Número 70, octubre 2015

¡Oh dioses!
Cierto es que en la morada del Hades
quedan la psique y una imagen-sombra,
pero falta el diafragma.

La Ilíada, canto 23, 103


Filatelia
Felipe Osorio Gómez. Fotografía por el autor

 
 
 

1. Dos cajas forradas en cinta negra, una lámpara rota, un televisor y una esponjilla en la cocina. Todo era viejo y era todo lo que habían dejado. La que fuera dueña y habitante de la casa había muerto hacía días y su único heredero, un sobrino adulto que vivía lejos, dejó todo encargado a una oficina de arrendamientos. Pintaron y acondicionaron el apartamento para hacerlo habitable. Lo que dejaron fue lo que faltó por botar. Me pidieron que guardara todo por unos días y me hicieron entrega de las llaves en una cajita redonda de metal. En la tapa estaba escrito, a mano y con letra cursiva, “Filatelia”. Me dijeron que por vivir en el primer piso debía cambiar siempre el bombillo de la entrada al edificio y me pidieron que los llamara para confirmar el pago de cada mes.

2. La vecina de enfrente, Judith, vivía con su hijo y fue la primera que llegó a contarme dónde estaba. Allí, donde ella y yo hablábamos, había vivido Gabriela. Murió vieja y sola. La acompañaban un perrito y mucha basura, cosas que había ido acumulando. Andaba siempre pegada de una pipeta de oxígeno y dormía con su perro en el cuarto de atrás. Judith me dijo que su madre, quien también había muerto, fue la única amiga de Gabriela y que ella nunca les permitió entrar a su casa. Murió asfixiada y solo se enteraron dos días después cuando ella no salió y el perro no ladró. Entraron y la encontraron muerta, recostada en un sillón. El perrito murió días después, consumido, en la casa de alguien que lo acogió. Quedó seco y más pequeño de lo que era.

3. La superstición espera algo del mundo. La teología también. Esperan que el mundo y la vida decidan hablar y que seamos nosotros quienes escuchemos y quienes, iluminados, usemos las claves descubiertas para juzgar y juzgarnos. Como si fuésemos distintos, nosotros y el mundo. Como si hubiese entre los dos puntos una distancia insalvable. Somos siempre, a la misma vez, destinatario, remitente y parte del mensaje.

Sigo percibiendo de múltiples maneras lo que pasó. Cuando pretendo organizarlo, asumo que ha sido una combinación de coincidencias, suertes y curiosidades, pero lo son en la medida en que estoy profundamente implicado en el sentido que les atribuyo. Son necesarias. Si así no fuese nada habría notado. Otras veces un pequeño teólogo supersticioso alza la antorcha y decreta, junto conmigo, que se me apareció, que sin palabras, ni cuerpo ni existencia, me habló y me hizo su testigo.

Encontré un tesoro en el apartamento. Una cajita fuerte. Empotrada en el muro, con la fachada falsa de un tomacorriente. Un guardado. Un escondido. Cerré la ventana y miré con cuidado que nadie estuviera cerca. Volví a abrir y a mirar. Con mucho cuidado. No había nadie. Fui y aseguré la puerta de la casa y volví a ver mi hallazgo.

4. Aparentemente todo ha sido construido, reconstruido, excavado y horadado y pocos resquicios de la vida en las ciudades –de orden material o simbólico, o de cualquier otra índole– no han sido echados abajo y erigidos nuevamente antes de que los habitemos.

Movilización es el lema. Adaptación es la herramienta. Ostracismo es la amenaza. Histeria. Un derrumbe que nunca acaba. Estos, lo sabemos bien, no son tiempos para descubrir tesoros.

Tuve que forzar la cerradura. Un destornillador y un martillo. Tres golpes secos. Cayó el seguro y se vieron dos bolsitas de cuero que cubrían dos cajas de madera. Eran cajas antiguas de cigarros.

