| En 1980, cuando el fin de siglo era algo tan distante e incierto como el juicio final y la mafia algo que ocurría en la Guajira o en libros sobre Al Capone, Medellín era todavía una ciudad tranquila. Salíamos de la U por Barranquilla y caminábamos por Prado o por Juan del Corral o por la carrera Bolívar. Cualquier camino conducía a Roma. Nos sentábamos un rato en las gradas de la Metropolitana y alguien sacaba de la mochila una botella de brandy y a mí todo se me parecía a un poema de Octavio Paz en el que también había unas gradas y muchachos y muchachas festejando los días sin gloria de la juventud. A las siete de la noche Roma ardía. Eran tres bares. El Suave, un garaje ubicado en la carrera Bolívar, cerca a Residencias Aruba; La Bahía y El Oro de Múnich, contiguos uno del otro, con una sede del Partido Comunista separándolos. Ambos quedaban en Zea, entre Carabobo y Juan del Corral. A mí me gustaba mucho El Suave porque fue el primer bar de salsa que conocí en Medellín y porque la gente se las arreglaba para bailar en un espacio tan reducido, sobre todo cuando ponían El Carretero o Llorándote o el Sonido Bestial… Todos éramos felices y no sabíamos cómo, pero siempre había cerveza y Lucky y Pielrroja sin filtro. Por esos días el poeta había ganado el Premio Nacional de Poesía y entraba al pequeño bar con su pequeño séquito. Afuera, en la acera, donde siempre había más gente que adentro, se tomaba cerveza, se leía, se bailaba. Muchachos y muchachas que uno veía en las cafeterías de la universidad o en la biblioteca, estaban ahora vibrando con la música, o hablando de Castaneda, o leyéndose entre ellos poemas de Rimbaud o de Antonin Artaud. También se hablaba del poeta. Unos decían que sus poemas eran puras imágenes que éste sacaba de las gavetas de su escritorio y las iba pegando. A mí me gustaban sus poemas y años después, cuando el país se volvió una pesadilla, recordaba estos versos "Alguien suelta sus pájaros oscuros desde las secretas cámaras del palacio" como ejemplo del carácter premonitorio de la poesía.
 
 
    Cualquier día compraron todas las casas de la carrera Bolívar porque lo del gran robo iba en serio — Medellín tendría Metro— y El Suave lo pasaron para La Paz, en la calle donde quedaba la Lavandería Real. Fui un par de veces y saludé a don Suave, el dueño, quien me reconoció a pesar de que hacía tiempos no me veía. Uno se podía hacer en la barra, conversar con él, y, entre cerveza y cerveza, pedirle un tema; incluso, llegó a ocurrir que alguna vez nos fiara una ronda de cerveza, a nosotros, unos estudiantes que nunca tenían dinero y que lo único que hacíamos era festejar los comienzos de nuestra primera juventud. No me gustó el local y mis visitas se hicieron esporádicas hasta que finalmente dejé de ir. Años después lo vi, viejo, con semblante de persona enferma, y me contó que estaba sufriendo de diabetes, que su hijo mayor ahora atendía el negocio, ubicado en Colombia, por los lados del Éxito. Recuerdo que me dijo, rememorando esa época, que muchos de los que iban a su negocio eran hoy profesionales, que a veces se los encontraba y lo saludaban con alegría. Lo decía con orgullo, como un padre cuando habla de los logros de sus hijos.
 Adonde sí íbamos, casi todos los días, era a la Bahía y al Oro de Múnich. Si estabas en la Bahía te dabas una vuelta por El Oro, así le decíamos, a saludar a un amigo, o viceversa. Los viernes, desde las seis, empezaba a llegar la gente, y a las siete la calle estaba totalmente llena. Había corrillos de muchachos y muchachas de pie, sentados en la acera, bailando, conversando. Una muchacha que escribía poemas húmedos, damnificada de El Suave, iba de corrillo en corrillo con su culo de negra, aunque no era negra, y su voz sensual, resbaladiza. Todo, un simple saludo, un comentario sobre el mal tiempo, le salía en verso libre, y cuando nos hablaba, atrapados en esa atmósfera de sensualidad, alguien se propasaba en las caricias, pero ella seguía, de corrillo en corrillo, hasta que llegaba a la puerta del Oro y se repartía en abrazos y besos por las mesas buscando su objetivo. Era como ver un documental de la National Geographic sobre la vida salvaje.
