Número 47, julio 2013

Trasplante punk
Alfonso Buitrago Londoño. Ilustración: Cachorro
 

Hace siete años el horizonte de Albeiro Lopera Hoyos se cubrió de una bruma espesa. Para atravesarla tendría que tomar la decisión más importante de su vida. Estaba en su apartamento y recibió la visita de un amigo fotógrafo.
—¡Cómo estás de amarillo! —le dijo.
—Yo siempre he sido amarillo.
Albeiro no le prestó atención. Más tarde llegó un primo.
—¡Cómo estás de amarillo!
Luego, otra persona.
—¡Cómo estás de amarillo!
Fue a un puesto de salud y lo remitieron de urgencia al Hospital Pablo Tobón Uribe. Lo revisó el cirujano Sergio Hoyos.
—Yo no soy la persona indicada para tratarlo —le dijo—. Su problema es tan severo que lo que sigue es un trasplante.

Albeiro Lopera es uno de los reporteros gráficos más reconocidos de Antioquia, corresponsal de la agencia Reuters. Tiene 47 años y ha estado enfermo desde que recuerda. Su vida siempre fue una rebeldía contra la enfermedad y una prueba a la resistencia de su cuerpo.

Nació en el barrio Pérez del Municipio de Bello y fue el mayor de tres hermanos. Su madre, que era una campesina, lo tuvo a los dieciséis años, y su padre, zapatero, consiguió colocarse como obrero en Fabricato. Desde pequeño, Albeiro se enfermaba. Se le inflaba el abdomen y devolvía lo que comía. Le daban cólicos, vómito y diarrea.

En el Seguro Social le dijeron que era un problema en el hígado, pero nunca lo trataron. La enfermedad se volvió rutina. Era normal que mientras jugaba con sus amiguitos el cólico lo doblara de dolor. A los trece años el abdomen se le hinchó tanto que tuvieron que hospitalizarlo. El internista Gonzalo Correa –a quien años después consideraría como un padre– le dijo que tenía cirrosis, una degeneración del hígado.

Cada vez que le volvían los cólicos, su abuela, la matrona de la familia, lo cuidaba con cilantro de sabana, azafrán, verduras y frutas, pero en casa no se hablaba de su enfermedad. Albeiro creció como si estar enfermo fuera su condición natural. Poco a poco fue descubriendo su fragilidad y cómo sobrevivir.

En esos años, una decisión de sus padres marcó el rumbo de su vida. "Mi rebeldía viene de un complejo que en algo he logrado superar. Por hacer bien, mis papás hicieron mal: me metieron a un colegio privado donde estudiaban los hijos de los supervisores de Fabricato, pero donde yo me sentaba dejaba pantano", dice. Los compañeritos vieron que era pobre y se la montaron. La humillación se le quedó aferrada a las vísceras.

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En la antigüedad, en la práctica médica predominaba la teoría de los humores: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema eran los compuestos básicos del cuerpo humano. Así mismo, se creía que el dominio de alguno de ellos daba lugar a un tipo de carácter: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático.

Si describiéramos a Albeiro como hacían los antiguos, diríamos que es colérico, de mal temperamento, regido por la bilis amarilla. Aún hoy creemos que ciertas reacciones tienen relación con un órgano: "me cayó al hígado", decimos cuando alguien nos cae mal. "Albeiro es malgeniado y eso viene del hígado, pero ver sus fotografías me ayudó a entender por qué no aguantó. La guerra lo cargó y lo cargó hasta que colapsó", dice Patricia, su pareja desde hace diez años.

La cirrosis hepática conlleva, entre otras complicaciones, alteraciones de la coagulación de la sangre, retención de líquidos y aumento de la bilirrubina (que produce la coloración amarilla), y aunque hay medicamentos que ayudan, la solución definitiva es el trasplante. Cuando un paciente requiere uno, se le aplica un protocolo para descartar contraindicaciones. Después, se activa en una lista de espera. En Colombia los hospitales proveen los órganos para sus propios pacientes; la mayoría provienen de fallecidos por muerte cerebral, bien sea por un accidente de tránsito o por bala, y la compatibilidad con el receptor debe ser de peso, talla y grupo sanguíneo. La espera es de uno a tres meses y la probabilidad de supervivencia es del noventa por ciento.