Pocas cosas igualan la perplejidad del descubridor. Me preguntaba si debía contárselo a alguien. Al heredero o a la oficina de arrendamientos. Legalmente, consulté, debía contárselo al dueño del lugar y darle parte del botín. ¿Pero qué botín? Adentro había prendedores, escapularios, aretes, anillos y medallitas religiosas. Nada ostentoso. Todo muy curiosito y peculiar. Dispuestos sin ningún orden en cada cajita. Tirados. Sin duda nadie más había visto este tesoro de baratijas. Eran de Gabriela. Decidí, sin embargo, no decírselo a nadie. No había allí nada valioso y desconfié de poder enredarme en líos al comunicarle al heredero que había encontrado el tesoro de su tía, pero que solo era una colección de baratijas y antiguallas insignificantes. Un semillero de pleitos, presentí, y nada dije a nadie.

5. Una notificación. Querían vender el apartamento. Yo no quería comprarlo. Tenía que partir. Reparé y alisté la casa. La limpié, pinté algunas paredes y fijé una cita con el operario de la agencia de arrendamientos. Debía entregar la propiedad. Revisando, cuarto por cuarto, le iba dando cuenta de que muchas cosas estaban tal cual las había recibido y que otras habían empeorado con el tiempo. Él tomaba nota y hacía un inventario minucioso. Llegamos al cuarto del servicio. Allí estaban todavía las bolsas de basura, la lámpara rota y el televisor. No dije nada. A él le quedó claro que me faltaban cosas por sacar. Solo pregunté, para cerciorarme, qué iban a hacer con el apartamento y me respondió que el propietario quería que lo pintaran, que botaran todo lo que sobraba y lo pusieran a la venta. “Hay que dejarlo limpio”, dijo. Pregunté entonces si el propietario vendría. “No, él nunca ha venido, ni conoce la propiedad”, respondió. Vértigo.

6. La antorcha del teólogo brillaba a lo lejos. “Hay algo allí que no ha sido visto, algo que no se ha contado y que contiene una verdad”, murmuraba. No me resistí mucho a la seducción de ese viejo, nuevo hallazgo. Ansiedad. Había olvidado esas cajas. La cajita Filatelia. El tesoro encontrado. Las cajas no examinadas. Una promesa estúpida de verdad. “Tengo un compromiso ya. Lo había olvidado”, le dije al operario. Lo lamenté mucho en su presencia, mientras se marchaba. Esperé que con eso bastara. Cerré la puerta, aseguré la puerta y cerré las ventanas. Volví a fijarme que el joven no estuviera. Que nadie estuviera. Saqué las cajas, ya en medio de la casa vacía, y las rompí con unas tijeras.

7. En una caja, solo tela para cortinas, un lápiz y unas tijeras. En la otra había varias cosas. Entre ellas un sobre con cartas. Casi todas recibidas entre 1960 y 1964. Unas las remitían las Guías Scouts de Colombia; otras eran de Lolita, una amiga de su familia, y otras de las Reverendas Madres de La Presentación, de Abejorral, en Antioquia. Allá nació en 1936 y se crio hasta el 60. Era la mayor de sus hermanos. Vivió muchos años en una de las calles principales del pueblo. Con su hermano Miguel, su hermana Libia María, su padre Ramón y su madre Libia. El padre murió en el 57 y Miguel se fue a vivir a Bogotá. Para el 60, Gabriela y Libia, la mamá, también estaban allá. Libia María se fue a Medellín. Gabriela nunca volvió a Abejorral.

Las Guías Scouts firmaban así todas sus cartas: Siempre listas. Muchas comienzan con una recomendación y unos buenos deseos. La encomendaban fervorosamente a la Virgen María y le deseaban una vida tranquila y en Cristo. Guías Scout ultracatólicas. Según las cartas, eran dos sus actividades habituales. O celebraban misas o hacían semanas enteras de “ejercicios espirituales”. En ninguna de estas cartas deja de figurar una especie de acta ejecutiva, siempre al reverso y al final, en la que se da cuenta de las misas, sus asistentes y las excusas consignadas por las faltantes. Muchas misas. Por los muertos. Por las ánimas. Por los que se estaban muriendo. Por los que iban a morir. Por la Virgen, por su hijo, por su padre. Por sus hijos. Por la paz. Por la paloma. Por el inicio de la semana. Porque el miércoles ascendieron y el viernes sucumbieron. Misas para dar gracias y misas para arrepentirse.

