Número 87, junio 2017

Amores y genios
Eduardo Escobar. Ilustraciones: Juan Fernando Ospina

Ilustraciones: Juan Fernando Ospina

El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell fue uno de los libros más leídos, y leídos con más pasión, en la década de los años sesenta entre los jóvenes lectores en Medellín, por el exotismo de los escenarios en ciudades reputadas, por el lirismo de la prosa llena de color y por los personajes inolvidables construidos con maestría. Pero sobre todo por cierta inclinación de la juventud a ver en el amor y en la literatura lo conflictivo, y lo trágico, y sobre todo en una ciudad católica como Medellín, donde los besos de primavera, aun los heterosexuales, para no hablar de los otros, eran pecados mortales, casi crímenes de guerra. El cuarteto es un libro sobre las desgracias del amor y las dificultades amorosas de los hombres de letrass como jamás se escribió, y nosotros en el fondo del alma estábamos convencidos de que la vida literaria va unida irremediablemente al fracaso personal, y de que no existe felicidad posible para quien decidió vivir para las grandes pasiones y para la escritura al mismo tiempo. La vida doméstica de Durrell era un ejemplo más de la infelicidad inevitable del artista y el amante y completaba la intuición sadomasoquista: el diario del sanatorio de su hija que conocimos después de leer su Cuarteto, vino a confirmar nuestras certezas torcidas.

Un personaje de William Faulkner en Luz de agosto, una novela de 1932, dice estas palabras que corroboran la terrible condena del amor al fracaso inevitable: “Con razón introducen el amor en los libros. Quizás no puede vivir en otra parte”.

Mucho más tarde descubrimos que no siempre es verdad, sin embargo. Que la felicidad del amor y la literatura a veces pueden ser compatibles. García Márquez y Vladimir Nabokov fueron las pruebas reinas de que se puede llevar una vida ordenada y un matrimonio feliz al mismo tiempo sin dejar de ser un gran poeta.

No existe un escritor mejor celebrado que García Márquez, ya se sabe. El día de su nacimiento, el del primer cuento publicado, el del primer libro, el del primer premio, el de la aparición de Cien años de soledad que lo catapultó a la gloria, y el de la concesión del Premio Nobel se celebran de año en año con lecturas y conferencias en las bibliotecas públicas y en las emisoras culturales, en los diarios, en las revistas literarias y en las de vanidades junto a las crónicas de cuernos de los toreros, las borracheras de los actores de Hollywood y las historias de infancia de los futbolistas que conquistaron el Olimpo a patadas. Se le quiere tanto, que se conoce el nombre del odontólogo que le guarda amorosamente las muelas rotas. Yo lo olvidé pero se puede rastrear en la red en las listas de los dentistas de los semidioses.

No abundan los escritores bendecidos con una suerte parecida. Pero, sobre todo, García Márquez contó con la buenaventura de haber conservado en su primer amor una unión que aguantó la nefasta pobreza y los abusos de la gloria que no son más fáciles de sobrellevar para las esposas de los poetas por comprensivas que sean.

Todos sus libros cuando no son francas elucubraciones sobre el amor están llenos de romances o de recuerdos de idilios inventados o ciertos. Con El amor en los tiempos del cólera incluso quiso probarse que era posible escribir, en pleno siglo veinte, tan proclive a complacerse en lo negativo, un libro sobre el amor que terminara bien, una novela rosa, un bolero largo, según dijo él mismo, del mismo modo como había dicho que Cien años de soledad es un vallenato largo al comienzo de los sustos de la gloria que lo cogieron desprevenido.