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Con buenas notas Albeiro convenció a su papá de que lo cambiara de colegio y empezó el bachillerato en un liceo público, "más del pueblo". En el barrio había influencia de las milicias populares y del pensamiento revolucionario. Él y otros jóvenes se reunían para leer libros de Mao. Se convirtió en un líder. No podía ver que estuvieran maltratando a alguien porque se metía. Se hizo de izquierda y conoció el licor. Su lucha sería por los pobres y en contra de su cuerpo, de su propia vida.
—Empezó a beber a los quince años, cuando se vio enfermo se alzó la bata —dice su padre—. Tiene que ser consciente de que él mismo se clavó ese cambio de hígado.

"Me daban fiebres y tenía que ir a Urgencias con frecuencia. Repetí quinto de bachillerato tres veces. Antes era buen estudiante, pero las cosas se empezaron a dañar". A los 17 años el doctor Correa le dijo que necesitaba un trasplante, pero su abuela no lo permitió: por esos días una joven de la misma edad de Albeiro, llamada Claudia, había muerto después de un trasplante; así que él terminó el bachillerato y se olvidó de salones y consultorios.

En los ochenta llegó el punk a los barrios populares de Bello, y Albeiro descuidó la revolución, se alejó de su familia y llevó su cuerpo a límites que nunca imaginó. Empezaba a beber a las ocho de la mañana y seguía durante varios días, sin comer; mezclaba alcohol y pastillas: "Si con eso no me moría era porque la enfermedad no me iba a matar. Y más duro le daba".

Tenía la cresta más alta del barrio y andaba con doce perros. Se sentaba en una esquina con una grabadora a escuchar Los Ilegales de España a todo volumen: "Niños sin escuela de ayer, / jugadores de billar, / no les miren en los ojos, porque van desesperados. / ¿Qué les empujará? / No viven, solo esperan, / están agotados de esperar…". "Esa letra era lo que uno veía, hecha como para uno", dice.

Además del punk, también llegaron los tiempos de Pablo Escobar. El narcotráfico fue acabando con sus amigos de la cuadra, quienes le dejaron el apodo por el que sería muy conocido: 'El Nueve', por su contextura delgada y andar encorvado. El punk le acortó el camino al quirófano –de cualquier manera, algún día lo tendrían que operar–, pero lo salvó de la violencia. "Tenía dos caminos: ser sicario o ser punk, y mataron a mi mejor amigo y tuve que salir de Bello".

Se fue a vivir a Medellín. Se compró una moto y se hizo mensajero de un almacén de repuestos en Barrio Triste. En la noche iba a conciertos, escribía canciones y asistía a los ensayos de bandas como DFK2 y Cuidado con las begonias. En los conciertos armaba peleas y se subía a los escenarios a sabotear los toques. El mundo estaba mal hecho en todas partes. "Destruir para construir" era su lema.

Albeiro cargaba siempre una cámara Polaroid que le había mandado su hermana de Estados Unidos. Fotografiaba a los mecánicos de Barrio Triste, a los perros callejeros, a los amigos. Un día, en el Parque del Periodista, vio unas fotografías que un desconocido llevó al parche de punkeros y que había hecho en la Academia de Fotografía y Video ASFO, y allá fue a matricularse. Vendió la moto para comprar papel fotográfico y su primera cámara profesional, una Zenit vieja a la que se le atascaba el diafragma. En la Academia se ganó un concurso y empezó a creer que podía ser fotógrafo.

Y así como el punk le sirvió para rebelarse y descargar contra su cuerpo rabias y frustraciones –la enfermedad, las humillaciones de la infancia, los amigos que vio morir–, la fotografía fue el sustituto que lo hizo abandonar la cresta, aunque más adelante también le cobraría su cuota.

Ilustración: Cachorro

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"Llegó a mi consultorio porque se sospechaba un problema en las vías biliares", recuerda el cirujano Sergio Hoyos, quien de inmediato lo remitió al jefe de trasplantes. Tenía una biliopatía por hipertensión de la vena porta. El doctor Correa no veía a Albeiro hacía más de veinte años, pero lo reconoció. Él se sintió en las mejores manos. Recordó las endoscopias que le habían hecho cuando estaba pequeño, y al doctor Correa cuidando que no sintiera dolor.
—Usted ya sabe lo que tenemos que hacer.
—Sí doctor, pero yo soy muy renuente a eso.
—Píenselo, se va a poner más amarillo y las fiebres van a ser más fuertes.
—¿Cuánto me queda de vida? —dijo.
—Con todo lo que has durado, ya ni sabemos —dijo el doctor Correa.

