El 80 por ciento de ellas sostienen a sus familias y todas sienten que les están violando el derecho al trabajo, que las están desplazando, y, además, se saben engañadas porque les dijeron que la intervención sería solo por unos días. Por eso la Comunidad Transgenerista de Medellín presentó una acción legal para defender el derecho de los ciudadanos a la libre movilidad.

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Entre las travestis se destaca una por su aspecto varonil y su cola de caballo. Viste bermudas y camiseta verde, tiene en sus dedos una cusca que maneja con elegancia, se da una calada y dice: “A las maricas nos quieren sacar de acá”. No se sabe qué va a pasar, si seguirá la prohibición y la restricción o si reconquistarán su territorio. Primero las sacaron de Barrio Antioquia, luego de Lovaina, ¿le llegó el turno a Barbacoas? Por ahora, como dice la de bermudas, a las putas les toca salir y llevar a los clientes con lazo. UC

Fotografía: Juan Fernando Ospina

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