García Márquez fue un escritor con una vida normal, sin biografía aparente, como también se dijo de Thomas Mann. Dejando aparte las dificultades de sus primeros años mexicanos a los que seguiría una rica experiencia social entre reyes y dictadores iniciada al borde de sus cincuenta, y de las relaciones con una colección de amigos invaluables, el relato de su existencia no cuenta con hazañas dignas del recuerdo de la posteridad, pues entregó su vida a la escritura, y un escritor, como dijo un norteamericano del oficio, no es más que una persona que permanece encerrada en un cuarto frente a una máquina de escribir. Sin embargo, la sencillez de sus cosas y su vida de claustro le fue compensada con la rareza de una monogamia dichosa. Igual, aunque distinta a la que mantuvieron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir quienes también merecerían un altar en el templo de la religión de la monogamia. Aunque la suya haya sido muy a la manera de la Francia moderna, una unión estrambótica, que sin pasar por los templos ni las notarías, y basada en la confianza y la libertad, le permitió a ella encamarse al carnicero de su barrio —con Sartre jamás vivieron juntos ni se tutearon— y a él, es decir, a Sartre, la independencia para mantener al margen del Castor, como la llamaba, un montón de relaciones más o menos efímeras y más o menos profundas y públicas. Ella, que las conocía y hasta las alcahueteaba según contó en sus libros autobiográficos y en su novela La invitada, dijo que sin embargo solo había estado celosa una vez: cuando su novio visitó Estados Unidos. Sentía que era solo suyo, todo suyo, mientras estuviera en París.

Para entender por qué había flaqueado entonces ella inició una relación con Nelson Algren, el novelista norteamericano que escribió sobre los bajos fondos de los drogadictos de las ciudades yanquis y cuyas novelas fueron llevadas con éxito al cine. En Chicago, si recuerdo bien, la señora Beauvoir tuvo sus primeras experiencias con la marihuana, en el círculo bohemio de su amante yanqui, antes de regresar a los brazos del autor de La náusea, a quien conoció en los años universitarios, y a quien acompañó en la última enfermedad hasta el anfiteatro, donde abrazó su cadáver, desdeñando los peligros de la gangrena que los médicos le advirtieron. El relato patético de esa última noche de amor está contado con pelos y señales en La ceremonia del adiós, tributo póstumo que le rindió a su novio, un libro lleno de revelaciones obscenas, de una sinceridad atroz, sobre la decadencia de los seres humanos.

Es un prejuicio y una falsedad que los buenos matrimonios no se ajustan con el genio y la vida literaria. Pero también es cierto que no faltan en la historia de la literatura suficientes pruebas a favor de la noción de que el amor y el talento para la literatura se repelen. Veo a Paul Verlaine perseguido por una esposa abandonada y una suegra posesiva mientras corre con un revólver en el bolsillo, loco de celos, detrás de un niño con visiones llamado Arthur Rimbaud; y veo a Rimbaud podrido de soledades y con gangrena en los reinos abstrusos de Menelik temiendo que el ejército francés lo persiguiera por desertor, añorando una mujercita provinciana y modesta y una pequeña casa para hacer una vida de ratón, como la de todo el mundo, como la que su madre quería para él. Y veo a mis compañeros de generación enredados en las ruinas de sus amores podridos escribiendo cartas dolientes a unas mujercitas vulgares extraídas de familias de la clase media, incapaces de entender que un hombre pueda dedicar su vida, incluso la de los sábados, a escribir libros que nadie lee, en vez de llevarlas a bailar merecumbé o a partir el ponqué de cumpleaños de un sobrino.

Matrimonio y mortaja del cielo bajan: en consonancia con su carácter revulsivo el irlandés Samuel Beckett, creador de las figuras más amargas de la literatura moderna, antihéroes absolutos, casó con una desconocida que lo socorrió después de un asalto con puñalada en el París de la primera mitad del siglo veinte. Y supongo que fueron felices. De Beckett se cuenta que se negó a aceptar los avances de la hija única de James Joyce, Lucía, que lo amó, y quizás perdió la razón por su amor, para que viéramos a su padre genial consolándola con viejas canciones irlandesas en las visitas dominicales al frenocomio.

