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Número 18 - Noviembre de 2010   

Artículos
Alquimia criolla en la mansión de las Garcés
Marta Inés Baena Gaviria / Josegabrielbaena
 

Ilustración CachorroEl 6 de mayo de 1937 la fotografía asombrosa del accidente del Led Zeppelin LZ129 cerca a Nueva York le dio la vuelta al mundo. Sesenta pasajeros sobrevivientes fueron rescatados en tierra con graves quemaduras y lesiones, comatosos, muchos de ellos dados por muertos apresuradamente y conducidos a las morgues. En Medellín la noticia causó notable escándalo social, ya que en ese zepelín venía desde Europa el multimillonario medellinense José Domingo Garcés Naranjo, procedente de Alemania, donde había pasado una larga temporada, asistido a los Juegos Olímpicos del 36 y personalmente había sido condecorado por Hitler por ser uno de los más importantes comerciantes entre América del Sur y la Alemania Nazi: Garcés Naranjo exportaba enormes cantidades de coca desde Bolivia y Perú para las reputadas casas farmacéuticas de la época, que la preparaban en sus numerosos productos alcaloideos, desde la inofensiva aspirina hasta la potente morfina para adictos particulares y los ejércitos del Tercer Reich. En Medellín le hicieron novena de difuntos a Josédomingo porque la noticia de su supervivencia llegó solo días después. Cabe anotar que el millonario murió otras dos veces por accidentes o asaltos y siempre resucitó. Vea usted.

Josédomingo, continuador a su modo de la saga de bizarros potentados locales como Coriolano Amador, era hijo de "papá Dominguito", comerciante que había mandado a estudiar a sus hijas e hijos a Europa, como se estilaba. Pero fue su hijo Josecito el único que le sacó la vena de millonario sagaz desde muy temprano. Sus otros hermanos y hermanas tuvieron destinos dignos de películas de la serie B de Hollywood: el único medio normal de la familia fue Julio César, primer contador del Ferrocarril de Antioquia. Los demás son objeto de nuestra crónica. Un periodista económico contaba hace poco cómo Josédomingo había recibido de herencia las extensas tierras del hoy barrio de mecánicos El Naranjal, un extenso pantanero que iba desde San Juan hasta Suramericana, y desde el río hasta la Plaza Guayaquil que se inundaba cada invierno; y muchas más posesiones desde Naranjal hacia los corregimientos de La América y Belén, y suntuosas fincas en El Poblado. La mayor fuente de su riqueza no vino sólo de la compraventa siempre gananciosa de sus 240 fincas sino mucho más de la fabricación y venta de algunos inventos medicinales domésticos y populares, semejantes a la sal de frutas, polvos y brebajes para el hígado y la sangre, Urol, Sangrol y otros, fabricados en sus misteriosos Laboratorios Garcol, e ideales para alcohólicos consuetudinarios y anémicos anónimos.

Cronistas bíblicos nos cuentan por teléfono que las fórmulas se las había sonsacado a un químico alemán que vino a Medellín huyendo de la guerra del 14. Hay que decir de una vez que Josedomingo jamás le pagó un céntimo de impuestos al municipio, el millonario audaz no reconocía ningún derecho del Estado sobre su fortuna y durante años tuvo a sus abogados litigando para que le dieran la licencia de construcción del Edificio Colón, peligrosísimo porque había sido levantado con los ladrillos "parados y de canto para ahorrar material". Al final de todos sus innumerables memoriales de agravios ponía en el documento de puño y letra: "¡Viva la Virgen del Carmen!"

Su vida personal fue una épica continua hasta entregarle con onerosos intereses su alma al Creador. Casado con la hija de un exgobernador de Antioquia, la pobrecilla mujer pronto enloqueció, sin hijos, seguramente debido a las manías insoportables de su cónyuge, y murió demente. Luego de la muerte de su esposa Josedomingo se fue a vivir a la enorme casa de su propio barrio El Zepelín —de Naranjal hacia arriba— en compañía de su familia de insólitos hermanos: Pedro Pablo, alto y elegante como mayordomo inglés, asesinado por un borracho antes de los 30 años; Ángela, Julia, Julio, Clementina, Magdalena y Amelia, esta última depresiva total y encerrada en esa casa de por vida. Yo Josegabriel, que era algo así como sobrino-tataranieto de esa familia por parte del abuelo materno Jesús Gaviria Naranjo, alcancé a ir a esa mansión extraña unas cuantas veces a finales de los años 50, mis recuerdos de ella son pura tiniebla, pero dejo aquí la palabra a mi hermana Marta, quien conoció a fondo en su niñez ese lugar de avaricia natural, demencia y sucesos extraordinarios, dignos de una novela de Edgar Allan Poe.