 

 

 

Ilustración: Cachorro

Albeiro no se decidía a someterse al trasplante, y la historia se repetía. Ardía en fiebre, cada vez estaba más arrugado y más amarillo. Los médicos le dijeron que o se hacía el trasplante o se moría.

Era una decisión que solo podía tomar él. Vivía de la muerte y sintió que esta vez el retrato del muerto podía ser el suyo. "Cuando trabajaba en zonas de conflicto pensaba que nada me iba a pasar. En cambio con el trasplante no estaba seguro. Afuera me la jugaba: podía esconderme, correr o hacerme el muerto; pero en esta situación nada de eso me servía".

Los médicos le decían que era un hombre joven que le servía a la sociedad, que luchara por eso y no tuviera miedo. Entonces cedió y de inmediato iniciaron el protocolo para ver si era apto, pero se encontraron con una sorpresa. "La vena más importante del abdomen, la porta, estaba tapada. Necesitaba un trasplante multivisceral, un procedimiento muchísimo más grande que no habíamos hecho en Colombia", dice el doctor Hoyos. El cirujano Carlos Guzmán, experto en trasplante de vísceras, le explicó el procedimiento.
—Tenemos que trasplantarte el hígado, el intestino, un pedazo de páncreas, el estómago, el bazo...
—¿Cómo así?

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En 1995 le ofrecieron un puesto como reportero gráfico en el periódico El Mundo. "Esa oportunidad me cambió.
Cubría manifestaciones, historias en los barrios y espectáculos deportivos. Dejé de ir a los conciertos de punk porque tenía que trabajar". A finales de los noventa fue el primero en llegar a un atentado contra la Cuarta Brigada del Ejército. Envió las fotos a varias agencias. Paul Smith, un fotógrafo inglés, lo recomendó a Reuters, y a partir de ahí se convirtió en corresponsal para Antioquia y Chocó. "Y me tocó la guerra. Salieron las Farc a atacar, se crecieron las Autodefensas. El estrés era el máximo. El conflicto te afecta la cabeza. Si con el alcohol me había portado mal, con el trabajo fue peor".

Mal para él pero mejor para Reuters, que le ofreció ser corresponsal en Bogotá. "Les dije que esta era mi guerra y me quedé en Medellín. Quería ayudar en algo y vea en lo que vamos. Todos los reporteros de guerra terminan mal: pobres y enfermos".

Albeiro se considera un romántico. El dinero y el éxito nunca lo obsesionaron. Sus valores estaban en contra del sistema. Dejó la vida de punkero porque vio en el reporterismo gráfico una oportunidad para decir su verdad y denunciar los atropellos que cometen los violentos contra la gente humilde. "Mi mayor fortaleza y defecto es la nobleza; en este mundo es una debilidad que puede acabar con uno".

En 2006 Albeiro tuvo nuevas oportunidades de progresar en su trabajo. Llevaba siete años como corresponsal de Reuters, cubriendo una de las épocas más duras del conflicto armado colombiano: tomas guerrilleras, masacres de paramilitares, atentados terroristas; sobreviviendo a enfrentamientos, balaceras y días internado en selvas y montañas. Los fotógrafos extranjeros reconocían su trabajo y lo animaban a que expusiera en el exterior. "Y entonces picó el hígado".

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Tras meses de hospitalizaciones, un martes de mediados de agosto de 2007, Albeiro almorzó en casa de su madre y se sentó a ver el noticiero. Le sonó el celular y vio que era el doctor Guzmán. Había llegado el momento que tanto temía.
—Te esperamos en el hospital en una hora —le dijo.

"Cuando llegamos había unas sesenta personas esperándome. ¡Un trasplante de vísceras! ¡Y el primero que se hacía en Colombia! Me pusieron en la camilla y me cogieron la vena. Yo buscaba al doctor Correa por todas partes". Entonces salió el cirujano Guzmán.
—Lo sentimos, parece que el intestino del donante no está bien —le dijo.

