Número 114, abril 2020

Peste en los Andes

Juan Carlos Orrego. Ilustración Sebastián Cadavid

 

Ilustración de Sebastián Cadavid

Desde los días en que los primeros europeos llegaron a América, a estas tierras las recorre el fantasma de la epidemia mortífera. Pedro de Cieza de León, en La crónica del Perú (1553), cuenta que las indias de las cercanías de Cartago dijeron haber visto a un heraldo nefasto de lo que, más adelante, se convirtió en una fiebre que cobró la vida de muchos nativos y españoles. El mensajero, según las testigos, era “un hombre alto de cuerpo, el vientre rasgado y sacadas las tripas y inmundicias, y con dos niños de brazo”. No lejos de ahí, los conquistadores vieron al mismo monstruo ir y venir sobre un caballo: iba rápido “como un viento” y sembraba la pestilencia por donde pasaba. Murieron todas las indias al servicio de los ibéricos.

Siglos después, la gripe española asoló el mundo al término de la Primera Guerra Mundial, y los Andes no fueron, propiamente, el lugar para resguardarse. Ciro Alegría cuenta en sus memorias que, entre 1918 y 1919, la epidemia barrió la sierra peruana de manera implacable. Se lee en los apuntes del escritor: “A los mayores, la gripe llevábaselos por cientos. Los males nuevos son como los cuchillos nuevos: cortan bien”. Los colegios mandaron a sus estudiantes de vacaciones y Ciro, adolescente, fue con una tía a la casa de una buena señora que vivía cerca del cementerio. En una hora pasaron cinco cortejos fúnebres, de modo que el futuro novelista y su pariente decidieron huir. Días después, Ciro emprendió viaje hacia la hacienda de su padre, en el norte del país. Entonces supo, de boca de varios campesinos, que la gripe se había dejado ver por los caminos: “Era una mujer de traje y rebozo blancos, montada en un caballo igualmente blanco, que galopaba de noche por pueblos y campos, calladamente, como una nube”. Que el fantasma tuviera una apariencia más limpia que en la conseja escuchada por Cieza no lo hacía, sin duda, menos feroz.

José María Arguedas también supo, al otro lado del Perú, de los estragos de las epidemias. Un cuento suyo, “La muerte de los Arango” (1955), se echa a rodar con la noticia más desalentadora posible: “Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro”. El lector puesto en antecedentes no se sorprende al saber que en ese relato, ambientado en un rincón montañoso del departamento de Arequipa, incluso mueren los dos ricos del pueblo; y también encuentra previsible la nefasta escena que —como en el cuento de Alegría— incluye escolares y muchos ataúdes: “Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela. […] Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes”. En el paroxismo de la epidemia, el sacristán discurre la que ve como única solución: hacer que el caballo de Eloy Arango — uno de los dos ricos fallecidos— se precipite por un barranco. No parece del todo descabellado ese golpe certero contra el macabro y persistente simbolismo de la enfermedad.

Particularmente interesante, por ser poco o nada conocida, es una versión colombiana de la mortandad andina. Se trata de Chambú (1947), novela del escritor y abogado pastuso Guillermo Edmundo Chaves. El argumento lo componen las correrías del joven Ernesto Santacoloma por varios escenarios de la heterogénea geografía nariñense. En los cerros del Imayá, en la hacienda Huilquipamba, tiene lugar la que, sin duda, es la principal entre las subtramas que conforman la novela: la historia de amor de Ernesto y Gabriela, la hija de un rico agricultor y negociante de Pasto. Cuando el joven cree haber obtenido, por fin, el sí, surge un terrible contratiempo: estalla una epidemia de bartonelosis que siega las vidas de muchos jornaleros y que, incluso, muerde la salud de Gabriela. La peste no es menos terrible que las ya mencionadas: “Llegó como un viento colérico, como un mal aire súbito; y fue asolando caseríos, diezmando poblaciones, empobreciendo vidas, desmedrando los campos. A veces llegaba sigilosa. A veces caía fulmínea como una garra”. De acuerdo con los expertos —cuenta el narrador—, la epidemia procedía de la sierra peruana.

En Chambú también hay un jinete que recorre el campo desaforadamente: el mismo Ernesto, quien, poseído por una pasión que no puede desfogar al verse separado de Gabriela, fatiga inútilmente a su caballo. No es mensajero de malas noticias, pero sí su angustiado receptor: en su ir y venir se entera de que en el pueblo de Linares han muerto doscientos campesinos y en Samaniego más de mil, y que la gente solo encuentra el remedio de viajar al santuario de Las Lajas para pedirle, a su virgen rupestre, el milagro supremo. En la hacienda Hato Viejo, Ernesto encuentra, apenas, la anécdota desoladora que relatan los sobrevivientes: “Cerca al portal […] murió un hombre que subía con el mal. No se le presentó la verruga característica. Se fue poniendo verde, mientras un dolor sin fin le iba mordiendo las entrañas. Los ojos se le desbordaron”. Para colmo, alguien le cuenta al joven que Gabriela se entiende divinamente con el médico citadino que ha ido hasta Huilquipamba para tratarla. Entonces, a medias por despecho, el protagonista se entrega a labores humanitarias sin preocuparse por el contagio. En el mejor año agrícola, no hay brazos que recojan la cosecha. El día menos pensado la bartonelosis es arrastrada por el viento y Ernesto, con su heroísmo certificado, regresa a la hacienda donde se recupera su novia. Ella lo ve del otro lado de una ventana y lo confunde con un fantasma, pero, afortunadamente, no con uno agorero: el idilio se recompone y, pocas páginas más allá, Chambú llega a su final con plena salud.

La recurrencia del tema epidémico en la literatura andina es, quién podría negarlo, el triste indicio de una amenaza real que jamás acaba de ser conjurada. De siglo en siglo —o de década en década— el aliento mefítico de la muerte pasa por la cordillera como un viento de estación. Queda el consuelo de poder leer la crónica de sus estragos, prueba de que, como quiera que sea, alguien queda en pie para escribirla.UC