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     Número 36 - Julio de 2012


CAÍDO DEL ZARZO
Paulicéia Desvairada (1)
Elkin Obregón S.

  
Conocí en Sao Paulo a una muchacha, estudiante de periodismo, fresca y vivaz y bonita, como tantas brasileras, cariocas o no. Se llamaba Elaine, y era una paulista de tiempo completo; una vez me comentó, sin dar mucha importancia al asunto, que nunca había visto una vaca; las conocía, claro, gracias a la ayuda de películas, fotos, láminas o pinturas. Pero jamás se había topado frente a frente con una.

Pasado el primer asombro, me incliné a justificarla, porque recordé mis escasas visitas a la terraza del edificio Italia, uno de los más altos de esa “urbe infinita”, donde hay un restaurante, visita obligada de turistas. Desde sus amplios ventanales, divisa el observador una intrincada selva de concreto, vidrio, acero y niebla, donde la vista se pierde sin hallar límite alguno. Una selva que, aparte de abrumar, contiene y colma, ad infinitum, todas las necesidades humanas: ofrece templos, museos, universidades, librerías, puestos de revistas, shopingcenters y tiendas de barrio, cines, teatros, restaurantes para todo bolsillo, burdeles, pornoshops, moteles, hoteles, variados parques, enormes, medianos y pequeños; incluso uno o dos parques zoológicos, ricos de faunas: leones, tigres, jaguares, gorilas, caimanes y cocodrilos, serpientes, pero nunca vacas. Y, por último, el Museo de Historia Natural, donde sí las hay.

  
CODA

Han convertido en símbolos de paz a las palomas, gallinas presuntuosas inventadas por Picasso y Belisario. Este cronista votaría por las vacas (“la dulcísima vaca”, dice en alguna parte García Lorca), con sus grandes ojos llenos de asombro, con sus cuernos inútiles. Como segunda opción, las lagartijas, criaturas bendecidas por el silencio.

(1). Algo así como Sao Paulo delirante; título de un libro de poemas de Mario de Andrade, gran escritor venido de la provincia, y quien, ya en 1922, supo ver lo que se le venía encima.UC