Joyce, otro escritor sin biografía aparente como García Márquez y como Mann, segundo Homero, cegatón como el griego, hizo la mejor pintura del matrimonio moderno a partir de la historia del señor Bloom y la famosísima Molly. Y al libro sobre ese amor atrabiliario, que sigue figurando en el siglo veinte en la lista de los más afamados de su siglo, lo cual no necesariamente lo hace uno de los más leídos, agregó un montón de cartas de novio coprofílico plagadas de rabietas de celoso cuando ya tenían hijos, atormentado por el pasado de Nora Barnacle. Bloom, su personaje, que no fue un poeta, que a lo sumo puede definirse como un redactor de avisos de periódico, como un pequeño publicista, quizás mereció el matrimonio aburrido y resignado que debió soportar. Joyce su creador vivió en cambio una historia de amor escabrosa plagada de sufrimientos increíbles y de fantasmas bobos, indigna de un escritor con su inteligencia. En “Los muertos”, uno de los cuentos más hermosos de la literatura, en mi opinión, Joyce evoca la clase de torturas de Otelo que debió padecer su vida conyugal llena de celos retrospectivos.

El amor como la guerra en ocasiones devuelve sus víctimas a la bestia ciega del origen, a la blanda condición del gusano. El más rampante de sus peligros sin embargo no reside en el riesgo del envilecimiento involutivo sino en la cursilería. Los amantes de ayer se cruzaban en los aniversarios y los onomásticos pequeños regalos tontos que hacían dudar de la seriedad de sus sentimientos: ositos de felpa y pajaritos de vidrio con esquirlas de lentejuelas en las alas llevando una tarjeta con nomeolvides en el pico. Los de hoy con la opción de los emoticones que ofrecen en la red deberían agradecer a la informática que los salva del ridículo. García Márquez y su mujer se curaron en salud destruyendo las cartas cruzadas durante el enamoramiento para que la posteridad mantuviera la ilusión de que les fue dado vivir un amor perfecto desde el principio, lleno de buen sentido y corrección.

El Cantar de los cantares, los poemas de Petrarca, los sonetos de Shakespeare, los de Garcilaso, los cantos eróticos intercalados por la tradición entre los relatos de Las mil y una noches son ejemplares de la buena literatura de enamorado. Bécquer, el romántico por excelencia de la tradición castellana exacerbó los delirios eróticos de los adolescentes hispanoamericanos de varias generaciones con sus oscuras golondrinas, y “el amor eres tú”, hasta cuando vino a reemplazarlo Pablo Neruda con sus gordos suspiros y sus trenos de viudo y sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada… “y tiritan azules los astros a lo lejos”.

La poesía amorosa acompañó las otras locuras humanas desde los primeros pasos del hombre sobre la Tierra. Los poemas de amor forman una antología interminable de elogios, alabanzas, reclamos y reproches. Se ha dicho que no existen fantasmas en las casas de las familias felices. Por la misma razón los poemas de lamentos, los que lloran amores incompletos o fracasados, son más numerosos que los de los amantes satisfechos.

El uruguayo Mario Benedetti con la lealtad del minero explotó en las postrimerías del siglo veinte la veta de la cursilería amorosa. En Colombia dos antioqueños, Darío Jaramillo y Jorge Valencia, cebaron sus númenes en las servidumbres del enamoramiento y aún hacen desmayar a las recién casadas con sus colecciones de ternezas. La modernidad latinoamericana para completar los traspiés del amor inventó los boleros, expresiones de una sensibilidad enfermiza, retorcimientos tropicales de las antiguas endechas, y las telenovelas lacrimógenas, paradigmáticas del mal gusto y de la superficialidad al mismo tiempo, que además desmienten la inteligencia de esta edad científica pues atosigan por igual el imperio gringo y el imperio pornográfico de la caridad bolchevique con sus Julietas de silicona, sus Romeos de almíbar y sus virginales sirvientas mexicanas que al cabo de peripecias y suspiros acaban casándose con el hijo del dueño del Cadillac, la casona en el D.F. y la hacienda de Cuernavaca.

Los amores felices son tan raros como los unicornios. Casi todos los amores terminan ahogados en sus propias mieles o asfixiados por los besos que pagan los fulgores del principio con la mala experiencia del día de ver el paraíso convertido en erial, y a la novia rebajada en una bruja inaguantable con lagañas, o en el mejor de los casos en una mujercita del montón con rulos en la cabeza y la cara con pegotes de guacamoles. Amílcar Osorio, autor de algunos de los poemas de amor más bellos y menos conocidos en las letras colombianas, con mucha probabilidad dirigidos a unos muchachos, escribió: “El amor no es efímero: es efímero el tiempo”.

