Número 65, mayo 2015

Yagé
Ignacio Piedrahíta. Ilustración: Elizabeth Builes

Me escapo de las manos alegres del barrio que me quieren tocar.
Helí Ramírez

Ilustración: Elizabeth Builes

 

En los instantes anteriores a la toma sentí que escribir en mi libreta podría ayudarme a dominar la ansiedad. Si alguien pudiera tener en sus manos el original vería garabatos más que palabras legibles. Haciendo un esfuerzo por descifrar mi propia letra y modificando apenas los errores de escritura producto de una mano temblorosa, transcribo las anotaciones de ese momento.

***

“Siete y media de la noche, vereda Tamabioy del municipio de Sibundoy, Alto Putumayo. Un quiosco amplio, piso de madera, media luz. En el centro, un fogón de piedras apagado y unos bancos muy bajos a su alrededor, que allí llaman pensadores. Cerrando la disposición en herradura de los bancos, un altar hecho de una rebanada del tronco de un árbol, sobre el que se apiñan frascos con raíces sumergidas en líquidos transparentes, manojos de semillas y de yerbas, un cristo de plástico y otras imágenes católicas. Sobre los costados de la maloca, hamacas colgadas. Hace frío. He traído un abrigo adicional para la noche, además de cobijas para la madrugada. Otras personas que van a participar en la ceremonia se han ido congregando en silencio. Los imito al tomar una estera y extenderla detrás de uno de los pensadores.

En este momento entra el hombre que he visto desyerbando en el jardín del taita hace un rato: es bajo y delgado, de facciones indígenas y piel muy oscura. Lleva pantalones de paño y saco elegante sobre una camisa blanca, una vestimenta que recuerda a los típicos indígenas culturizados de tierra fría que aparecen en fotos antiguas. Crucé un par de palabras con él cuando le pregunté si podía pasar a conocer la huerta. Me dijo que podía vagar a mi antojo. Comencé a caminar con cuidado, pues en esas huertas está todo revuelto y no hay eras visibles. Había gran variedad de plantas pero solo distinguí la marihuana y la ortiga, mucha ortiga. De salida me encontré con el taita Juan y me preguntó por qué quería hacer la toma. No supe qué decirle. Me dio cierta vergüenza no tener un motivo trascendental más allá de la curiosidad por los efectos de la planta. ‘Esta es’, me dijo, acercándose a un bejuco que se enredaba fuertemente a los estacones de una cerca. No me esperaba ver allí el Banisteriopsis caapi, elemento esencial en el preparado del yagé, pues sabía que se cultivaba en tierra caliente. El taita me explicó que lo había traído hacía doce años del Bajo Putumayo y con suerte consiguió que prendiera. Toqué las hojas con respeto, como pidiéndoles que esa noche me trataran bien. Oscureció y en la casa del taita se encendieron algunas luces. El sonido de un clarinete salía de una de las habitaciones. Fui por mis cosas y entré al quiosco.

El hombre bajo y de tez oscura remueve las brasas del fogón y veo que aún queda lumbre entre los palos quemados. A la luz de esas llamas recién nacidas de las ascuas, calculo que el indígena debe tener al menos setenta años. Se me hace que es una de esas personas que aprendió a hacer de la humildad la mejor de las armas para sobrevivir. En este momento entra el taita Juan, ataviado con una corona de plumas de colores y un poncho tejido. El yagé no es de esta región, tampoco los accesorios del taita y menos los cristos sobre el altar. En la vida todo es mezcla y combinación, quien busca la pureza se decepcionará. La ceremonia va a empezar y tengo que dejar a un lado la libreta y el lapicero”.

