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Número 18 - Noviembre de 2010   

Artículos
DES RECOMENDADOS

Siempre hay quién recomiende lugares para visitar en una ciudad. Habrá hasta algún descarado que aconseje visitar la choza de Marco Fidel Suárez, por ejemplo. Te dicen: No dejes de ir, cuidado te vas sin conocer… Aquí, por el contrario, nuestros invitados nos advierten sobre algunos destinos turísticos clásicos de esta capital de la montaña : No vayas, no lo hagas, ¡cuidado!

 

Las peores cosas de Medellín
Eduardo Escobar

En Medellín hay dos lugares a los que ya no vale la pena ir: el Parque Bolívar con sus orquídeas, sus balsos, sus ceibas y su Basílica y la estatua del hombre que le presta el nombre, en cuyos límites vivían las familias de los jefazos de la ciudad de antaño, ahora convertido en un antro dantesco; y Guayaquil, el barrio del pobre carnaval de los pobres donde antes se mezclaban las putas de los pobres con los ladrones de los pobres, convertido en cueva de burócratas. El Parque de Bolívar es un gran estercolero: mendigos, palomas, enfermos, refugiados de la violencia y loteros ciegos cantando la lepra de su gordo, y Guayaquil, el centro de la administración de la ciudad.

Las ciudades evolucionan. Pero yo no puedo evitar sentir que el Medellín de mis nostalgias evoluciona en una dirección equivocada y triste. La última vez que pasé por el Parque Bolívar había un hombre en el atrio metiéndose un clavo enorme por la nariz, como si no hubiera suficiente con el santo torturado (y traicionado) que presidía la Basílica a sus espaldas. Y en Guayaquil por poco me atropella el tropel de los escoltas de un secretario de cualquier cosa poniendo cara de bueno en un automóvil de alta gama.

Las mejores pruebas de que Medellín no evoluciona bien desde la de mis entretelas en el sentido de la felicidad son el Parque de Bolívar y Guayaquil. Antes el parque perfumaba a pesar de la cercanía de los prohombres, y la gerentocracia de los caballeros del santo sepulcro bien blanqueados. Y no se refugiaban frente a los balsos y los carboneros y las ceibas los defraudados de la tierra, a quienes no les quedó más remedio que ser fieles a sus vicios cuando no les quedó otra cosa que mereciera su fidelidad. Ni la Basílica de ladrillos cocidos más grande del mundo, ni la estatua llena de gravedad de Simón Bolívar en su caballo, recogiendo un poco de aire con su sombrero de gala, ni los habitantes de las casonas que bordeaban el Parque, líderes pragmáticos de una ciudad entonces fundada en un capitalismo patriarcal.

Ahora el Parque de Bolívar dejó de ser un lugar que prometía una incierta felicidad. Porque cuando cerraron a Guayaquil, por esos movimientos irracionales propios de los cálculos del espíritu progresista que se confunde con la codicia en todas partes, para dar paso al centro administrativo, el carnaval de Guayaquil corrió a ver lo que pasaba en el Parque Bolívar. Aunque los prohombres habían huído hacia las lomas de El Poblado.

No vayan a Guayaquil, que ya no es lo que fue, excepto si andan en busca de un contrato. Ni al Parque de Bolívar, excepto si aspiran a ser atracados. Ya no circulan los Echavarría pasando en sus Cadillac, ni Gutiérrez, el que fue ministro en la Oea o yo qué sé dónde, ni su hermosa hija que tenía una ceja crespa y la otra serena. En Guayaquil desamparado de sus hampones apagaron las pianolas de tangos torcidos para dejar paso a los burócratas en sus edificios inteligentes, más inteligentes que ellos mismos muchas veces. Fernando González dijo que Medellín era bueno cuando los Echavarrías estaban chiquitos. Yo qué sé. Quizás estaba sobrado de razones. Y por eso se fue a vivir a Otraparte, en Envigado. Y así no tuvo que ver los destrozos de la avenida oriental que se llevó por delante la casa de Dora Ramírez. Aunque quedó la de Rocío Guzmán, una muchacha de una belleza que ni para qué te cuento. Pero, ¿qué se haría Rocío Guzmán?

 

El paseo de los alumbrados del rio
Andres Burgos

Son recargados como un postre de mafioso. Pero ese no es el problema. Que tire la primera piedra quien no haya gozado alguna vez con la desmesura, ya sea en forma de perro caliente callejero o como implantes mamarios de una grilla. Así es nuestro rococó y hay que quererlo, cual hermano bazuquero.

Además estamos en navidad (desde el primero de noviembre a casi marzo) y hay licencia para abandonar la cordura estética.

Lo malo, como tantas cosas en la vida, llega con la cercanía.

Maldito el día en que se decide poner un pie en ese tapiz de salpicaduras de grasa reciclada, donde se resbalarán los indigentes el resto del año: reino de copiosas muestras gratis de calor humano no solicitado, exposición de ombligos al aire que de existir un dios jamás deberían haber visto la luz, vitrina de cachuchas que traen los mechones de pelo artificial ya incorporados y desfile de gente comiendo oreja u hocico fritos, seres indoblegables en su propósito de aprovechar hasta el último gramo de un marrano. Todo adobado con el fondo musical del pito de un tren reclutador de insomnes desde Las Palmas hasta Guayabal.

El vano consuelo para el visitante, si apunta bien la cámara, será que nada de esto saldrá reflejado en las fotos. Tendrá como premio a su sacrificio unas bonitas postales y si es sensato las esgrimirá como salvoconducto para no volver el año siguiente.

 

El diminutivo del pueblo
Enrique Lozano

De antemano pido disculpas a quienes sientan pisados sus callos –quizá debería decir callitos– por el siguiente desrecomendado de Medellín: no vayan al Pueblito Paisa, de verdad, su visita es innecesaria y redundante.

La proclividad de nuestra cultura colombiana a usar los diminutivos para cualquier cosa que no sea su uso corriente –denotar la disminución de tamaño en el objeto designado–, me hace estar siempre en guardia contra ellos. Dicho lo anterior es posible imaginar mi crispación ante un lugar que no sólo lleva el diminutivo en su nombre sino que lo luce con el orgullo de representar a toda una cultura: Pueblito Paisa. Está claro que en este caso el uso gramatical del diminutivo sí es correcto pues uno sube un cerro que es, en efecto, un cerrito de 80 metros, y allí se encuentra una iglesita, una escuelita, una fondita, una casita con balcones, y una botica (palabra que parece colombiana pues trae su diminutivo incorporado).

Medellín es, todos lo sabemos, la cuna y la meca de la cultura paisa. Todo en esta ciudad es, huele y sabe a paisa (hasta el sushi que uno se come en el Parque Lleras). Y que en un país como el nuestro, tan dado a la imitación de lo extranjero, exista un lugar tan consistente en su cultura es algo que uno no sólo agradece sino que desearía fuera un fenómeno más extendido en nuestra geografía. Por esto es descabellado que a alguien se le haya ocurrido construir cuatro o cinco edificaciones a escala en la cumbre de un cerro para representar la paisanidad. En lugar de esto salgan a la calle, vayan al Parque de Bolívar un domingo y ahí encontrarán de verdad una plaza paisa no sólo de tamaño real sino una que es, sin dudarlo, un reflejo actual y verdadero de esta compleja cultura.

 

Fusión y depresión
Mario Mendoza

La primera vez que visité Medellín, ya como escritor que iba a promocionar sus libros, me llevé unas desilusiones tremendas. No sé por qué la gente cree que a todo el mundo le interesa la comida fusión, las nuevas mezclas culinarias, cierta sofisticación que está de moda a la hora de comer. Recuerdo entonces que me llevaron a varios lugares, algunos de ellos en el Parque Lleras, donde la carta era carne de cordero en salsa de kiwi, arroz teriyaki con camarones y mango, paté de fois con macadamia y verduras al horno, calamares fritos en salsa de papayuela y cosas por el estilo. Supongo que deseaban mostrarme que Medellín era una ciudad cosmopolita que había dejado atrás su tradición montañera y campesina. Varios días seguidos tuve que aguantar ese menú internacional de comida fusión y demás esperpentos. Lo peor era que teníamos que acompañar la cosa con un buen vino de la casa del marqués de no sé qué. No quiero ni mencionar los precios porque la depresión del recuerdo aumenta. No se pagaba menos de cien mil pesos por persona, y a los cuarenta minutos el hambre continuaba intacta. Creo que bajé dos o tres kilos esa semana. Fue lo único positivo.

Siempre he lamentado el hecho de no haber podido decir la verdad, quizás porque no quería herir el entusiasmo de los que me invitaban con las mejores intenciones. Y la verdad es que me encantan los fríjoles con arroz, el chicharrón, las sopas bien hechas, las tortillas, los guisos, las lentejas con chorizo y las carnes al horno con chimichurri. Esa comida donde se siente en el aire el aroma de la cebolla, el tomate y el ajo, y que da tanta alegría compartir. Y lo mejor: que se puede acompañar con una cerveza bien fría.

 

Barrio Lleras
Héctor Rincón

Pensándolo mejor sí. Sí sería el guía de algún interesado en ver cómo un desarrollo a lo bestia privó a una ciudad de un lugar que pudo ser bello y festivo y bucólico, pero que las agallas de negociantes de mirada corta lo hicieron atiborrado, peligroso, ruidoso e indeseable.

El Barrio Lleras eran casitas de dos pisos con antejardines florecidos que enfiestaban sus calles estrechas. No digo que pudo preservarse así en estos tiempos de registradoras ansiosas, pero digo que los negociantes que le colonizaron a precios de dineros calientes hicieron el doble mal negocio de borrar las huellas de un barrio hermoso y de perder sus inversiones porque muy pronto el Lleras morirá de abandono por decrepitud.

Todo en el Barrio Lleras es desproporcionado. A su decente origen miniaturista le chantaron estridentes bares y restaurantes y discotecas que simplemente no caben en esos espacios. Y a esa estrechez súmenle la publicidad atiborrada y las músicas diversas que cada antro programa al volumen competitivo que le da la gana. Un infierno. El infierno del mal gusto.


 
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