Al parecer, Gabriela contestó las cartas de las Guías hasta el 62. Le agradecían, eventualmente, porque era quien se hacía cargo de enviar desde Bogotá las tarjetas y recordatorios de primeras comuniones y las semanas de ejercicios espirituales. “Es una dicha —dice en algún lugar una de sus Reverendas— poder contar con ilustraciones tan hermosas, a color y en un papel tan exclusivo, para fijar el recuerdo de momentos tan especiales en la vida de sus compañeras”. Por una cara una imagen bíblica o edificante según versículos de la Biblia. Por la otra, el nombre de cada estudiante, la fecha y el número de ejercicios espirituales a los que había asistido.

 
Fotografía por el autor

 
A partir del 63 y hasta el 64 cesan las bendiciones y las recomendaciones. Solo vendrán recriminaciones e increpaciones violentas. Amenazas de castigos que no se veían pero que pesaban profundamente. Dios no entendía al desertor. Las Guías la conminaban a responder. No se podía estar en silencio cuando se pertenecía a una comunidad. No bastaba con que sus amigas pidieran por ella en misa, había que ir personalmente y rogar por su alma. Que se habían quedado esperando los últimos recordatorios y que Dios no perdona el olvido.

Algo se traían las Guías con Gabriela desde el momento de su partida. Hasta la última de estas cartas, en el año 64, contienen en su reverso la constancia de que Gabriela V. H. no había asistido a las misas y tampoco había consignado excusas.

8. Muchos papeles. De impuestos. De médicos. Facturas. Derechos de petición para que se le pensionara correctamente. Para que le transfirieran dineros. Tres diplomas. Uno en dibujo arquitectónico. Otro en modistería. Otro en mampostería. Todos de academias bogotanas ya extintas. El de dibujo arquitectónico certificaba estudios por cuatro años, así como el de modistería. El de mampostería fue un curso de seis meses en el 67, su último año en Bogotá. Luego fue a Medellín, donde, en el 69, se empleó como pagadora en una institución pública. Escrituras y cesiones. El apartamento lo compró su hermano y se lo cedió a Gabriela después de morir. Años más tarde Gabriela lo cedería al sobrino, el hijo de su hermano, bajo la condición de poder vivir allí hasta su muerte.

9. Tres cajitas pequeñas. En la primera, documentos y dos libros viejos con oraciones. Copias de las cédulas de sus hermanos y de su mamá. Fotografías de cada uno de ellos a blanco y negro y un carné en el que Gabriela figuraba adscrita al Seguro Social. Otra cajita contiene hilos, agujas, instrumentos para enhebrar, colocar botones y pegar lentejuelas. En la otra caja, más pequeña y de madera, muchos sellos de correo. De China. De Singapur. De Haití. De Venezuela. De Turquía. De bancos. Ferrocarriles. Estaciones. Estados. Departamentos. Jurisdicciones. Sin orden aparente. Sujetados con cauchitos. Manojos hasta de cien sellos iguales y algunos marcados con cautela, en números romanos.

10. Judith me cuenta que al morir Gabriela y cuando la agencia de arrendamientos tuvo que limpiar el apartamento, no hubo ni un plan a seguir ni ningún encargado directo de la selección de aquello que podía tirarse a la basura y aquello que podía ser rescatado. Solo había una certeza entre los trabajadores: por quien allí había muerto no había nadie que llorara o reclamara, y su heredero mandaba a limpiarlo todo.

