El ruido vino del techo. Volteó la cabeza y miró el maletín sobre el nochero, al lado de la cama. Pensó levantarse y salir a averiguar la causa, pero desistió.
Tal vez eran meras ocurrencias suyas. Giró el cuerpo, abrazó la almohada y volvió a los esfuerzos por dormir. Afuera, luces multicolores explotaban en el cielo y se desperdigaban formando sombrillas refulgentes. De la calle llegaban voces exaltadas, música de parranda y estallidos de pólvora. Eventualmente una voz infantil gritaba: “A mí ya me trajo”, y luego se oían voces de niños que llegaban de varias partes acercándose al lugar del grito.
Pero el insomnio de él no tenía nada que ver con la bullosa alegría de afuera. La felicidad estridente de los niños recibiendo el regalo que habían esperado todo el año, no le impedía dormir. Tampoco eran obstáculo para su sueño el estallido de las papeletas ni el chucuchucu de los discos bailables. No lo habían vuelto a molestar los resplandores pirotécnicos que al principio de la noche se filtraban por la ventana. Media hora antes se había parado de la cama, había revisado el maletín comprobando la presencia de los billetes y luego había colgado una cobija gruesa de los clavos que sostenían la cortina. Asunto solucionado. La habitación había quedado en una penumbra inmodificable.
Además de la música guapachosa, otras músicas complementaban la algarabía externa. De una grabadora ubicada quién sabe dónde salía un villancico. El hombre aguzó el oído tratando de reconocer qué tema era. Pero el “ruido” irrumpió otra vez, en primer plano, opacando todos los sonidos de la calle. En esta ocasión se oyó claramente el resquebrajamiento de una teja. Entonces el hombre se tiró de la cama y alcanzó el nochero donde reposaba el maletín. Allí estaba su vida en billetes: el producto de veinte años de trabajo, organizado en fajos gruesos. Papeles verdes, al alcance de la mano, listos para ser tocados, conservados y quizás invertidos en algo seguro. Su pasado y su futuro dispuestos en hileras dentro del maletín. Pero en una ciudad, todos sabemos con cuánta facilidad cualquiera puede arrebatarnos el pasado y el futuro en un instante.
Sacó el cajón del nochero y tomó el revólver con las dos manos. Caminó hasta la puerta que daba a la sala y la abrió, tembloroso. La salida estaba iluminada por los focos intermitentes de un balcón vecino. Por la pequeña ventana ubicada en el techo, a manera de claraboya, sólo entraba la débil luz de la luna menguante. Todo estaba en completo orden. El hombre se quedó parado un instante escuchando el estruendoso silencio del apartamento en medio del jolgorio de la calle. Caminó de lado, con el revólver al frente, hasta llegar a la ventana que daba a la calle principal. Desde allí levantó el arma y apuntó al tragaluz esperando que el ruido se repitiera o que apareciera una figura humana dispuesta a meterse en el apartamento. No hubo ruido ni apareció nadie.
El hombre tomó varias bocanadas profundas de aire y se apoyó en el borde de la ventana. Miró hacia la calle para no sentirse tan solo y la respiración jadeante dejó un parche opaco en el vidrio. A través del parche observó las hileras de bombillos de colores en los balcones vecinos. Hombres y mujeres con pasos trastabillantes y botellas en la mano recorrían la calle abrazados, gritando incoherentes palabras de regocijo. En la acera de enfrente un grupo de niños apresurado se reunía alrededor del juguete vistoso de un hijo de familia madrugadora, donde la deidad decembrina se había adelantado. Volvió a ser consciente de la voz ahogada del villancico. Ahora lo reconoció: zagalillos del valle, venid; pastorcillos del bosque, llegad; la esperanza, la gloria y la dicha, ya vendrán, ya vendrán, ya vendrán.a Le traía recuerdos de la infancia. Ya vendrán, ya vendrán, ya vendrán, repitió en voz baja. Tratando de prolongar su estadía junto a la ventana buscó la procedencia de la música. La melodía salía de una grabadora maltrecha, puesta sobre la acera, en la casa de la esquina. Afuera de esa casa varias personas bailaban. El frente estaba lleno de serpentinas y en la ventana colgaban dos grandes adornos de icopor. Uno representaba a varios venados en gran carrera, arrastrando un trineo lleno de regalos. El otro era la figura, perfectamente moldeada, de un hombre alto, gordo, de barriga prominente, con un gorro rojo sobre su cabellera larga y blanca, y una barba abundante y esponjosa como hecha con espuma de afeitar.