El amor, contra lo que dijo tan bellamente el español Salinas, no es siempre un largo adiós que no se acaba. Algunos amores agregan a la desdicha la duración. La pregunta ¿me amas? a veces resulta ser una muestra de inseguridad y torpeza. Porque muchas veces la mejor prueba de que nos aman tanto como creemos merecer es que nos sigan soportando aunque ya no nos quieran.

Algunos piensan que los hombres de buena suerte en el amor son los que llevaron más hembras a la cama. Es al contrario. El triunfo del amor debe consistir en eternizar el amor de la juventud contra el desgaste de las cosas, como le sucedió a García Márquez, y como le pasó a Carlos Marx, y como pregonaba Salomón, aunque es difícil creerle a uno que tuvo seiscientas sin contar las concubinas. Una cosa es el amor. Y otra los amoríos. Dejó escrito San Isidoro de Sevilla con sobrada razón.

Te cases o no te cases, siempre lo lamentarás, dicen que dijo Sócrates, que dejó fama de ser el más mal casado de los hombres y el más hablantinoso de los atenienses. Pero fue la paciencia que se vio obligado a desplegar para lidiar con Jantipa, arquetipo de las esposas intolerables, la mejor prueba de su sapiencia y de su capacidad para dominar sus sentimientos. Jantipa (la conoces, Equécrates), lo siguió a la cárcel con sus pataletas habituales y llevó en brazos a los niños comunes para convencerlo, con el proverbial pragmatismo femenino, de que emprendiera la fuga. De haber cedido a su ruego Sócrates habría malbaratado con una flaqueza una vida entregada a la virtud, la coherencia y el respeto a las leyes de la ciudad. Sócrates, que no bebía como Mailler ni despreciaba a las mujeres como Mailler que no paraba de correr detrás de ellas con un whisky en la mano, manifestó en cambio un gran afecto por Aspasia, Diotima y Teodota la hetera. De modo que es imposible tacharlo de misógino como a veces se hizo.

Wilhelm Reich, un discípulo extremo de Sigmund Freud y autor de un abstruso volumen sobre la función del orgasmo, redefinió la idea de la libido freudiana en una energía irradiante, el orgón, que se manifestaría por igual en las palpitaciones del cielo estrellado, los caprichos de las histéricas, los reinos de lodo y arena de las pesadillas y las lagunas de la memoria. Según Reich durante el orgasmo realizamos contorsiones de los principios de la vida cuando éramos unos anillos ciegos y rudimentarios en el caldo primitivo, encorvados, chupándonos el ano. Su práctica psicoanalítica prosiguió la labor desmitificadora del mundo moderno que pretendió asesinar al mismo tiempo el ángel asexuado de la antigüedad platónica y al apasionado héroe romántico de apariencia desinteresada, para entronizar el mono inmoralista, brutal, insaciable y rijoso.

Arthur Schopenhauer con su teoría de una Voluntad avasalladora que nos dirige hacia donde creemos querer fue implacable con nuestra pobre condición. El nihilismo radical de Schopenhauer, versión alemana del hinduismo y el budismo, transfirió las dulces costumbres amorosas a las sombras de otro drama secreto. No somos para Schopenhauer, célibe irredimible y misógino rabioso, más que siervos de una potencia genésica que para sobrevivirse nos hechiza con los espejismos propios del enamoramiento y de la cristalización que defendió André Maurois en “El arte de amar”.

Poco a poco aprendemos a aceptar nuestro parentesco con la bestia que le disputa al padre los favores sexuales de su legítima esposa, es decir, nuestra propia mamá; a no avergonzarnos de los humildes orígenes de la estirpe; a reconocer sin amargura nuestra existencia solitaria y extraña bajo el cielo vacío; a conformarnos con la certeza de que el día cuando surgió el amor aparecieron también la perversión de la muerte y, quién sabe, las agonías de los celos.

