EDITORIAL
CCCP
Hace un año diplomáticos norteamericanos asignados a la embajada en La Habana comenzaron a sufrir extrañas pérdidas auditivas. Dieciséis de ellos tuvieron que regresar a su país para exámenes y tratamientos especializados. Se habla de “lesiones auditivas y ligeros daños cerebrales”. Lo mismo pasó con algunos diplomáticos canadienses que cumplían funciones en Cuba. En mayo de este año Estados Unidos expulsó a dos funcionarios de la embajada cubana en Washington como represalia a posibles ataques sónicos contra sus hombres en La Habana. Las armas son todavía una especulación según los científicos que se niegan a dar declaraciones sobre lo que parece un viejo juego de espías. Los periódicos hablan de dispositivos que envían ondas inaudibles, menores a veinte hertz, y pueden causar daños en los cilios receptores del oído interno. Sea lo que sea los diplomáticos medio sordos solo tienen en común haber compartido oficinas en La Habana. Cuba ha dicho que “jamás ha permitido ni permitirá que su territorio sea utilizado para cualquier acción en contra de funcionarios acreditados ni sus familiares, sin excepción”. Y para demostrar que la retórica oficial es indiferente a la ideología ha prometido una “investigación exhaustiva, prioritaria y urgente”.
Luego de más de tres años de distensión en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos los rusos han comenzado a sonar como una posibilidad por debajo de los veinte hertz. El manto misterioso de La Habana, diplomáticos más sordos que Raúl Castro, armas invisibles, espías que vienen del frío. Todo parece viejo y fascinante. Y el malo de la película monta su caballo, descamisado, en medio del invierno ruso, disfrutando de sus días libres en la dacha. Recordando sus tiempos de jefe de la KGB, cuando esas letras eran más peligrosas que el DDT y el LSD juntos. Pero el ruido más preocupante no está en Cuba, isla de grandes experimentos, sino en Washington y sus despachos, en el Congreso y las salas de redacción, en el FBI y la CIA, en las logias partidistas de Estados Unidos. La Cabal tenía razón. La Unión Soviética todavía existe, y según parece ayudó a ganar, ya con la guerra más que fría, una importante batalla electoral el 8 de noviembre pasado.
Los apellidos rusos comenzaron a aparecer en los periódicos y las renuncias se hicieron inevitables en Washington. El primero fue Michael Flynn, exgeneral, hombre clave en la campaña y asesor de seguridad del gobierno Trump durante solo un mes. Salió por mentir sobre sus reuniones con funcionarios rusos durante los siete meses anteriores a la elección del presidente. Se ocultaron apenas dieciocho contactos, llamadas y correos electrónicos con funcionarios rusos, incluido el embajador en Washington Sergey Kislyak. Hablaban del clima y de las últimas del hockey. Durante la investigación en el senado, Flynn ha decidido acudir al silencio que le garantiza la quinta enmienda de la constitución gringa.
Siguió el despido de James Comey, director del FBI, que tenía indicios sobre la bonita relación entre el Kremlin y la Torre Trump. La cita que selló el destino de Comey fue cara a cara en la Casa Blanca. Trump lo sentó frente a una pequeña mesa oval de paño verde y le dijo con su aire de jefe inmobiliario: “Necesito lealtad, espero lealtad”. Comey se quedó mirando al presidente y sacó el orgullo de sus dos metros tres centímetros: “No me moví, ni hablé ni cambié mi expresión facial en el incómodo silencio que siguió. Simplemente nos miramos”. Ya en la despedida, cuando Trump insistió con la palabra lealtad, Comey terminó con una frase digna de los mejores libretistas: “Siempre tendrá mi honestidad”. Al día siguiente de la salida de Comey, el presidente Trump apareció en las primeras páginas de todos los periódicos luciendo su sonrisa al lado de Sergey Kislyak, el abotagado embajador ruso en su país. Muchos recordaron los abrazos fraternos y risueños de Fidel y Khrushchev.
El turno siguiente fue para el fiscal general Jeff Sessions. Las conversaciones del embajador Kislyak con sus jefes en Moscú mencionaban algunas charlas suyas con Mr. Sessions, en este caso hablaban de la candidatura del futuro presidente. La campaña presidencial parecía tener mucho del magnetismo entre esos dos polos. El deshielo, según la palabra usada hace treinta años. Mientras tanto hackers rusos — no todos pueden ser ecuatorianos— apuntaban contra 122 funcionarios electorales. Sessions se marginó entonces de su lugar como fiscal en la investigación relacionada con la “traga rusa” de Donald Trump. Al señor presidente no le gustó ese abandono y lo dijo por el desfogue tóxico de Twiter: “Esta es la mayor caza de brujas a un político en la historia americana”. La cacería quedó en manos de Robert Mueller, quien ganó estrellas en Vietnam, participó en la acusación a Manuel Antonio Noriega, y dirigió el FBI entre 2001 y 2013, dedicado a guiar el miedo luego del 11-S. Todo Washington aplaudió el nombramiento mientras Trump tronaba contra Sessions por hacerse a un lado: “Francamente, creo que es muy injusto para el presidente, y ese es un término suave. ¿Por qué asumes una labor y luego declinas hacerlo?”.
Lo último ha sido para el yerno Jared Kushner, el esposo de Ivanka, quien se ha convertido en un Secretario de Estado adjunto, el hombre para hablar informalmente con México, Israel y Palestina. Kushner ya es investigado por sus al menos cuatro reuniones con personajes cercanos a Moscú. Primero dijo que hablaron sobre niños huérfanos, temas humanitarios, al final reconoció que también se habló sobre temas importantes respecto de una campaña presidencial en desarrollo. Con el embajador Kislyak habló solo un minuto, según dijo en su declaración ante la Cámara de Representantes. Los rusos son de pocas palabras, sobre todo en la mañana.
Caen las estatuas de los confederados en las universidades de Estados Unidos, mientras Putin se ríe escondido detrás de las estatuas caídas de Lenin y Cía.