Josedomingo en el recuerdo puro

Alquimia criolla en la mansión de las Garcés"Naranjal empezaba desde el antiguo puente de hierro de San Juan, y se llamaba así porque había sido pantanosa finca de los Naranjo desde finales del siglo 19 o principios del 20. Ahí en San Juan arrancaba el camino que se partía después hacia los corregimientos de La América, Belén, El Socorro y el monte selvático occidental. Después del accidente del zepelín en el año 37, Josedomingo construyó ese barrio de varias manzanas con las llamadas quintas, arriba del sector de Los Chalets, y lo llamó así en recuerdo del dirigible fatal. Por el camino central pasaba el tranvía hacia La América. Las quintas eran lo último en modernidad: en vez de tener el patio atrás como las casas de pueblo o del centro, lo tenían adelante: amplias fachadas de 20 metros, muros bajos con reja forjada, aldabones, jardines selectos que llegaban hasta el fondo de la casa, piletas forradas con cerámica extranjera ilustrada. ¡Una elegancia! Josedomingo mandó a construir para él y sus hermanas solitarias la mansión más grande de todas, con una enorme sección de fondo que giraba en forma de L hasta el otro extremo de la manzana, para instalar su laboratorio secreto… y la habitación con doble puerta de hierro sólido donde encerró hasta su muerte a su pobre hermanita lunática.

"Estamos a finales de los años 40. En mi familia Baena-Gaviria apenas hemos nacido Lucía la mayor y yo, Marta, la segunda, de 5 y 3 años cortos. Vivíamos al extremo occidental de El Zepelín, donde empezaban a instalarse las clases medias trabajadoras. Como en la casa no había nevera, que era lujo de ricos, todos los días la mamá nos mandaba a Lucía y a mí: 'Vayan a donde las Garcés por el hueso para el almuerzo'. El hueso era… ése que vendían o encimaban en las carnicerías para que las señoras lo metieran en la sopa mientras hervía y soltaba la sustancia. Así, pues, día tras día íbamos a que nos dieran el hueso donde las Garcés Naranjo y eso era para nosotras, inocentes infantas, la gran aventura…

"Como éramos tan traviesas, patilargas, brinconas y saltarinas, atravesábamos la reja en un instante y estábamos adentro. Jugábamos entre los laberintos de flores largo rato, nos extasiábamos ante las fuentes de inmersión, distraídas, olvidadas de todo… hasta que un ruido en la puerta del zaguán nos anunciaba la realidad. Salía a recibirnos Julia, la única que se levantaba temprano, mientras iban de salida Pedro Pablo, y Julio: solterón, altísimo, blanquísimo y vampiresco, siempre impecable con su traje negro y su camisa blanca almidonada. Ya calladitas y con aire mohíno nos adentrábamos en el zaguán, con su segunda puerta de fondo y sus vidrios esmerilados de colores, y entrábamos en puntillas a ese misterio que era siempre la casa de las Garcés… Imágenes, recuerdos claros, emociones puras de finales de los 40 del siglo pasado; en el Zepelín, muchas casas de esas manzana también eran suyas. Siempre escuché en la familia nombrar esos primos como Las Garcés, interpreto ahora, quizá, por la mayor cercanía con las mujeres: Julia, Ángela y Clementina.

"Así…Todos los días por la mañana la niña iba por el hueso para la sopa, la niña iba corriendo, cantando, con sus manos asidas a la bata, a cumplir con el encargo de la mamá y tardaba muchísimo en regresar por el increíble asombro y curiosidad que, en sus ojos de niña, le producía llegar a una hermosa casa quinta donde todo para ella era fantástico, inmenso e intemporal.

"Traspasada la puerta de hierro ahí estaba el antejardín con dos fuentes medio secas, enchapadas en azulejos intercalados, los surtidores siempre cerrados. En las ventanas y rejas, enredaderas de lluvia de oro y de delicadas flores azules, una banca de madera de ese color curtido que solo lo dan lluvias y soles, junto a una ventana lateral. Ese antejardín fue un lugar de ensoñación para Lucía y para mí; jugábamos en las fuentes y soñábamos con agua que brotaba de los surtidores, pues aspirábamos las boquillas hasta que el agua brotaba por unos instantes: éramos felices, entre gritos y asombro nos abrazábamos, las fuentes tenían vida.