 Parece que al poeta le gustaban más   estos dos bares, aunque creo que más El Oro, porque siempre que recuerdo   esos años lo veo saliendo o entrando o simplemente sentado en una mesa   con sus amigos. Debió ocurrirle lo mismo que a todos: fue al Suave,  que  quedaba justo detrás de La Bahía, y no le gustó tanto como el  garaje,  sintió nostalgia y prefirió los otros dos. ¡Uno se pone a tirar  memoria y  los recuerdos están tan enredados…! Por los años en que El  Suave  quedaba en la carrera Bolívar la gente decía —ya vuelvo, voy a  dar un  vueltón— y se iban para La Bahía o para El Oro a ver si  encontraban a un  amigo o a una amiga. |  | 
 Fue en El Suave que vi por primera vez a una  muchacha mona de cabellos ondulados, estudiante de medicina. Trato de  recordar quiénes eran sus amigos, con quiénes se hacía, pero todo lo veo  borroso. Siempre aparece en mi recuerdo bailando, con un pantalón  blanco, de tela ligera, moviendo sus amplias caderas y siguiendo la  letra de la canción que, en mi recuerdo, siempre es El Carretero. Equis,  un muchacho de Artes con el que hice amistad en esa época, me dijo que  una noche habían salido de La Bahía y ella lo había llevado a la casa  donde vivía con otras amigas y se la había comido desde antes del alba  hasta el amanecer. Equis me contaba y yo por dentro me reía porque no le  creía. Es divertido cuando alguien te cuenta algo que tú sabes que es  mentira y no le dices nada, lo dejas hablar, y quisieras preguntarle  cómo le fue con esos pedos cerveceros que uno se tira en las mañanas  después de una noche de rumba. Dejé de verla y no me extrañó porque la  gente a veces se iba, emprendían largos viajes por Suramérica. Un día  supe que se había suicidado, lejos, muy lejos de aquí. También  iban los poetas surrealistas, que en la época de El Suave no sé si eran  ya surrealistas o se estaban volviendo, pero que en los tiempos de La  Bahía y de El Oro, estoy seguro, ya lo eran. Tenían una revista en donde  publicaban textos suyos y de los grandes maestros del surrealismo,  textos que yo no entendía por mucho que los leyera. A mí la poesía me  parece un género difícil de entender, tiene uno que estar en vena para  poderse conectar, y, por eso, por no estar en vena, pierde uno la  oportunidad de disfrutar textos que seguramente a otros les parecen  buenos. Por ejemplo, el día que leí por primera vez El perro sin plumas  me conecté inmediatamente con ese poema, no lo entendí de una manera  explícita, pero mientras lo leía, era como si estuviera viviéndolo. Ese  día estaba en vena. Recuerdo a los poetas surrealistas con sus largas  mochilas, sus bufandas, unas veces en El Oro, otras en La Bahía,  bailando con muchachas que no sé si eran surrealistas como ellos o  simplemente amigas, y tarareando Oriente, de Henry Fiol, entre pase y  pase. A veces los veo desde las ventanillas de los buses y se ven  jóvenes, como si la Escritura Automática los preservara del paso del  tiempo. Tanta  fiesta nos cansaba: —qué pereza esos bares— decíamos. Pero era mentira.  En la noche estábamos sentados en una mesa llena de cerveza, algunos  cantando, otros bailando, o celebrando a un filósofo de Magangué que en  un poema sacó a pasear al Imperativo Categórico amarrado de un lacito  como si fuera un perro. Eran los días del M-19 y desde hacía mucho  tiempo se escuchaban cosas sobre Pablo Escobar, el MAS, Carlos Léder…  Recuerdo mucho a un muchacho barbado que le resultaba muy atractivo a  las mujeres, muy amigo de Salazar, el hoy alcalde. Iba con su mochila,  desaliñado, con el cabello largo pero no tanto y con una camisa  leñadora. Es muy probable que, camuflados entre tanto estudiante (Había  una sede del Partido Comunista entre los dos bares) también hubiera  tipos, o tipas, de los organismos de inteligencia del Estado. Lo cierto  es que un día en la universidad aparecieron pedacitos de papel en los  baños, en los pasillos, en los salones, con la imagen de ese muchacho,  y, bajo la foto, la palabra desaparecido. Se hicieron marchas, y a ellas  asistían estudiantes, profesores, familiares del muchacho, y hasta las  meseras que atendían en el Oro, pero nunca más se supo de él. Se llamaba  José Mejía. Cuando desaparecieron al estudiante, ya, desde hacía mucho tiempo, yo no iba a los bares. Quizá lo que he escrito no sea real, puede que otras personas recuerden cosas diferentes. El único vehículo que tenemos para llegar al pasado es el lenguaje y este todo lo altera. Ocurre aquí lo mismo que con el Principio de Incertidumbre de la física cuántica. Nunca sabremos por dónde andan los recuerdos, cuando queremos atraparlos el lenguaje los desvirtúa, los falsea. Tan imposible como ubicar la posición de un electrón.   
   |