Sintió alivio y desilusión. Un mes después volvió a sonar el celular. En el hospital lo esperaba una recepción igual a la anterior. "El doctor Guzmán hizo la extracción del donante y me llamó. Teníamos los órganos listos y en buenas condiciones", recuerda el doctor Hoyos. La primera persona que Albeiro vio cuando entró al hospital fue el doctor Correa.
—Vaya tranquilo que yo voy a estar ahí
—le dijo.

Albeiro dejó de preocuparse. Los cirujanos se encontraron con una anatomía difícil –las endoscopias le habían dejado cicatrices–, pero el doctor Hoyos se dio cuenta de que la porta no tenía obstrucciones. "Nos pegamos de esa vena y evitamos el procedimiento multivisceral".

Al otro día, cuando Albeiro despertó, lo primero que vio fue la cara del doctor Correa. Le pareció un Papá Noel.
—Solo fue el hígado —le dijo.
El doctor Hoyos iba a revisarlo y a darle ánimos.
—¡Hágale a comer carne y ají a ver si ese hígado sí funciona! —le decía...

***

Fue como haber vuelto a nacer, pero prematuro. Los médicos insistían en que podía llevar una vida normal, pero Albeiro no había sido ni sería una persona normal. "Tiene deficiencia de albúmina –principal proteína de la sangre–, se le hinchan las piernas, cualquier corte es de difícil cicatrización", dice Patricia. Contra la corriente, a los dos meses de operado, Albeiro volvió a manejar, viajó a Estados Unidos a visitar a su familia y regresó a Reuters.

Un trasplante de hígado es para toda la vida, pero los tres primeros años son críticos, pues el riesgo de un rechazo del órgano es alto. El oficio de Albeiro preocupaba al equipo médico, porque se exponía a condiciones sanitarias que podrían poner en riesgo el postoperatorio. Le tenían prohibido realizar cualquier actividad que amenazara su vida, pero el riesgo era parte de su cotidianidad desde que era un niño.

En 2008 tuvo la primera crisis del postoperatorio: le dio una tuberculosis que atacó el cerebro; convulsionó, lo intubaron y le indujeron un coma.

—Tiene doce lesiones cerebrales. No sabemos cómo va a despertar. Puede quedar ciego, cojo, mudo… —le dijo el doctor Correa a Patricia.

Después de quince días en coma le quitaron los sedantes. Cuando despertó, Patricia le señaló el letrero de la bata que llevaba puesta y Albeiro pudo leer el nombre del hospital. Ella pensó que era un milagro, pero a Albeiro le esperaba casi un año de tratamiento contra la tuberculosis y en cualquier momento podía recaer.

Hace un par de años tuvo una segunda complicación: se obstruyó la vena de la que el doctor Hoyos había pegado el trasplante. Albeiro volvió a sus días amarillos y febriles; alucinaba con que Hugo Chávez nos invadía, veía guerrilleros, monjes, mujeres árabes, nazis y animales…

Pese a que los medicamentos lo debilitan físicamente, y a los cuidados que debe tener por el resto de la vida –no trasnochar, alimentarse frecuentemente, no consumir licor, no frecuentar lugares donde haya enfermos, no forzar su cuerpo–, Albeiro no ha dejado de registrar la cruda realidad de un país en conflicto. Su fragilidad le ha dado el valor de acercarse a la muerte y sacarle sus mejores fotos. Su fotografía de un fiscal tomándole fotos al cadáver de un joven de la Comuna 13 fue seleccionada en 2009 por el periódico Boston Globe como una de las cincuenta mejores fotos de la década, y su serie Pandillas de Medellín fue finalista del premio Cemex- FNPI en 2010.

Ahora Albeiro quiere dedicarse a sus propias historias y dejar de cubrir el conflicto. Antes, le queda una última misión: "empecé en la guerra y quiero terminarla registrando el proceso de paz, así acabe con una payasada". Hace poco empezó a dar talleres de reporterismo gráfico a jóvenes de barrios populares. Dejó la ciudad y se fue al campo, donde espera vivir al lado de Patricia, oyendo The Clash, Plasmatics y Dead Kennedys, con varios perros y un hijo. Luce cansado, como un veterano de guerra. Aunque le dijeron que iba a ser el mismo, no lo es. Es un "nueve" escrito con mano temblorosa. UC

Ilustración: Cachorro

 

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