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Número 18 - Noviembre de 2010   

Artículos
Impresiones de Medellín
Emilio Ruchansky

   
El autor de estas tres postales callejeras de Medellín
es editor general de la revista THC y redactor
de Página12 en Argentina.
Pasó por la ciudad invitado para dar una charla
en la Universidad de Antioquia sobre el tema
de despenalización. No se pudo. La U de A estaba cerrada por fallos en su aeropuerto.
    

Parrandera

Ilustración Cachorro

En medio de esa ciudad descuajada, irregular, sombría por momentos; en medio de las calles multitudinarias del centro, de gente apurada por el día nublado, descubrí que Medellín era un lugar especial, distinto, violentamente romántico. Estaba deambulando cerca de la estación de metro del Parque de Berrío, sin otro rumbo que una cigarrería que vendía paquetes de Marlboro, enteros, un atado de 20. Eso de la venta al menudeo me desesperaba, como a cualquier fumador que se queda sin cigarrillos a las tres de la mañana. Además era totalmente antieconómico, si uno tiene el dinero y los pulmones para fumar cada treinta minutos; y encima está de vacaciones.

El lugar que había descubierto no solo vendía paquetes. Lo hacía a un precio justo, tan justo que era el mismo todos los días. Creo que ese día era la segunda vez que iba y compraba dos atados porque la chica ya me conocía y me sonrió comprensiva. Ella tal vez sospechara lo que pasaba: había viajado 5 estaciones de metro para comprar ese bendito atado, como decimos en Argentina, estaba realmente "al pedo". Era tarde y como estaba nublado, los alrededores del metro se veían más oscurecidos que de costumbre. Me fui por un poco de café, un culito de tinto, para tomar en el Parque de Berrío, sentarme y pasar quince minutos, suficientes para fumar, tomar café y lo más importante: justificar la breve salida.

Y entonces oí la música. No sabía que le decían "parrandera". A mí me sonaba como al ritmo del porro, al del paseo. Quedé maravillado de inmediato con la imagen. Había cinco parejas de viejitos bailando. Se movían como una barcaza en un día de viento, un contoneo perfecto, sonreían. Tenían pinta de campesinos, de hombres y mujeres que vinieron a la ciudad a hacer un trámite, a ver a sus hijos o a comprar ropa. Estaban rodeados de gente y los tres guitarristas, paisanos también, cantaban una de amor, con cierta picardía. Los bailarines se sabían la letra y la repetían con los labios, de memoria, pero sin usar la voz. Parecía que habían cambiado el tiempo, como si estuvieran en el patio de su casa bailando una canción que suena en la radio, luego de regar la quinta.

En ese mismo momento me acordé de una frase emblemática del DT argentino Mostaza Merlo, que sacó campeón a Racing en medio de la crisis del 2001, después de 35 años: "No creo en la felicidad, solo en los buenos momentos". Prendí otro cigarrillo y los seguí viendo bailar. Empezó a lloviznar. Todas las parejas seguían bailando y los músicos, que se miraban entre sí, acordaban sin hablar que seguirían tocando. Una canción hablaba de animales, mencionaba el tigre, el osito hormiguero, la garrapata, la gallinaza, los conejos, las culebras y los jabalíes. Recuerdo dos versos: "Que salgan las mariposas de 400 colores" / "que salga el escarabajo que pisco se emborracha". Me di cuenta que estaba ante una teletrasportación.

Estuve sentado hasta el anochecer, cuando dejó de hacerme efecto la otra satisfacción campesina que había descubierto por la mañana, mientras intentaba desayunar un café con leche en el centro. Terminé comiendo, también en el centro, lo que comían de madrugada esos mismos bailarines de parrandera, "el calentao": chocolatada, frijoles, arroz, manteca y arepas. Un desayuno de campeones.

 

Flores nocturnas

Nunca vi la Plaza de los Periodistas de día. Llegué a dudar de que ese lugar existiera si había luz. Incluso, ahora creo que deberían encapsular la plaza, con vidrio opaco, como los casinos, para que la gente no se espante con el sol ¿Hay plantas que florecen de noche? En esa plaza sí. Florecen entre cerveza y cerveza, con el olor dulzón a marihuana y con la maldición inca serpenteando, con los desconocidos que están a una pitada de dejar de serlo. Recuerdo haber pasado varias noches, charlando y fumando en esa plaza, sintiéndome como en el jardín de un amigo, alguno con plata, claro, porque hay que tener plata para tener baños químicos en el fondo de casa.

Ahí mismo me enteré que estaba en una zona de tolerancia en medio de la ciudad con peor fama de América. Cualquier turista desprevenido hubiera creído que la gente andaría con un revólver en la cintura en ese lugar, que los especialistas de convicciones liberales definen como "escena abierta de la droga". Esas noches, de rumba por si no queda claro, fui uno más. Yo, que casi no probé las drogas legales, comprobé los beneficios de evitar la polaridad, algo que sostengo, y lamentablemente también debo defender, más por intuición que conocimiento directo. Cuando se teme mucho algo y se lo asocia disparatada y rápidamente a "la perdición", como lo hacen los nefastos prohibicionistas, el que por circunstancias de su vida pasa del otro lado, pasa en extremo.

