Número 69, septiembre 2015

El recibo quedó en Foto La Industria en Bogotá. Era la única seña de un secreto nupcial y fúnebre al mismo tiempo. “Reclamen las fotos, es un recuerdo que les queda”, decía la carta de uno de los amantes suicidas. La historia y las fotos llegaron en las páginas de la crónica roja. El cuerpo de un hombre y una mujer flotando en la represa del Sisga eran material suficiente, pero además estaban las cartas, las fotos y un ramo de flores secas.
Beatriz González convirtió el retrato luctuoso en un colorido tríptico en el que la pareja parece cambiar de vestido. La obra ganó el Salón Nacional de Artistas en 1965 y ahora, en su aniversario cincuenta, se exhibe en el Tate Museum de Londres. Aquí, detalles de la historia de Antonio María Martínez y Tulia Vargas. Requiéscat in pace.
 

Los suicidas del Sisga
Jaime Aguilar

Al final de la tarde del lunes 21 de junio de 1965, un chofer que conducía por la carretera central del norte se detuvo frente a la alcaldía de Chocontá y aseguró haber visto dos cuerpos flotando en las aguas de la represa del Sisga; desde la distancia pudo distinguir que eran de un hombre y una mujer. El alcalde, el inspector, su secretario, algunos policías y habitantes del pueblo se trasladaron al lugar con el fin de rescatarlos. Pero ya estaba anocheciendo y por el peligro que significaba bajar del puente sobre el vertedero de la represa, aplazaron el rescate.

Aún con el aguacero que azotaba la región, a las siete y media de la mañana del martes, sujetados a una lancha, con ganchos, remolcaron los cuerpos hasta la orilla y en una playa que ofrecía facilidades fueron puestos en tierra. Allí mismo, el inspector de policía practicó la diligencia de levantamiento.

El hombre aparentaba unos veinticinco años de edad, era de contextura maciza, color trigueño, cabello castaño oscuro y lacio; un metro con 65 centímetros de estatura. Vestía pantalón de paño azul a rayas, zapatos negros, medias azules y camisa blanca de cuello, remangada hasta los codos. No tenía saco.

Un papá divorciado ha venido a darle el paseo al chiquito que vive con la madre. Se toman una foto chupando cono antes de devolverlo a su casa para que haga las tareas. “Ojalá no se olvide de mí”, piensa el papá, ya solo, en el taxi de regreso.

La muchacha debía tener alrededor de veinte años, poco más o menos de un metro con sesenta centímetros de estatura, bien proporcionada y de cabello castaño oscuro, ondulado. Vestía falda de paño negra, blusa blanca con encajes y zapatos negros de tacón bajo.

No se les encontró dinero, ni papel alguno que sirviera para orientar su identificación. No fue posible dictaminar a simple vista si presentaban huellas de violencia, distintas a la asfixia por inmersión. La muerte había ocurrido unos cinco días antes, y parecía posible la práctica de la necrodactilia.

En años pasados una camioneta había caído a la represa del Sisga y las autoridades buscaron inútilmente a las víctimas del accidente. Ahora, al contrario, aparecían dos ahogados y se especulaba que podría haber algún vehículo sumergido. Las autoridades solicitaron la designación de un médico legista para la práctica de la necropsia y dispusieron la inhumación provisional de los cuerpos en una bóveda oficial en el cementerio de Chocontá.

Dos dactiloscopistas llegaron en la tarde del miércoles. Algunas personas estuvieron en el cementerio. Un tractorista vecino de El Santuario creyó reconocer a los hermanos Gustavo y Rosalba Muñoz. Hijos del administrador de una finca cercana a la represa, Miguel Ángel Muñoz. Lo llamaron pero él no reconoció en los cadáveres a sus hijos, aunque no descartó la posibilidad de que fueran ellos. Muñoz se fue en busca de Gustavo y Rosalba. “Mi hijo debe estar en una finca cerca de Bogotá, y ella se encuentra en Suesca, en casa de unos parientes”, dijo Muñoz.

Los dactiloscopistas quedaron satisfechos con las necrodactilias. Realmente no eran muy nítidas, la descomposición en medio húmedo borra muy pronto las líneas, pero los técnicos creyeron haber obtenido base suficiente para un cotejo, si es que alguno de los dos, al menos el hombre, figuraba en los archivos del DAS o de la registraduría.

En la mañana del jueves fueron identificados como Antonio María Martínez Bonza y Tulia Vargas. La identificación se logró cuando se presentaron en el despacho de la alcaldía los hermanos José Manuel, Carlos Alberto y Marcelino Martínez Bonza. Se enteraron del hallazgo en el Sisga y pensaron que podía tratarse de un hermano suyo. El funcionario investigador recibió a los hermanos Martínez Bonza y con ellos se dirigió al cementerio. La prolongada permanencia en el agua ocasionó notorias modificaciones en los rasgos físicos. Antonio María fue identificado por la ropa y por un puente con casquetes de oro en la dentadura superior, además de la pista de sus cejas pobladas. También llegaron a Chocontá los familiares de la joven Tulia, dijeron que habían recibido en Viracachá dos cartas escritas en papel de luto. Ella era la muchacha que acompañaba a Antonio María el último día que lo vieron.
 
