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     Número 40 - Noviembre de 2012


ARTÍCULOS
Paisajes / En los interiores
de Buenos Aires

Guillermo Cardona. Ilustración: Alejandra Congote

Mi ventanal
El Porce
En los interiores de Buenos Aires
Retrato de lluvia urbana

Después de un largo, frío y oscuro invierno, llegó el día anunciado, el momento justo a partir del cual las cosas como que empezaban a mejorar y la temperatura a subir paulatinamente hacia el verano. Esa mañana el cambio realmente no era mucho y al menos yo no lo notaba, por el momento. De manera que me puse la camisilla y encima el polo y la chaqueta cortavientos y me terminé de envolver con los guantes, los calzoncillos largos y la sudadera impermeable, y salí con mi amigo Sergio Catera a nuestra habitual rutina deportiva que consistía en darle una o dos vueltas en bici a la Reserva Ecológica de la Costanera Sur.

Era 21 de septiembre, el día del advenimiento de la primavera en la región austral y motivo de una celebración sobre la cual yo no tenía noticia.

En virtud de una vieja tradición, en la ciudad de Buenos Aires y entiendo que en toda Argentina, el 21 de septiembre los pibes quedan libres de toda responsabilidad académica y escolar. No sé si la licencia la dan los padres de familia o los profes o el gobierno, lo cierto es que desde que salimos a Independencia, nos sorprendimos con la cantidad de colegiales y universitarios recorriendo las calles. No eran cientos, ni miles; eran millones.

Era la primera juventud porteña toda desfilando ante nuestros ojos.

Bajamos por Independencia hacia Puerto Madero pero no pudimos resistir adentrarnos en San Telmo y darnos un vueltón por la Plaza Dorrego y el Parque Lezama. Igual. Chicos y chicas por millares. La mayoría de uniforme. Los chicos de buzo enredado al cuello y las chicas con las falditas más cortas que pervertido alguno imaginarse pudo.

Y el viento. ¿No les daría frío? Parece que no.

Las falditas copaban la panorámica en las recovas del Paseo Colón, en la feria de artesanos de San Telmo, en la costanera y en la Reserva. Finalmente nos convencimos de que nuestro diario recorrido por sobre los escombros de todas las casas y conventillos y edificios que tuvieron que tumbar para construir la Avenida 9 de julio, ese día no iba a ser posible.

No había por donde caminar, no se diga por donde andar en bicicleta. De manera que nos devolvimos para los viejos muelles de Puerto Madero, a ver el sin igual desfile desde uno de esos depósitos convertidos en metederos caros de las dársenas, tomando Stella Artois. La ocasión lo ameritaba.

Yo a las argentinas las consideré hasta entonces algo desprolijas, como dirían ellas mismas; pero como extranjero obviamente estaba obligado a admirar y ponderar la particular manera de exhibir la belleza que tienen las porteñas, su sutil inteligencia, su proverbial mal genio. Y justo hasta ese día, yo estaba convencido de que los hombres eran más bonitos.

Me decían los que tenían por qué saberlo que las porteñas no le comen carreta a la publicidad de toallas higiénicas, cremas humectantes, shampoos, ropa, y por esa razón era raro ver anuncios de esos productos en televisión o en los muchos periódicos y revistas que circulan en la capital federal. No es que rechazaran la diversidad de la oferta. Simplemente preferían escoger a su antojo.

Ilustración: Alejandra Congote

Y el viento. ¿No les daba frío? Definitivamente no. Ni a mí tampoco.

Que las porteñas no le paraban bolas a la moda era evidente, pero en verdad se daban sus mañas para lucir sus atributos. Quedó en evidencia, para mí, ese primer día de primavera.

Las falditas volaban sin que ninguna mano caritativa las detuviera y así, cada nuevo envión de la brisa descubría tangas, calzones borde de olla, bóxers, cacheteros, pantys de todos los colores, de todas las texturas, de todos los precios, de todos los tamaños, los más ridículamente grandes y los más asombrosamente pequeños, un triángulo equilátero diminuto con la punta invertida apuntando hacia allá, donde vida, muerte y misterio se confunden.

Y unas piernas, y unas nalgas, y uno que otro ombliguito que descaradamente también quedaba por un momento al descubierto, terminaron por convertirse en paisaje, en un collage en el que cabían tatuajes, barritos rebeldes, lunares, cicatrices, artificios de lencería y algunos traviesos vellitos públicos brillando a contraluz, algo nunca visto en Buenos Aires, al menos para mí, hasta aquel 21 de septiembre de 2006, una de esas pocas ocasiones de las que me emputa no tener ni una foto.UC