Muchos vecinos fueron a curiosear. No había espacio por dónde andar. Muebles viejos por montones. Desde el piso hasta el techo. Apretujados. Embutidos. Sin usar. Moldes para hacer postres, ollas para echar al horno, juegos de cubiertos. Canecas repletas de ropa vieja. Muchas cajas con impresiones religiosas. Bolsas de cuido para perro vacías y muchas cajetillas de cigarrillos y colillas arrumadas en un montículo contra un rincón. Rollos de tela para hacer cortinas, sin cortar. Los camiones, cuenta Judith, llegaban vacíos, se iban repletos y volvían por más. Tres días demoró la purga y una semana más el trabajo de limpiar y pintar superficialmente la propiedad.

11. No sé quién fue Gabriela. Ni cómo fue. Ni qué hizo ni cómo vivió. De lo que queda, preguntas y leves indicios, ni hay quien conteste las primeras, y no llevan a ninguna parte los segundos.

Solo fragmentos dispersos le dan contorno a esta figura que se ha hecho oscura de tanto preguntar. El supersticioso repta, con la antorcha del teólogo, y me invita a dotar de un sentido oculto la sucesión de eventos que me trajeron estos pedazos de vida. Pienso en causas, en efectos y en la suerte. La que tuvo que fraguarse para que olvidaran esas cajas. La del curioso descubrimiento de la caja fuerte tras el tomacorriente; la que impidió al heredero ir a fijarse en su propiedad. Y llegó a entusiasmarme. “Habrías podido escribir una novela”, me dijo un amigo. “Hay mucho qué pensar allí”, remató. “Mucha vanidad”, le contesto sin decírselo. Son cosas, de una muerta, en una casa vacía. ¿Vértigo?

12. Filatelia. Palabrita. La veía todos los días. A veces la olvidaba por meses hasta que cualquier día me la llevaba a pasear. Sacaba las llaves y la veía allí, de paso y muy de reojo, medio opaca, en letras cursivas. Al rato tarareaba, donde estuviera. La filatelia. La filatelista. Otras. El filatelista colecciona sellos de correos. ¿Por qué, para qué, para quién? Esas preguntas no se contestan en las definiciones de las manías. Solo figuran los signos visibles y arquetípicos. Los que juegan. Los que fuman. Los que pierden. Los que coleccionan. Al interior de cada grupúsculo, algunos están sujetos por la cabeza y el corazón. Otros, por una rodilla o una ceja. Cada quien hace lo que puede. No hay forma de saber cómo estaba vinculada Gabriela al gremio de los que juntan sellos de correo. Nada más queda la sospecha de que la filatelia era solo una de las máscaras, solo uno de los nombres, de los símbolos con que ella podía nombrar esa fuerza conocida pero etérea que la atravesó y la determinó siempre. Guardando suvenires, postales, recordatorios. De ejercicios espirituales, de primeras comuniones. De lugares no visitados. Sellos de correos del otro lado del mundo. Guardando moldes para hacer tortas. Colillas de cigarrillos fumados. Poniendo, uno encima de otro, muebles viejos, y en sus intersticios la prensa de años y años y más años. Sin deshacerse de nada. Sin mostrárselo a nadie. Sin comunicarlo nunca.

13. Lo vertiginoso. La vanidad retrocede al intuir la misma nada imbatible que compartimos. Ella en su tumba, yo en mi escritorio. Atemporal. Igual. No fue un afán de justicia. Ni aún de restauración. Todo fue, al fin, identidad. Identidad íntima y soberana. La misma danza y el mismo revoloteo ante la fugacidad del presente. Similares acrobacias para perpetuar lo inasible y el mismo juego a perder, siempre. Acumulando. Jugando. Fumando. Escribiendo. También he sido un testigo. O de su olvido o de mi perpetua extinción. Un juego de espejos en el que aún no tengo claro por qué estoy convencido de que una vida dedicada por entero a acumular y encumbrar los recuerdos debería dejar al menos uno.
Me llevé las cajas, las cajitas y los papeles. Solo dejé una nota en la caja fuerte, escrita y firmada por Gabriela en el año 2008, tres meses antes de morir. “Siempre lista, para arder como el fuego e irradiar luz por doquier”. G.V.H. Hoy, 5 de octubre, en el que fuera su cumpleaños 79, se le recuerda. UC

 
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