 

Los suicidas del Sisga

Beatriz González, Los suicidas del Sisga III, óleo sobre tela, 1965.

 
Beatriz González

 
 
Además del nombre, la sección técnica suministró los siguientes datos del varón muerto: estatura, 1.65; ojos, pardo oscuros; color del cutis, trigueño; instrucción, primaria; cédula de ciudadanía 17015243, de Bogotá; hijo de Andrés Martínez y de Paulina Bonza.

Antonio María vivía en Bogotá, en una casa del barrio Las Ferias donde hacía siete meses había arrendado una pieza por la que pagaba cincuenta pesos mensuales. Tenía algunas propiedades en Boyacá, y en Bogotá trabajaba como jardinero. Era un hombre de costumbres ordenadas y de naturaleza apacible y bondadosa. Para salir de la casa procuraba estar bien presentado, con su pantalón de dril limpio y planchado, de corbata y sombrero.

“Antonio María salió con Marcelino el 5 de junio para Boyacá. Regresó el sábado 12 con una joven que supe se llamaba Tulia”, recordó una vecina del inquilinato donde vivía. “Eran como las cuatro de la tarde. Él la presentó como su esposa. El señor Solano, el dueño de la casa, le dijo: Ahora sí como que se casó, ¿no?”.

En la pieza del barrio Las Ferias pasaron la noche.
“Volví a ver a Antonio María y a la joven al día siguiente, el domingo. Salieron hacia las doce del día. Supe que había vendido una bicicleta. A cada uno de los hermanos le dejó algo así como una herencia. A uno le dejó las herramientas, a otro la ropa, a otro algún recuerdo”.

Un mes antes fue hasta Santa Rosa de Viterbo, donde había nacido y todavía vivía su papá, y trajo a vivir con él a su hermano menor, Marcelino, y le enseñó meticulosamente el arte de arreglar jardines. Desarmó y armó su máquina podadora y le explicó la manera de limpiarla y arreglarla. “Con este oficio usted puede ganarse el pan mientras viva”, le dijo.

El señor Solano, dueño de la pieza que Antonio María ocupaba en el barrio Las Ferias, le entregó al juez del permanente de San Fernando unas cartas halladas poco después de haberse logrado la identificación de los cuerpos.

Cuando Marcelino y su esposa abrieron la pieza encontraron sobre la cama cuatro cartas y una cruz de flores blancas, ya marchitas, atadas con una cinta. En las cartas dejadas por Antonio María a sus hermanos, hermana, cuñado y sobrino, escribió: “Dios me iluminó este camino hace varios meses”. Y estima la fecha escogida para su desaparición y la de su compañera como la más feliz.

Las cartas iban en papel y en sobres con orlas y cenefas negras. Estaban fechadas en Bogotá, junio 12 de 1965. En ellas Antonio María distribuía sus bienes entre su padre y sus hermanos, especificaba la parte de las fincas que dejaba a cada uno, se excusaba por no haber podido tramitar las escrituras y pedía que no hubiera contrariedades en ese sentido: “Querida hermanita hágalo por caridad con mi alma, perdone a todos sus enemigos”. Se despedía en su nombre y en el de Tulia, pero no aparecía firma de ella. “Adiós, Adiós, Adiós. Nadie es culpable, no nos busquen”.

Oí leer una de las cartas. Iba dirigida a Marcelino, él le pidió a un niño de la escuela que la leyera, hablaba de un viaje, le decía que había vendido la bicicleta, terminaba diciendo: “Ahí le dejo la podadora, el rastrillo y las tijeras”.

Aparte de las cartas, y lo que dijeron el casero, los demás inquilinos de la casa y los parientes, había una foto.

Los periódicos de Bogotá publicaron una fotografía de la pareja en blanco y negro. Él lleva puesto un sombrero de fieltro oscuro adornado con una cinta, saco claro y camisa blanca; ella viste una gabardina y se cubre la cabeza con una mantilla de encajes. Pidieron al fotógrafo que los retratara con un ramo de flores blancas, como las que se usan en las ceremonias nupciales. Lo sostienen entre sus manos enlazadas.

En el periódico aparecen las imágenes planas, casi sin sombra. El espacio está dado por las pequeñas deformaciones y desplazamientos de los rasgos propios de este tipo de fotografía tipográfica.

El propietario del estudio, don Marco J. Suárez, dijo que la pareja había permanecido en su negocio durante unos quince minutos. Dejaron abonados diez pesos. En la carta que le escribió a Marcelino fue hallado un recibo de Foto La Industria en el que puede leerse una anotación escrita por Antonio María: “Reclamen las fotos, es un recuerdo que les queda”.

El domingo 13 de junio, día de San Antonio de Padua, obispo y confesor, Antonio María cumplía 26 años. A mediodía, cerró la puerta de la pieza y le recomendó al casero que le entregara la llave a su hermano Marcelino, cuando este regresara de Tunja. A esa hora las cartas enviadas por la joven Tulia a sus parientes de Viracachá ya estaban en el correo. Se marcharon. Él vestía pantalón de paño azul a rayas y camisa blanca, sin sombrero ni saco. Ella falda negra y blusa blanca, sin la gabardina verde que había traído el día anterior, ni la pañoleta blanca de encajes. Atrás quedaban las fotos, las cartas y un ramo de flores blancas. UC

 
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