***

El valle de Sibundoy está cerca del Macizo Colombiano. Lo había oído mencionar en el libro El río, de Wade Davis, quien lo define como “el sitio con mayor concentración de plantas alucinógenas del mundo”. No sabía bien dónde quedaba hasta que me encontré con el padre Campo Elías en el aeropuerto de Pasto. Él me identificó primero entre los escasos pasajeros. No estaba vestido con sotana ni con clériman y eso me despistó, aunque luego me dio tranquilidad. Tenía los rasgos de un indígena vaciados en un cuerpo de blanco; la voz suave y sinuosa de un agradable contador de historias. Cuando vimos desde un alto y entre brumas la laguna de La Cocha, y más aún cuando pasamos por el páramo de Bordoncillo, cubierto de frailejones, cuya luz radiante asomaba entre desgarrones de niebla, entendí que nos dirigíamos a un mundo aparte. Ya sobre el límite de la cordillera, abajo, se abrió de pronto la superficie el valle de Sibundoy.

La forma redonda del valle y su llana topografía se deben a que miles de años atrás este fue un lago apacible. En lo que debió ser el extremo occidental de ese lago está hoy el municipio de Santiago, el primero de los cuatro pueblos que hay en la planicie, junto a Colón, Sibundoy y San Francisco. Entre los cerros que rodean el valle, el de Patascoy, a 4.100 metros de altura, es el más nombrado, no porque antaño fuera sagrado para los pueblos indígenas, sino por la toma guerrillera del 21 de diciembre de 1997, en la que murieron diez soldados y fueron secuestrados dieciocho, un episodio en el que la guerrilla se preparó para varias horas de combate antes de encontrarse con una fuerzas del Ejército nacional exangües y desatendidas por Bogotá.

***

“Retomo este diario a las diez y media la mañana del día siguiente, en mi habitación, a donde me pasé a eso de las siete de la mañana desde el quiosco. Afuera suena un radio y las voces de niños que juegan. Por la ventana de atrás se ve la maraña verde de la huerta. A pesar de que no he dormido mucho, me siento sereno y lleno de energía. Lo que siguió a la llegada del taita fueron unas palabras pronunciadas por él a las doce personas que estábamos allí reunidas para la toma, sentados en los pensadores alrededor de la tulpa. Habló de los niveles de trabajo del yagé: síquico, físico y espiritual. Y de algunas posibles reacciones mentales y corporales. ‘Al momento de vomitar puede aparecer una serpiente que pide los fluidos, o tigres que hacen lo mismo’. Nosotros debíamos dejar pasar estas imágenes con la conciencia de que eran fruto de la acción de la planta. Dio instrucciones sobre dónde vomitar y cómo afrontar el paso del tiempo tanto en este trance como en el de la diarrea, pues algunos se quedaban dormidos en el baño.

Entonces, rezó un padrenuestro y procedió a pasar un líquido de una botella a una jarrita, y de esta última a una totuma, según la dosis para cada quien. Primero pasaron dos canadienses que, según explicó el taita, estaban en un tratamiento especial. Un fotógrafo bogotano contratado para tal fin les iba traduciendo. Luego fue llamando a los otros, a veces con la mirada, a veces por intermedio del ayudante de tez negra. Había un muchacho del pueblo de Colón que tenía una parálisis avanzada del rostro, a quien acompañaba una mujer voluminosa, quizá su madre. Cuando lo llamaron a él, la mujer preguntó si no había problema con que el chico estuviera tomando droga siquiátrica. El taita le dijo, al punto del enfado, que eso se lo debió haber dicho con anterioridad. De todas maneras le administró la dosis. La mujer se echó a dormir en una estera y roncó toda la noche”.

***

Al recordar al taita rezando el padrenuestro, se me viene a la mente la figura de la virgen católica con cara de indígena con la que el padre Campo Elías oficiaba su misa diaria, a la que asistían no solo colonos católicos sino indígenas que se encomendaban a Cristo. Esa mezcla de iconografías, o sincretismo, siempre se me ha figurado una manera de defender lo propio cediendo un poco en la adopción de lo ajeno. En muchos casos los indígenas que más se opusieron al credo español fueron exterminados sin dejar rastro, mientras los que se dejaron permear sobrevivieron. El uso del yagé por parte de las comunidades de las tierras altas de Sibundoy, es en sí mismo una adopción de un elemento ajeno —del Bajo Putumayo y el Amazonas— del que paradójicamente se han vuelto maestras y protectoras.