"Las florecitas de la lluvia de oro me producían éxtasis, me sentaba en la banca a contemplar su intenso color naranja y a sentir entre mis dedos la textura de terciopelo de sus pétalos; no contaba la noción del tiempo en mis contemplaciones infantiles. De pronto recordaba el encargo de la mamá y corría, pasaba el portón color verde claro, luego el zaguán con vitrales y se desplegaba mágicamente una enorme casa: a la izquierda lo primero que observaba era una habitación cerrada: al ver la mirada curiosa de la niña, Julia me decía: 'Josedomingo está dormido, no haga ruido...'. Eventualmente Josedomingo, somnoliento, abría la puerta de su habitación, de piyama azul de rayas, manga y pantalón largos, muy simpático, de voz fuerte, dicción muy buena, expresión fácil, me conversaba alegre y volvía a encerrarse. Yo aprovechaba esos momentos furtivos para mirar hacia adentro: multitud de cajas, escaparates hasta el techo, baúles. La leyenda dice que ahí guardaba sus lingotes de oro y billetes norteamericanos y europeos. En esa habitación fue donde lo asaltaron varias veces, una de ellas con gravísima cirugía posterior y trepanación cerebral.

"A Julia la conocí en su ancianidad, silenciosa, triste, de voz suave, delicada… dijimos, la única que se levantaba en las mañanas. Se ocupaba del trabajo de la cocina, de cuidar los pájaros y los perros. Mis abuelos la amaban a ella, también a sus hermanas Ángela y Clementina. Julia, siempre vestida a la usanza de Cumbres Borrascosas, siglo XIX: vestido o falda larga entallados en la cintura, amplios, colores gris o negro, delantal blanco y cabello recogido con cofia, zapatos de fieltro oscuros. Seguíamos a la cocina por el hueso, después de atravesar un largo corredor bordeado por el patio, a un lado con bifloras en materos de madera con patas largas torneadas y al frente con las habitaciones de Ángela y Clementina, cerradas; de nuevo Julia me recordaba no hacer ruido, 'porque están dormidas, trabajaron hasta muy tarde de la noche en el laboratorio…'; apenas eran las 11 ó 12 de la mañana. Otras dos habitaciones: una con la pianola mecánica, yo me moría por tocarla 'pero no tiene rollos', me decía Julia y la última pieza con baño y una enorme bañera blanca. La pianola fue objeto de mis fantasías hasta mi adolescencia.

"Al fondo una jaula inmensa se prolongaba hasta el techo, allí pasaba largo rato en contemplación: loros, pericos, diostedés; Julia les mantenía papayas y plátanos dispuestos en una enorme y pesada mesa a su lado. La jaula lindaba con una puerta de hierro, infranqueable, luego un pasillo y otra puerta; varias veces vi un laberinto de habitaciones de piso de cemento; Julia no me permitió entrar nunca. En uno de estos cuartos secretos permanecía Amelia, la pobrecilla loca… Ahora recupero en mis recuerdos su rostro lleno de angustia y dolor, una vez que se escapó del encierro, su larga cabellera y sus crecidas uñas —yo me escondí debajo de una cama, paralizada ante el misterio del laberinto que la niña curiosa quería develar...Alquimia criolla en la mansión de las Garcés

"Luego la cocina y a continuación un enorme salón oscuro iluminado día y noche por bombillos de luz amarilla, tenue y pesada. A lo largo, mesones gruesos de madera oscura, repletos de frascos cafés, llenos de una sustancia granulada, balanzas, obreras lavando envases, rotulando; Clementina marcaba, Ángela tenía las fórmulas secretas del Urol y otros productos, manejaba sólo ella la alquimia del Laboratorio Garcol. Muchas veces entré a ese lugar que ahora surge como un recuerdo de novela...

"Fui testigo de que Josedomingo, Julia, Ángela y Clementina ocuparon un espacio en los afectos de mis abuelos maternos Gaviria Naranjo-Gaviria Sierra y de mi mamá Gabriela; mantuvieron unos lazos recíprocos de amor y amistad hasta la muerte. Recuerdo las visitas de los Garcés a las casas de mis abuelos en San Benito, Estación Villa, San Javier, hasta allí llegaba el lujoso auto negro Packard de Josedomingo a llevar a Ángela y Clementina a tardes de parqués con mi abuela. En varias oportunidades fui a pasear con todos ellos a la finca de Josedomingo de El Poblado de Turingia. Memorias puras de mi infancia, personajes de leyenda de un Medellín que ya nunca más será".

 

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