Número 52, febrero 2014
CAÍDO DEL ZARZO
 
Circos terrestres
 
Elkin Obregón S.

El circo es antiquísimo (China, Grecia, Roma), pero sólo en la Inglaterra del siglo XVIII vino a consolidarse como hoy lo vemos; ojalá por mucho tiempo, porque una de sus magias es que, triunfalmente obsoleto, se niega a morir, así hoy le prohíban elefantes (varios circos mostraban al auténtico Sabú montando el elefante), tigres, aves y hasta monos (varios circos incluían a Chita, la amiga de Tarzán).

Leo en un aviso de prensa que los hermanos Gasca montaron carpa en Sabaneta. Como siempre que miro avisos de ese tipo, me prometo ir. Como siempre, no iré. Mi relación con los circos es desde hace mucho platónica. Pero los amo, sobre todo si son terrenales, si no tienen tres pistas, si no inauguran juegos olímpicos. El último que vi fue en Mompox; luces más que precarias, volatineros que luego se travestían en payasos, muchachas gordas, con celulitis, dos o tres perros sabios. Es mi mejor circo.

Y lo mejor del circo, al menos para mí, son los payasos. Al menos para mí, no se concibe esa carpa llena de prodigios sin sus maquillajes bizarros, sin sus narices rojas, sin sus zapatones absurdos, sin sus lagrimones de utilería. Fellini les hizo un precioso homenaje, en su película Clowns, que pocos recuerdan. Muchos han sido celebridades mundiales, como el suizo “Grock” (médico en sus ratos libres), o el catalán Charlie Ribel, siempre mudo, como el mejor Chaplin. Torpe la leyenda, antigua de siglos y reforzada entre otros por Leoncavallo, en su ópera Pagliacci, según la cual tras la máscara del clown se esconde fatalmente un hombre melancólico. De niño presencié un número circense en el que un corcel espléndido recorría al galope la pista, montado por un payaso de enorme peluca y traje estrafalario. Pronto nos dimos cuenta de que aquel personaje era un chalán de primer orden, por la seguridad de sus maromas y piruetas sobre aquel caballazo imponente. Lo que nadie pudo sospechar —por eso el redoble final de aplausos— es que al terminar su actuación el payaso se despojara de súbito de peluca y afeites, dejando ante la platea la visión magnífica de una mujer, muy joven y muy bella, dueña de una larga cabellera rubia y de una sonrisa radiante. No había en ella melancolía alguna. Claro que no era hombre.

 

Elkin Obregon

 
 
CODA

Murió el 1º de enero el maestro Jesús Zapata Builes, gran músico, creador e impulsor de estudiantinas y de grupos vocales, divulgador, gestor, mecenas, siempre inquieto, siempre curioso, siempre generoso. Ni una línea mereció su muerte en la prensa escrita, ni una mínima mención en la radio. Fue un hombre muy noble, muy limpio de alma. Sabía admirar, sabía emocionarse. Su muerte no duele, llegó a ella sin pena. Tampoco duele el silencio de los medios, porque no se nombra lo que se ignora. UC

 
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