La inclusión de imágenes católicas en el ritual del yagé no es para nada reciente. En sus Cartas del yagé, escritas en los años cincuenta, el escritor William Burroughs describe una escena que se repite: “un altar de madera con una imagen de la virgen, un crucifijo, un ídolo de madera, plumas y unos paquetitos atados a cintas”. Sin embargo, no siempre costumbres ajenas son introducidas de manera inofensiva. El aguardiente en algunos taitas ha diluido la ceremonia de la toma hasta convertirla en fiesta pagana. Wade Davis dio con una experiencia de ese tipo en Sibundoy en los años ochenta, y a Burroughs le pasó lo mismo en el Bajo Putumayo: “el más incurable borracho, haragán y mentiroso de la aldea es invariablemente el ‘médico’”. Burroughs suele ser agradablemente tendencioso en sus descripciones, pero según él casi todos los taitas le pidieron aguardiente antes de la toma de yagé. Esa versión me la confirmó el fotógrafo bogotano que acompañaba a los canadienses en la casa del taita Juan, quien en sus muchos recorridos por la selva asistió con cierta tristeza a ceremonias donde a menudo “la toma terminaba en rumba”.

***

“En el momento de ingerir la bebida no me pareció de mal sabor, aunque es amarga y astringente. Cuando se completó la ronda vi que algunos se acostaban en la estera o en alguna de las hamacas a la espera del efecto. Yo permanecí en el pensador haciéndole honor al nombre del banquillo, pues minutos después me sumergí en unas cavilaciones trascendentales producto de la ansiedad por la llegada de las primeras señales. En el fondo, lo que temía eran las visiones. Me preocupaba que estas fueran excesivamente fuertes y vinieran hacia mí como una aplanadora. Buscaba algo o alguien que pudiera acompañarme en ese trance.

De un lado se me presentaba la imagen de un Dios benevolente aprendido durante mi niñez, y de otro, las imágenes de un universo infinito que respondía únicamente a sí mismo. Si pensaba en el primero sentía que me aferraba conscientemente a una ilusión, y si pensaba en el segundo venían a mi mente imágenes hermosas pero sin ese mismo poder. Intuía que necesitaba fundir esos dos pensamientos en uno solo pero no lo conseguía, y luego comencé a sentir que no tenía el valor suficiente para decidirme por uno de los dos”.

 
 

***

Ahora que releo mis notas me sorprende la relación de aquellos pensamientos con las palabras del poeta Allen Ginsberg, escritas después de una toma en el Perú en los años sesenta: “Dios sabe que no sé a quién dirigirme al fin cuando espiritualmente las fichas se hayan terminado y tenga que depender de mi propia memoria”. Y también la coincidencia, en sus palabras, con la imagen mental que tuve más tarde, en el momento del vómito: “me sentí como una serpiente vomitando el universo”.

***

“Las flores se siembran en luna llena. Los fríjoles de a dos o tres granitos al lado de cada árbol grande, para que se enreden en sus ramas: de tres árboles sale un bulto. Fríjol tranca, domesticado hace siglos por los indígenas del lugar. Jajañ es el término para la huerta tradicional en kamsá”. Estas líneas corresponden a la visita que hice el día posterior a la toma a la casa de Conchita Juajibioy y su esposo José Vicente Jajoy, a las afueras del pueblo de Colón. Estuvimos conversando un rato en el comedor y luego salimos a recorrer al jajañ, ubicado en el solar al aire libre en la parte de atrás. Conchita pertenece a la comunidad kamsá —o kamentsá—, que es considerada la primera en llegar al valle y establecerse allí. No se conocen con certeza los orígenes de esta etnia. Su lengua está resurgiendo después de siglos de que las diferentes comunidades católicas intentaran desterrarla en favor del castellano. Conchita cuenta que le prohibían hablar en su lengua en el colegio de las carmelitas y le hacían ver su idioma como algo indecente. Ahora hay escuelas bilingües para los niños. De otro lado, su esposo José Vicente es de origen inga, la segunda comunidad indígena que convive en el valle con los colonos. Unos dicen que los ingas son descendientes incas llegados un poco antes que los españoles como avanzada militar del imperio. Otros dicen que eran gentes de origen quechua bajo el mando del imperio inca. Las costumbres de ambos grupos, así como sus miembros, se han mezclado en muchos aspectos.

