Número 52, febrero 2014

El crucero de las ratas
Roberto Palacio. Ilustración: Elizabeth Builes

 

 
Ahora mismo, mientras pongo los puntos sobre las íes de esta oración, y seguramente aún en el momento en que llega a sus ojos, en la mitad del Atlántico Norte, en algún lugar entre Canadá e Inglaterra, flota a la deriva entre mares de leva y aguas arremolinadas o quietas como un espejo, vaya uno a saber, un crucero de fabricación checa y tamaño mediano atestado de ratas caníbales llamado el Lyubov Orlova. Parece una historia de terror, un reporte amarillista y brutal, pero cada palabra de la oración anterior, durante cuya redacción la nave fue llevada por las corrientes unos metros más hacia las islas británicas –viaje del que ha completado dos terceras partes, o al menos eso se cree–, es verídica.

Hace mucho que nadie la ve, no porque se oculte en dimensiones paralelas, sino por desidia y repugnancia en esta dimensión: ¿Quién querría hacerse cargo de una embarcación de cuatro mil 250 toneladas, infestada de lo más cercano a la peste bubónica que conocemos? La nave se perdió durante una tormenta en altamar, cuando a comienzos de 2013 la línea de arrastre de un remolque canadiense que la tiraba hasta un cementerio de barcos en República Dominicana se reventó. El barco se desvaneció entre la bruma y los torbellinos de la borrasca. Enviaron entonces una nave más grande, que rescató la línea y adentró al Orlova en aguas internacionales, lejos de las plataformas petroleras. El gobierno de Canadá no le gastó un dólar más, y emitió un comunicado en el que afirmaba que la nave "ya no representaba una amenaza para la seguridad de las instalaciones petroleras, su personal o la vida marítima".

Pero, al parecer, el Orlova pensaba seguir el viaje por su cuenta. El 12 y el 23 de marzo del año pasado un objeto de tamaño coincidente encendió la luz de un radar en las costas de Escocia, pero los aviones que debían divisarlo no se tomaron la molestia de ser exhaustivos… Nunca lo vieron. La embarcación –no lo quiero insinuar porque es falso– no aparece y desaparece de la vista y los sueños de la gente como en una historia de Conrad; no hay que olvidar que en la expresión "nave fantasma" el epíteto "fantasma" es tan metafórico como el "algodón" del que están hechas las nubes. Simplemente es arrastrada por la corriente como un corcho en una bañera enorme. Lo que es seguro es que no se ha hundido, pues los botes de rescate llevan un radiofaro que se acciona al tocar el agua y solo se han activado dos que al parecer cayeron por accidente; si la embarcación estuviera en el fondo del mar, todos los salvavidas emitirían igual número de intermitencias. Espero que los botes no hayan caído al agua por acción de ratas que se tornaron inteligentes y perversas.

Si no supiera mejor, me permitiría creer que las ratas construyen complejas jerarquías en el interior de la embarcación, ávidas de llegar a tierra para dominar las lenguas humanas y derrocar a los gobiernos; si no supiera que la evolución opera con una lentitud exasperante, me daría la licencia de imaginar que una, ligeramente más grande que sus congéneres, se ha proclamado "Señor de las Ratas" y las demás se inclinan ante ella. En el colmo de la morbidez, imagino que lleva un símbolo que le permite generar el terror propio de la crueldad humana: un collar con el ojo de su última víctima. Pero como sé que estas cosas son imposibles, no me queda más que imaginar los oscuros horrores que le aguardan a quien ose aventurarse sobre la cubierta o, peor aún, en las bodegas del Orlova.

 

Imagen: Elizabeth Builes

 

Como la especie humana es variada y estulta, el cazador de barcos fantasma belga Pim de Rhoodes –nombre de por sí heroico y en extremo adecuado para un cazador de esta naturaleza– lleva semanas intentando cazar el Lyubov Orlova para obtener un cheque de 820 mil dólares equivalente al valor de todo su metal putrefacto en el lejano Caribe, adonde se dirigía inicialmente. Imbuido de esa terca y digna seguridad de la que solo son capaces los pescadores, Pim le dijo al diario inglés The Sun que era cuestión de tiempo: "Ella anda por ahí flotando en algún lugar. Habrá muchas ratas y unas se comen a las otras. Si subo a bordo, tendré que esparcir veneno por todas partes".

Solo para dejar registro, y para hacer constar que mi imaginación aún no se ha extraviado en el delirio como entre la bruma, las ratas sí se comerían las unas a las otras si estuvieran en un ambiente cerrado en el que carecieran de alimentación. Pero animales con mejor reputación también lo harían: los peces en un estanque que ha perdido sus fuentes de alimento, los sapos en tiempos de sequía; incluso es posible alimentar pollos con pedazos de sus congéneres, aunque partes notoriamente visibles del animal devorado estén a la vista.

En algunos aspectos las ratas son muy semejantes a los humanos: pelearán por comida hasta la muerte, aunque haya en abundancia. Imagine el lector sus periodos de escasez…

***

En tiempos de radio-faros y Google Earth (recordemos que hay una versión oceánica), ¿cuántas embarcaciones andan por ahí flotando en los océanos del mundo sin que lo sepamos? Al parecer las suficientes para que haya cazadores de buques fantasma. Cuando uno se adentra en los misterios de las naves extraviadas, casi llega a entender la maníaca fascinación que el mar y las cosas abandonadas que parecen cobrar vida propia en él tenían para Stevenson y Hemingway. Es un deleite recordar que Neruda trastocó ese misterio del abandono en su Canción desesperada: "Todo te lo tragaste, como la lejanía. / Como el mar, como el tiempo. ¡Todo en ti fue naufragio!".

El barco fantasma más renombrado sin duda es el María Celeste: en 1872 se encontró a la deriva en el Atlántico, intacto, lleno de comida y agua potable, pero sin rastro de ninguno de sus tripulantes y ni una gota de sangre. Tras descartar las tormentas y los piratas, lo sucedido se convirtió en un misterio que nuestro siglo ha venido a llenar de, cómo no, naves extraterrestres.

Dirá el lector que en el siglo XIX había legítimos misterios a lo Edgar Allan Poe. Pero los buques fantasma aún recorren los mares, y en los últimos quince años se nos han escapado al menos siete embarcaciones con historias muy similares a las del siglo XIX. El Kaz 11, un catamarán de tamaño mediano, fue encontrado al norte de las costas de Australia en 2007, con el motor todavía encendido, los salvavidas puestos en sus colgaderas y los platos de los tres miembros de la tripulación servidos, pero sin rastro de sus ocupantes. No hay la más mínima pista de lo que pudo haber ocurrido. El Nina, un velero que en mayo de 2013 zarpó de Nueva Zelanda hacia Sídney, en junio se desvaneció, literalmente, luego de adentrarse en una tempestad. Sin embargo, inmediatamente después de la tormenta se recibió un mensaje de texto en el que se decía que se habían sorteado las aguas, lo cual animó una búsqueda en una cuadrícula de más de medio millón de millas sobre las aguas, pero nada se encontró. En octubre pasado imágenes de satélite mostraron la nave a la deriva cerca de aguas neozelandesas, aunque nadie la ha visto desde entonces.

Son historias apabullantes, llenas de ese extraño sinsabor adictivo que deja el misterio. Una cosa hay que agradecerle a lo abominable, a las desapariciones en el océano, a las ratas caníbales, a los cazadores de buques fantasma y al implacable mar: gracias a ellos, el misterio no ha muerto en el mundo. UC

 

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar