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Número 09 - Febrero de 2010  

Otros Centros
Los tres centros de Boston
Saúl Roll Vélez
 

Uno es Beacon Hill (La Colina del Faro, no de la tocineta, que eso es bacon). Coronando la susodicha, que por otro lado es mínima y es más un morrito, el capitolio estatal de Massachusetts crece bajo una dorada cúpula que le da unos aires de iglesia ortodoxa griega, si bien el resto de su arquitectura no pasa de ser el típico pastiche de los edificios oficiales de cierta antigüedad. Desde allí se derraman por las faldas, preciosas casas de ladrillo rojo que, combinadas con la abundancia de árboles y de flores (en primavera), anuncian al caminante que el alquiler de un mes está a una distancia absurda de su salario anual. Aquellas lomas desembocan todas en Charles Street, la única plana. Sus pequeños edificios y casas, del mismo ladrillo, recuerdan durante sus seis o siete cuadras el encanto de una pequeña ciudad europea. Pero aquello es, ya no una ilusión óptica, sino una vil mentira. Los turistas entran en ella con la sonrisa expectante con la que se llega a un lecho desconocido que promete anécdotas. Los más optimistas, los que no quieren sentirse como si hubieran perdido el dinero viendo una película mala, conservan la sonrisa cuando llegan al anticlimático final de la calle. Pero pocos de ellos saben ocultar el calambre de sonrisa forzada que les hace temblar los carrillos como si tuvieran un tic. Los otros se devuelven a paso ligero con una expresión que revela sin mayores misterios el ardiente deseo de encontrarse frente a frente con su agente de viajes para insinuarle, probablemente con un cierto grado de violencia física, que examine seriamente la posibilidad de cambiar de profesión.

El otro es el centro financiero. Lo dibujan desiguales edificios, algunos no horribles, que no alcanzan a rascar el cielo y que se vierten hacia el antiguo puerto, el que vio la génesis de la única revolución que logró germinar en aquellas tierras. Pocas de sus calles forman ángulos rectos, y muchas se pierden en curvas insensatas que van a dar a un callejón por el que es mejor no meterse porque quién sabe cómo va a salir uno de ahí. El azaroso, el caótico trazado de las calles es míticamente atribuido, con inexplicable orgullo, al dibujo que fueron dejando tras su paso las muchas vacas que habitaban esas tierras en la época inmemorial de la antigua colonia (anteayer, en la historia de otros pueblos de allende la mar). Esto ha sido desmentido por los historiadores, pero no por eso deja de repetirse. De día se ven por las calles multitud de vestidos y corbatas y tacones que se han escapado de su cubículo durante veinte o treinta minutos para almorzar en alguna hamburguesería multinacional. Cuando van al trabajo caminan con una celeridad que se diría es el resultado de la dedicación al trabajo, de la responsabilidad que tienen para con sus respectivas compañías, pero en realidad andan tan rápido porque quieren irse a trabajar a Nueva York lo más pronto posible. De noche aquello sería un cementerio de inmensas lápidas con ventanas, si no fuera por algunas discotecas que anuncian con pumba pumba pumba pumbas de ciento ochenta y cinco decibeles que allí no vive absolutamente nadie. La modesta zona turística, la de las tabernas y bares, la de los restaurantes de ostras y langostas, la de las tiendas de souvenires y objetos sin utilidad conocida, está atrapada entre los rascacielos que no lo son y una avenida que la separa de los antiguos muelles. Independiente de todo esto, al cruzar la avenida se ve uno en medio del North End, el barrio italiano. Restaurantes... pues, eso... italianos, cafés y bares llenan otras tres cuadras ilusorias. En las esquinas y en las puertas de los cafés, en las aceras y recostados contra cualquier muro, posan pintorescos italo-americanos que creen sinceramente que Los Soprano está basada en ellos.

El tercero es Back Bay, sin traducción lógica posible -ni motivo que haga lamentarlo-. En contraste con el centro financiero, sus calles están perfectamente calculadas con regla y lápiz por un ingeniero o arquitecto que al parecer tenía título. Las calles siguen un estricto orden alfabético que va desde Arlington hasta Hereford. La mitad del largo rectángulo formado por estas ocho calles y las cinco o seis avenidas que las cuadriculan está poblada de pequeños edificios residenciales, muchos de ellos imitando las construcciones de ladrillo de Beacon Hill. La otra mitad, aunque también habitada parcialmente por humanos, está dedicada más visiblemente a la fauna que va de compras. Hay el consabido centro comercial laberíntico que recorre tres largas cuadras y catorce edificios por diferentes niveles, y que fue diseñado para que uno creyera que estaba entrando gratis a Disneyworld. Ya en la parte más antigua está Newbury Street, que es más una avenida, y que está enmarcada entre la A y la H por Cartier y una señora con una tienda de collares de fantasía. Entre estos dos puntos pululan las tiendas de marca, desperdigadas entre las de los que pagan un alquiler brutal por compartir nombre de calle con Ralph Lauren y con Victoria's Secret. Aquí no hay mucho viandante desilusionado porque Newbury Street es exactamente lo que pretende ser: una Quinta Avenida neoyorquina, pero a escala y toda tiernita. Lo que no saben es que, hasta entrado el siglo XIX, todo aquello era una malsana ciénaga que tardaron lustros en drenar. Ni que todas las construcciones están montadas sobre largos pilares de madera clavados en la inestable arcilla azul del subsuelo costero. Ni que el día que caiga un terremoto como el que en el siglo XVIII hizo sonar las campanas de las iglesias, aquello se desmoronará, haciéndose nuevamente ciénaga de milenaria memoria.

En el centro de los tres centros, un inmenso parque que, como ya se habrá sospechado, es inmensamente más pequeño que el Central de Nueva York. En realidad son dos parques: el Boston Common y el Boston Garden. Aquel se anuncia en una placa de bronce como el más antiguo del país, y es una manga con algunos árboles dispersos, todo trepando hacia, o descendiendo de la cúpula dorada del capitolio estatal, dependiendo de dónde esté uno parado fumándose el cigarrillo. El Garden es más íntimo. Está lleno de plantas, árboles y flores (en primavera), una estatua ecuestre de inmenso caballo casi bolivariano, y un puentecito sobre un laguito muy ito. Aquí los turistas pueden navegar entre gansos de verdad pedaleando en un inmenso cisne de mentiras, mientras que deciden si deben contarle la verdad a familiares y amigos cuando regresen, o si lo mejor es quedarse callados y mostrar las fotos que salieron bien.

Es verdad que podría haber escrito algo bueno sobre aquella ciudad que es la mía desde hace ya más de diez años... pero es que estoy en el Café Le Bon del parque Lleras comiéndome unas empanaditas, y no tengo ni ganas de volver porque Medellín es muy bacano.UC

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