Ilustración Cachorro

Vi de "esos" casos. De tipos que eran más santos que las madres que los llevaban a la iglesia y siempre pusieron a las drogas mucha más cerca del infierno que del placer. Supe más tarde lo mal que se daban con la cocaína. ¿Se estarían castigando? ¿Estarían probando las mentirosas explicaciones y prejuicios que tenían antes? ¿Qué daño se puede cometer uno para creerse a sí mismo? ¿Son autoprofesías cumplidas? Juro que divagué preguntas como estas después de fumar un rico porro en la plaza de los Periodistas. Es que nadie se veía preocupado, ni muy pasado o "amanecido", como dicen ustedes. Más tarde vi algún fantasma, pero nada en comparación de lo que pasa en los lugares cerrados en Buenos Aires, donde hay "tolerancia". "Escenas abiertas de droga". Me da risa esa frase. Significa mucho pero no dice nada.

Otra cosa que me atrajo fue el microclima que se arma: ahí están los bares de poca luz, para que no duelan los ojos rojos, y las barras largas, con espacio para apoyar el codo, mansamente, y escuchar a los diletantes de turno. No es casualidad que de esta burbuja, que uno desearía que el mundo se parezca a ella, salga Universo Centro, esos cuatro pliegues mensuales que dan 20 páginas exquisitas. Y puedo decirlo, sin ánimo de ser complaciente, todos los editores sueñan hacer un medio que se reparta gratuitamente y tenga un público como el que va a esa plaza..

Algo más: una sola vez vi a un policía en la plaza. El tipo cayó a las 3, en moto. No se espantó por el humo. Ni se puso a requisar a los pocos fantasmas que quedábamos (era un día de semana). Simplemente cortó el chorro: le ordenó al muchacho del carrito de cerveza que se retirara. Muy práctico estuvo, hay que reconocérselo.

 

Cultura metro

Guardo para lo último la discusión más extraña que tuve en mi vida. Ocurrió en la estación Suramericana, un sábado soleado. Resulta que con una amiga local nos habíamos citado en el andén. Eran las 10 y fumé un poco camino a la estación. Antes de entrar compré jugo de naranja, por si el porro se subía demasiado. La idea era tomar el metrocable hasta La Aurora o más adentro y recorrer una feria en un barrio del cerro y de paso tener una vista panorámica de Medellín. Me senté a disgusto en esos cubos de cemento que ofician de banquitos. Pasó el primer tren y nada. El segundo y nada. Y al tercero, veo que el guardia de policía comienza mirarme. "Mmm, qué mierda le pasa a este pibe", pensé. No tenía porro encima, por suerte. Pero ese no era el problema.

El policía del andén que tenía en frente era el que pedía por los altavoces, cuando llegaba un tren, que seamos "solidarios" con los que necesitan un asiento en el metro. Lo decía de una forma tan estudiada, que parecía un mensaje grabado. Y entre tren y tren hablaba con su compañero uniformado de enfrente. Y yo, colgado de ese cielo hermoso, de esa temperatura cálida y eterna de Medellín, oí como si fuera un sueño aterrador que por los altavoces decía: "Señor pasajero, se le recuerda que está prohibido esperar más de dos trenes en el andén, tenga a bien aguardar en el hall de la estación". Miré al policía, me estaba mirando. Éramos tres personas: él, su compañero y yo.

No puede ser el porro, era bueno, pero no para tanto. ¿Realmente esa era una "regla"?

Ahí nomás me vino a hablar el compañero del policía locutor. Vino con una sonrisa, era un pendejo. Me dijo que no podía esperar allí, que bajara las escaleras. "Discúlpeme, pero no entiendo cuál es problema. ¿Está prohibido esperar? ¿Dónde está escrito eso?", le dije. Tenía los ojos bastante rojos, pero no me importaba. El pendejo, sin perder la sonrisa, me explicó que tenía la orden de no dejar que nadie espere más de dos trenes porque mucha gente se suicidaba… Me reí. "Mire, yo podría haberme tirado antes, incluso creo que por lo alto que estamos, si me tiro a la calle me mato igual", le contesté. En ese momento recordé que también en Argentina está prohibido el suicidio, por Dios, que mundo de mierda.

Y el pendejo insistía. Yo creí que era una joda, un chiste de los dos policía que seguro que estaban más fumados que yo. Alguien me lo había dicho antes, "en Colombia, lo único que se aprende en el servicio militar es a fumar marihuana". Venía un tren, crucé los dedos porque mi amiga viniera y se acabara esta alucinación. No tuve suerte. "Soy extranjero, no sabía esto", le dije, como si tuviera que disculparme por no querer acatar esa norma tan irreal. Y me la hizo cumplir, bajé las escaleras y cuando venía un tren subía para ver si llegaba mi amiga.

En una de esas, me quedé en el andén sin que se dieran cuenta. Venía el tren y el pendejo caminó apurado hacía mí. Me empezó a decir lo mismo de nuevo y como no sabía que responderle me subí al tren, mientras escuchaba como el otro por el altavoz decía: "Señor pasajero, sea solidario…".

Ilustración Cachorro

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