Las cartas de Joyce a Nora Barnacle están plagadas de reproches inesperados en un escritor serio. Lo atormenta el pasado de su amada irlandesa. Clama con tono masoquista por la revelación de sus intimidades con sus amigos de antes de conocerlo, con todo detalle, como un adolescente, en unos paroxismos posesivos incompatibles a primera vista con el genio. Joyce volcaba entonces una prosa salvaje. En una carta del 2 de diciembre de 1909 le dice que se siente con ella como un puerco cabalgando una cerda. Se regocija en su imaginación con el hedor y el sudor de su culo. Y confiesa sin pudor el deseo de verla en el acto más vergonzoso y asqueroso del cuerpo. “¿Recuerdas cuando me dejaste ver por debajo mientras lo hacías y te daba vergüenza mirarme?”. Le pregunta, embargado por la ternura.

La vergüenza de Nora no era inflexible sin embargo. Por la carta de Joyce del 20 se sobrentiende que le envía a su curioso marido los pormenores de sus pajas mientras defeca en su honor. Y él canta en la respuesta el gordo chorizo marrón parido por su querida. “Quiero oírte cagar”, dice el lírico de Música de cámara. Renegando del simbolismo modernista mientras dura una carta, para adoptar el estilo del más ramplón naturalismo de una manera que hubiera hecho sonrojar a Rabelais y a Henry Miller. “Alguna noche cuando estemos a oscuras hablando de cosas verdes y sientas que la caca está por salir, ponme los brazos en torno al cuello y expúlsala con suavidad. Su sonido me volverá loco”. Agrega Joyce que gozaba de un magnífico oído, y quiso ser cantante de ópera antes de decidirse por la literatura, en una variación del juego infantil que le recuerda Lawrence Durrell a Henry Miller en una carta: “Papá no está. Mamá no está. Hablemos de porquerías. Pipí, caca, bum, culito, calzón”.

Joyce mezcla las canciones de amor con las excretas. Reza al espíritu de la belleza, evoca la ternura de los ojos de Nora, llora escuchando una melodía que se la recuerda y enseguida la tira al suelo sobre su suave vientre y la penetra por detrás. “Te enseñé cantando —le dice en el tono del pedagogo pedregoso— la pasión y la pena y el misterio de la vida… y a hacerme gestos obscenos con los labios y la lengua”. Conmovedor. El ángel aún no fue borrado del todo por la impudicia iconoclasta. Y todavía conviven en Joyce, en una paz relativa, la alimaña coprófaga y el caballero de las cortes de amor de Leonor de Aquitania.

Espíritu puro y escarabajo estercolero Joyce es hijo de la tradición de Baudelaire, el poeta de la judía calva, el amante de las negras de los albañales de París llegadas a Francia de sus colonias, y de la tradición de Rimbaud el extraviado que una noche sentó la Belleza en sus rodillas y la encontró amarga, y la injurió. Y que elogió en versos perfectos la úlcera en el ano de su odiosamente bella Venus Anadiómena y las nalgas, que palmeaba feliz y procaz, de sus amiguitas de la niñez.

Los poetas vivieron siempre el amor con una intensidad directamente proporcional a su humanidad, no como dioses. A Eliot le tocó el viacrucis de convivir con una ciclotímica a quien aguantó largo tiempo, lo mejor que pudo, por las exigencias de cierto modo de ser a medio camino entre el rigor católico y la caballerosidad anglicana. Otro matrimonio patético como el de Eliot fue el de Tolstoi. Antes de cumplir el primer año de convivencia el conde descubrió que se había casado con la mujer que menos hubiera querido, con la que menos le convenía a su carácter idealista. La tragedia está registrada en los diarios del autor de Guerra y paz amojonados por el deseo constante de apartarse de la agria señora, una mujer a quien casi doblaba en edad y que al principio lo hizo tan feliz como nunca había sido. Los apuntes autobiográficos de Tolstoi dejan la mala impresión de un sicorrígido ansioso por cambiar el mundo, de un colérico plagado de escrúpulos, atormentado por los remordimientos del chivo terrateniente que no puede dejar de perseguir a sus sirvientas, casado con una mujer con el sentido común necesario para cuidar unos hijos, con el sentido común tan repelente para los artistas sobre todo cuando se dan ínfulas de reformadores sociales y aspiran a la santidad evangélica.