A Conchita llegué por el padre Campo Elías, quien después de contarme sus experiencias con la planta me dijo que ella era la persona indicada para orientarme sobre con quién tomar el “remedio”. Me recomendó al taita Marcelino, pero este andaba en Popayán administrando el brebaje. De ahí que, hablando con Wilson Pajuy Mutumbajoy, un amigo del pueblo, fui remitido al taita Floro. Tomé un mototaxi y fui hasta su finca a conocerlo. Tal como ocurre con la mayor parte de las tierras de los indígenas, la suya queda en la parte baja del valle, que no es la mejor porque se inunda con facilidad —muchas veces con aguas servidas de las fincas del piedemonte y los alcantarillados de los municipios—. En una especie de mástil de madera había dos guacamayas coloridas que gritaban sin cesar. Floro apareció con vestimenta de trabajo: camisa de manga larga, sudadera y botas de caucho. Me pareció un poco serio pero confiable. Me enseñó el sitio reservado para la ceremonia: una habitación con piso de madera y colchonetas para descansar. Sin embargo, me dijo que esa noche la toma sería en la casa de una familia, a quien se había comprometido a curar. Las familias del valle tienen esta costumbre de cura colectiva, que llevan a cabo más o menos cada año. Incluso los niños pequeños consumen el yagé. Después de la ceremonia volveríamos a descansar a su casa. La incertidumbre de esa noche en un lugar desconocido me hizo dudar, así que prometí confirmar más tarde. Fue entonces que decidí visitar a don Juan. Había visto su sitio en internet: una casa con plantas por todas partes y la promesa de un despertar más tranquilo. Fui a comprobar, me instalé y salí a dar una vuelta por el jardín, con el permiso del hombre de tez oscura, que más tarde haría de ayudante en la ceremonia.

Abrumé con preguntas al taita cuando me mostró el bejuco del Caapi. ¿Qué plantas se mezclan con él para dar con el bebedizo final? ¿Cómo y dónde se encuentran? ¿Cómo se prepara? El taita me respondió a medias. Ese conocimiento no se transmite de buenas a primeras, no porque el taita fuera desconfiado, sino porque el procedimiento puede ser largo y complicado. El yagé, también llamado ayahuasca —“zarcillo del alma”— en el Perú, no es comúnmente el extracto de una sola planta. Aunque no puede faltar el Caapi, hay varias decenas de otras hierbas que se mezclan con esta según las costumbres del lugar, la disponibilidad y en especial los efectos que se quieran potenciar durante la toma. El etnobotánico Richard Evans Schultes y el químico Albert Hoffman listan en su libro Plantas de los Dioses 28 variedades de aditivos. La más importante de estas yerbas es la chacruna (Psychotria viridis), pues sus hojas contienen DMT, la sustancia visionaria propiamente dicha. Puesto que en el cuerpo humano hay una enzima endógena llamada monoamino- oxidasa (MAO), que desintegra esta sustancia antes de que entre al sistema nervioso central, es necesario el Caapi para que inhiba esta protección por medio de su alcaloide harmalina, y deje el camino expedito para que el alucinógeno ponga a viajar al cerebro a lugares inexpugnables, a veces incomprensibles y, en algunos casos, difíciles de aguantar para el paciente.

***

“Retomo a las diez de la noche del día siguiente de la toma. Mientras mi cabeza estaba envuelta en pensamientos trascendentales, una sensación de calor comenzó a concentrarse en mi frente y, minutos después, vinieron las náuseas. Salí del quiosco al patio empedrado y sentí que también necesitaba el inodoro, y enseguida estaba tambaleando, borracho, con las manos en la cintura como un jarrón vacilante. Avancé unos pasos y caí de rodillas. Sudaba por todo el cuerpo y traté de desabrocharme el saco, pero un centelleo de luces me lo impidió y me dominó por completo. Tenía frente a mí ya no la oscuridad del muro de árboles del jardín, sino una visión de rectángulos amarillos limitados por bordes negros, que a su vez formaban dobles pirámides en todo mi campo visual. No sé cuánto tiempo duró esta visión, pero no fue mucho, segundos o minutos.

