Número 45, Mayo 2013
Canta memoria

Canta memoria
Luis Alberto Arango

Me inicié como disquero en 1979. Mi bautizo fue un tour por la fábrica donde se hacían los discos de acetato. Polivinilo, PVC, era la materia prima esencial que llegaba en empaques similares a bolsas de cemento. Uno no imaginaba que después de su paso por unas tolvas como embudos y del proceso de derretimiento se convertiría en una torta blanda, y, luego de catorce segundos, en una preciosa hostia negra de treinta centímetros llamada disco.

Entre mis recuerdos la fábrica merece una especial atención por su magia y sus historias con banda sonora. Era un centro de ilusionismo, de sorpresas, una punción a la curiosidad. Sobre todo porque, como sucede con el cine y la fotografía, esos procesos (el movimiento, la imagen, la voz, la música) no eran fácilmente explicables a las mentes corrientes. ¿Cómo diablos se metían voces y letras en ese disco lleno de surcos? ¿Cómo era posible que luego de catorce segundos esa pasta blanda pudiera convertirse, con la ayuda de una aguja de diamante, en las obras de Beethoven o las canciones del Grupo ABBA?

Haber trabajado durante casi veinte años en el gremio disquero es tener en el mismo baúl un pregrado, una maestría y un doctorado en recuerdos: melodías, artistas, situaciones; un pedazo de gloria que viaja en el papel pautado de la música.

Una crónica de la industria disquera, tal como la conocimos las generaciones que sobrepasamos el sexto piso, podría empezar así:

Había una vez un sitio aparentemente insospechado en cada fábrica de discos; un recinto casi sagrado, serio, refrigerado y silencioso, que llamábamos La Cava. Así como suena. Una señora caja de caudales, dado el valor de las cosas que contenía: el patrimonio musical, las cintas que consignaban el paso del tiempo sonoro; en términos actuales, el disco duro. Grabaciones que incluso nunca salieron a la luz pública, surcos que reposaban gimiendo desde la entraña de una caja de cartón.

Desde aquella cava podríamos reconstruir, en la eventualidad de una tragedia, todo el catálogo circulante, un lenguaje vocal e instrumental. La parte nutricia está garantizada. Daríamos vida nuevamente a esa pléyade de artistas, y de pronto con sorpresas adicionales, pues parece una deliciosa aventura remover el tiempo detenido, jugar a la nostalgia y hacer combinaciones. Hubo una disquera rival que, en previsión de amenazas contra sus dueños o de un incendio criminal, duplicó todo su archivo y lo envió a una ciudad norteamericana para sentirse asegurada.

En esa galería que es la memoria desfilan músicos, cantantes, técnicos, clientes, procesos, dramas, jolgorios, llanto, todo el mosaico vital.

"Tú sabes a qué hora entras, pero no sabes cuál es la hora de salida", me dijo quien sería mi jefe en la entrevista de ingreso. Y en el momento siguiente lo comprobé. Si en algún lugar de trabajo se notaba lo vertiginoso, era en una casa disquera. El valor de "pegar primero" era superlativo en todas las áreas.

Ingresar allí en aquella década del ochenta era obtener el pasaporte a un manicomio musical, donde sonaba algo distinto en cada oficina y artistas de todos los géneros deambulaban por la fábrica.

"Lo que uno graba es eterno", me dijo Alexis Lozano como una sentencia, por allá en 1986, hablando de la creación de Guayacán Orquesta, recién separado del Grupo Niche, seguramente confirmando, sin proponérselo, el que se ha reconocido como el primer aforismo de Hipócrates: "El arte es largo, la vida breve".

Pero no eran breves para Rocío Dúrcal las noches de bohemia luego de sus presentaciones públicas o privadas, cuyo remate mañanero preferido, a manera de desayuno, era un Dry Martini con huevo, una combinación digna de chefs moleculares. Las excentricidades, en grande o en pequeño, son como tatuajes para la memoria.

Cómo no recordar que lo primero que hacía Helenita Vargas al entrar al estudio de grabación –un extraño recinto vedado a legos– era quitarse los zapatos y permanecer así durante toda la sesión para poder calentar su espíritu y afilar la ronquera que la hizo célebre.

Y hubo otra cantante, famosa y bella, de cuyo nombre no debo acordarme, que hacía sensual dejación de su panty para los efectos de grabación. "Me inspira, me hace entrar como en levitación", decía.

Ni qué decir de las locuras de Alfredo Gutiérrez, el tres veces rey vallenato, quien era capaz de subirse al escritorio de un ejecutivo de su disquera de turno para promocionar su última composición.

Las grabaciones de Lisandro Meza, el bullanguero compositor de música tropical, eran una fiesta: se instalaba durante una semana en el estudio de grabación, con su amiga de turno y buena provisión de whisky, a desgranar lo que serían apabullantes éxitos. Todavía recuerdo el adhesivo, distribuido por miles en la ciudad, con el nombre de su tema inolvidable, Estás pillao.

Pero no todo eran excentricidades. Otra cosa fue conocer personalmente a Lucho Bermúdez –tan sobrio–, nuestro preclaro compositor y clarinetista, director de la más famosa orquesta de música bailable durante décadas. En ese momento, cuando estar cerca de ese personaje era una quimera, la empresa de electrodomésticos J. Glottmann logró que viniera a Medellín para contar y dejar grabado, antes de cada surco, cómo y por qué había compuesto cada canción del disco que dicha empresa regalaría en diciembre de 1979.

 

También fue una magnífica experiencia y un honor, cuando vino a Medellín por allá en 1984, poder atender durante varios días al compositor e intérprete cubano César Portillo de la Luz, uno de los creadores del feeling, quien vino acompañado de José Antonio Méndez, autor del emblemático bolero Contigo en la distancia. Esperábamos a un irredento bohemio, pero nos encontramos a un juicioso profesional, buen tomador de café, de escasas pero atinadas palabras y con un dominio superlativo de la armonía guitarrística. "¿Quiere un trago de ron, señor César?". "No, gracias. Con un buen café basta".

José José, en cambio, un hombre de aspecto plácido y equilibrado, en nutrida pero privada rueda de prensa no solo habló de sus nuevas canciones, sino también de sus adicciones y de cómo había logrado la sobriedad. La procesión iba por dentro.

Dos recuerdos más desembocan en la memoria como colofón:

Uno, Miguel Caputi, un técnico de sonido sin título universitario conocido, quien estaba al frente de cuanto aparato con cables o sin ellos se habilitara para que no cesara la producción. Era idóneo, agudo y premonitorio. Cuando el compact disc era una rareza dijo que tenía un punto de saturación auditiva, y veintisiete años después el mundo del disco quiere regresar al acetato.

Dos, al fondo de un largo corredor, en la casa disquera donde había trabajado, la visión terrorífica de unas enormes canecas colmadas de lo que llamábamos cintas matrices, extraídas de aquella cava que cité al principio, ardiendo como herejes sin juicio ninguno, con el estúpido pretexto de desocupar un espacio y justificar un traslado a otra ciudad. UC

Este es el disco que la empresa de electrodomésticos J. Glottman regaló en diciembre de 1979, donde se aprecian las canciones de Lucho Bermúdez con sus respectivos comentarios de composición e inspiración

Lucho Bermúdez

 

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