Tolstoi tomó al fin la decisión de liberarse del hogar insufrible siendo ya un octogenario de fama universal. Pero no llegó lejos. La muerte esperaba al santón monstruoso en Astápavo, una estación ferroviaria, un día de nieve sobre los trenes. Y digo monstruoso porque debe ser un monstruo alguien que se empeñó en inventar la paz universal y la fraternidad humana pero fue incapaz de mantener la armonía en su casa.

Los psicólogos de profesión, que viven de sus chácharas en los medios y en los consultorios donde medran y que convierten en terapias rancios lugares comunes, suelen decir que la comunicación es la piedra de toque de la convivencia. Pero la comunicación tiene niveles más allá del escándalo verbal. García Márquez aconsejaba dejar disolver las desavenencias conyugales sin agregarles el ruido innecesario de las palabras que solo las complican. Porque como dijo el otro, los problemas están hechos de palabras.

Hay también un diálogo de los cuerpos cuando fundidos y confundidos se ausentan de este mundo y desaparece la conciencia individual en el contacto. Cuando experimentamos en carne viva el axioma que afirmaba, en los tiempos amorosos de los jipis, que el alma es la piel, que la piel es lo más profundo que tenemos y que el cuerpo es más sabio que el espíritu. La lengua sirve para muchas cosas, no solo para decirse tonterías y dedicarse requiebros de dudosa calidad. En el ritual del amor las palabras conducen muchas veces el milagro al desastre. Yo creo, psicólogo empírico, aprendiz de los arcanos de la vida y del amor en antros de malandrines, en salones de empingorotados y en las calles que enseñan mejor los recovecos de la condición humana que las academias, que unas pocas palabras bastan para mantener vivo un amor.

Esas parejas que descubrieron la manera de quedarse calladas mientras crecen los hongos y envejecen las piedras si no son felices siempre, en todo caso consiguen permanecer juntas con mucha frecuencia, acompañándose serenamente. Y en ocasiones establecen sus propios códigos para decirse lo que quieren enarcando una ceja, alargando una comisura o con simples carraspeos.

Pero hay silencios de silencios. Hay silencios que repugnan con sus densidades viscosas. Y hay silencios ásperos y hondos y brumosos. Y hay silencios diáfanos y queribles. Y hay personas, o momentos de las personas porque nadie es igual a sí mismo de un modo constante, que cuando callan, enfadadas, hacen pensar en esos barcos que se pudren frente a los muelles abandonados. También, claro, hay silencios melodiosos, como los de los novios nuevos cuando se miran al fondo de los ojos, y silencios hospitalarios donde se nos recibe como a un huésped deseado. Así como hay silencios que rechinan y avinagran las sopas y apagan el brillo de los diamantes, y silencios de plomo donde uno teme introducir una observación que los agrave, hay falsos silencios como los de las parejas enemistadas que se descomponen juntas porque les falta valor para separarse y que se parecen mucho al alboroto, mientras callan lo único que quieren que es despedazarse a grito herido.

Las palabras son más limitadas y más obvias. La poesía de la cual se habla tanto no es más que el último peldaño hacia las terrazas del silencio. Los momentos cumbres del amor tanto como las visiones del místico no pueden expresarse en la lengua de todos los días. Ni el ojo vio ni el oído oyó, dijo el apóstol al regreso de la visión beatífica camino de Damasco. Y la poeta y pintora judeo-argentina Marta Minujín escribió hace años en la pared de un museo en Medellín estas palabras que no he podido olvidar: “No me hables. Quiero estar contigo”.UC

 
 

*Este texto hace parte del libro Cabos Sueltos (Fondo Editorial Eafit, 2017). Versión especial para Universo Centro.

Ilustraciones: Juan Fernando Ospina
blog comments powered by Disqus