Entré de nuevo al quiosco. Cualquier imagen que venía a mi cabeza representaba una pequeña historia que discurría desperdigada en el espacio. Eran como ensoñaciones que tenían continuidad y danzaban en el recinto oscuro que se abría frente a mí, que nacían y se esfumaban en mi imaginación. Fueron largos momentos placenteros que poco a poco se fueron desvaneciendo. El taita nos ofreció una segunda toma. Esta vez la bebida me provocó el vómito mucho más rápido. Busqué las visiones en el cielo estrellado de las primeras horas de la madrugada pero no aparecieron por ningún lado. No hubo una reacción diferente al mareo. Anduve entre el pensador y la hamaca intentando deshacerme de la borrachera, hasta que sentí unas fuertes náuseas y corrí al exterior. Esta vez sentí que vomité verdaderamente desde adentro, dos veces, con fuerza. Entonces, me figuré que era una serpiente expulsando mi propio veneno. Esta visión, al igual que la de las luces, fue efímera. Levanté la cabeza y vi al ayudante del taita que recorría la oscuridad con un sahumerio. Se detuvo a mi lado y me hizo varios pases con la ollita incandescente. Sentí el calor en la piel. Me dijo que ya era el momento de la limpieza y que todo habría terminado por esta vez. Pasaron varias personas antes de que me llamaran. Había que sentarse en ropa interior en una silla frente al taita. Este hizo sus cantos, sus soplos con tabaco, pasó varios ramilletes de hojas por todo cuerpo, haciendo ademanes que pretendían sacar del alma toda impureza. Mientras tanto, abanicaba con las hojas y golpeaba suavemente la piel desnuda. Luego sentí que pasaba por mi cabeza un ramillete del que se prendían mechones de pelo. Entendí que se trataba de matas de ortiga cuando estas comenzaron a recorrer todo el cuerpo rayando, cortando, lacerando. Supe que tendría que aguantar hasta que el taita decidiera dar fin al tratamiento. El dolor terminó por dibujar una sonrisa en mi cara. Pensé entonces en la pregunta del taita sobre el motivo de mi toma, y se me ocurrió que podría ser la preparación para ser padre de un hijo, algo para lo cual me estaba preparando hacía tiempo, y que aquel justo momento era el símbolo de esa condición: una felicidad que podría llegar a ser dolorosa. Eso me dio más fuerzas para aguantar. Después, por fin, el taita se detuvo y me frotó con un aceite que iba sanando al pasar. Vinieron más soplos y golpes con hojas inofensivas hasta sentir mucho frío, que luego, al vestirme, se convirtió en una placentera sensación de calidez.

—¿Sí purificó? —me preguntó. Yo asentí en la penumbra.

Fui a acostarme sobre la estera. Aun me sentía mareado pero al mismo tiempo con una indescriptible sensación de placidez que desembocó en sueño. Desperté a las siete de la mañana y me fui a la habitación para seguir durmiendo. A pesar del trasnocho me sentía lleno de energía y decidí ir a dar un paseo por el río. Nada me importaba sino las piedras y el sonido del agua. Un afluente del río Putumayo que pasa unos kilómetros más adelante por el costado del valle. Me acerqué al agua y tomé una piedra pequeña que cabía en la palma de mi mano. Era blanca con puntos negros. Algunos de estos puntos, mirados con cuidado, revelaban una forma alargada parecida a diminutos fosforitos dispuestos en desorden, sumergidos en la matriz cuarzosa de la piedra. Esto significaba que en un magma fundido bajo tierra se habían cristalizado primero los minerales negros libremente, y que luego el líquido blanco se había solidificado a su alrededor, acomodándose a sus formas delicadas. Ese viaje personal en el tiempo geológico se me reveló de pronto más vívido y colorido que nunca”.

“He pasado el día con sobrada energía vital. El taita me ha dicho que mañana me sentiré doblemente fuerte. No tengo sueño, pero sé que dormiré profundamente cuando decida hacerlo”.UC

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar