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Número 18 - Noviembre de 2010   

Artículos
Los turistas pasan, las ruinas se quedan
Fernando Mora Meléndez
 

Los turistas pasan, las ruinas quedanI
Después de llegar molida de hacer spinning toda la mañana, me senté a beber un energizante en el Parque Lleras. Estaba muy temprano todavía para el almuerzo y entonces me puse a hacer tiempo, brujeando los collares de chaquiras y las aretas de alambre que venden los hippies de por allí. Entonces se acercaron esos dos, uno era de acá y el otro era un gringo viejo. Se hacían los bobos, dizque mirando artesanías ellos también, pero no me quitaban el ojo de encima. Yo tengo el palito para eso. No es por nada, pero los hombres parecen moscas detrás de mí.

El más joven se me acercó y, con acento paisa, muy fluido, empezó a traducir lo que el míster me decía. Que yo dizque era "la joven más pispa que había visto en Medellín"; que "tenía las piernas más lindas de toda la galaxia". Eso me hizo reír y animó al gringo a decirme más cosas, que el otro traducía. Me preguntó si conocía los Estados Unidos. "Only Miami". "Yes, le dije, Miami es very beautiful". Aproveché para practicar algo, pero de un momento a otro, el intérprete me dijo que si yo podía acompañar a su jefe esta noche.
Creo que hacía rato estaban pensando que yo era una prepago.
Les voltié la cola y me largué.

Por la noche fui a comer con Estela, mi mamá, otra vez por el Parque. Estábamos mirando la carta cuando los vi en otra mesa. Era el mismo gringo, bajito, con camisa playera, calvo y setentón. Al lado suyo el traductor de camiseta negra, buen pectoral y cara de cura. Vino a invitarnos todo formal a la mesa de ellos. Mamá insistió en que fuéramos porque nada perdíamos haciendo relaciones.

Apenas pedimos las cazuelas, ya Gary nos estaba invitando a su rancho en Colorado. Que era un hombre de empresa y le gustaba decir las cosas bien claro: tenía dos mil cabezas de ganado, tres boutiques en la Florida, una hija y un yate. Que estaba dispuesto a lo que fuera con tal de conseguir una esposa colombiana. Y sin ir más lejos le dijo a mi madre que yo era la elegida. Apenas John Jairo tradujo esa pedida de mano yo me reí más que una tarimada de bobos.

Qué viejito tan sinvergüenza, ¡gas!, pensé en voz alta; pero mi madre le rogó a John Jairo que no tradujera eso. "No tenga cuidado, dijo él, yo soy traductor, pero no traidor". Y enseguida le mató el ojo a ella. Hace rato que la venía mirando, todo boquiantojado. No es por nada, pero mi mamá se mantiene muy arreglada a sus cincuenta. Se hizo la lipo, tiene quicas nuevas y anda en la jugada con la ropa y los perfumes. La gente se confunde. Y ese traductor andaba loco con el escote.
Le dije que yo no estaba interesada en bodas así.

"Oh right, oh right..." dijo Gary; y volvía a la carga con su propuesta. Me recomendó que pidiéramos un trago. Yo soy abstemia, le dije a John Jairo. Pero Estela, mi mamá sí se mandó dos guaros largos.

El traductor, entre tequilas, se pasó echándole los perros a ella y, como andaba tan entretenido, se le olvidó hacer el doblaje. Entonces el gringo se puso rojo como un tomate y no supe qué le dijo a su empleado porque mi inglés todavía es "very bad".

Gary me mandó decir que entrara en razón, pero yo lo veía más cacreco todavía. Pobre gagá, haciéndose ilusiones y con una patica en el purgatorio... Sacó el Blackberry pa mostrarme la foto de un yate, con él de piloto. Entonces me acordé de una película hindú que dieron por esos días: La joya sin precio.

Al otro día me sorprendí cuando vi a mamá, arreglándose para salir. ¿Adónde vas, ma?, le dije, y ella confirmó mis sospechas: Se iba a encontrar con ese par otra vez. John Jairo te lleva ganas, le dije.
No, qué va, dijo ella... totiada de risa.

Después me contó que se fueron a rumbear por Las Palmas. Gary se mantenía en el hotel y por las tardes se encontraba con ella. Hicieron buenas migas hasta que se casaron y se fueron para la USA. Vivían en Charleston, donde jamás los visité porque Gary me cogió rabia cuando no le paré bolas. Si venía por acá me hacía el fo, se hacía el loco, ni me miraba. Vivieron como cinco años y lo más raro es que yo no sé cómo se entendían si el inglés de mi mamá era de "this is the jacket" y cosas así.

Casi no volví a ver a mamá sino cada seis meses cuando ella venía. Una vez se prendió toda y me contó que ese viejito le daba lo que quisiera, pero que vivía en una jaula de oro. Bien achacoso y todo, se la pasaba viajando, yendo y viniendo a las Bahamas, y a Panamá. No la llevaba a ninguna parte y cuando salía le decía que no la podía llamar porque andaba en gira de negocios. Ella se puso a estudiar la otra lengua por hipnopedia. El viejito salió más perro que hasta ahí: una vez ella le encontró unos cucos en la guantera. Cuando le preguntó por ellos, él dijo que estaba explorando nuevos modelos de ropa interior dizque para abrir su mercado.

Menos mal que el año pasado, Mamá le pidió el divorcio. No sé todavía qué fue lo que rebosó la copa. En todo caso, me alegré de que se liberara de ese catano. Ella con cincuenta y todavía da guerra. En estos días se hizo el pilling, el botox y se piensa quitar unos conejitos de más. Luce como nueva. A veces nos encontramos y vamos a hacer nuestras rondas por el Parque. Nunca se sabe...
       

II
Por los días de la Feria de las Flores, me hice amigo de Max. Lo recogí en la Plaza de Cisneros y me pidió que lo llevara a un sitio de striptease. Me dirigí a un local que conozco y ya en la puerta me pidió que lo acompañara. No sabía que allí las viejas se quitan todo, menos la tanga. Cuando pregunté las razones, me dijeron que el dueño era evangélico. El mono se fue sulfurando porque ellas no se empelotaban del todo y me lo tuve que llevar antes de que armara la pelotera. Lo dejé en el hotel. Me dijo que lo recogiera al otro día, temprano, porque tenía que hacer muchas vueltas. La propina que me dio es lo que yo me gano en una semana.

Lo llevaba a comprar ropa, a hacerse las uñas y a otros sitios de los que mejor no hablar. El hombre me pagaba por días y así yo no tenía que andar ruleteando, como se le dice aquí al camello de encontrar carrera.

Max siempre andaba con los maletines repletos de billetes verdes. Me hacía esperarlo mientras él entregaba o recibía cosas en hoteles y en casas elegantes. Tenía sus cruces raros.

Me pedía que le recomendara muchachas bien para su soledad. No le podía faltar su botella de Jack Daniels y otros juguetes. Como estaba viniendo tanto a Medellín, decidió alquilar una casafinca en el Poblado. Allí hacía sus fiesticas, con poca gente. Le salía más barato, según me dijo, alquilar todo el año que pagar hotel por un mes. Muchos gringos estaban haciendo eso. Me mandaba la plata y yo le pagaba los gastos fijos, incluso le serví de codeudor.

Todo iba de maravilla hasta ese día en que nos rodearon, se bajaron varios hombres armados y sacaron al gringo del taxi, lo esposaron y le leyeron algo en inglés. Me dijeron a mí que me largara. Y eso no me extrañó tanto sino que se supieran mi nombre. Llevaban varios días siguiéndonos. El gringo ese estaba caliente y yo no lo sabía.

—Está pedido en extradición. No puede hablarle ni el abogado.
—Yo entiendo, pero, parce, este señor me debe la carrera —quería despedirme de Max.

Ante la insistencia, el policía de civil hizo un gesto con la mano para que me acercara al carro. Era una camioneta grande con vidrios polarizados, y con una ventanilla abierta. Uno de los detectives llenaba unas planillas. De afuera le gritaban alguna información que no entendí.

Max parecía una porción doble carne, en medio de dos rebanadas de pan con ajonjolí: los policías que lo apretujaban. El gringo me debía ochenta mil. Pero me entregó doscientos con las dos manos pegadas, por encima de la cabeza de un policía.

—Fuck you, me gritó desde adentro, ¿Cómo tú no darte cuenta de que nos venían siguiendo?
—Ah, hermano, yo qué iba a saber que usted andaba caliente...
—Shit —dijo—. Quédate con eso.

Y entonces me tiró una cachucha que decía Rico Medellín de noche y unas gafas marca Police, de las originales.

Subí al carro y me despedí de los honorables representantes de la Ley y la Justicia ordinaria.

Dos meses después comenzaron a llamarme de la agencia de arrendamientos. No encontraban al gringo por ninguna parte y yo tenía que cancelar el arrendamiento de tres meses. Tendría que trabajar dos años, con sus propinas, para desenglobar la hipoteca.

Fui a la mansión abandonada y un celador me contó que había visto a una muchacha sacando un paquete de la mansión. El contenido del mismo es una de esos misterios que se sabrán el día del Juicio Final, por la tarde, si hace buen tiempo.

 

III
Siempre que Ted volvía a Medallo me llamaba.

Venía a desfogarse, como un perro cuando le quitan el collar, dispuesto a vivirlo todo de una vez, antes de que fuera tarde. Para eso trabajaba duro dos años en Australia. Con los ahorros viajaba otros dos, y así se la pasaba. Iba de la ceca a la meca con la misma mochila, pero aquí siempre volvía.

Nos conocimos en uno de los conciertos de Altavoz y ahí fue cuando me dijo que él no cambiaba esta ciudad. No era sólo porque fuera barata sino porque había algo, "something special", que él mismo no sabía precisar. Y eso que había estado en los lugares más remotos, desde Bolivia hasta Afganistán. Creo que le gustaba llevarle la contraria a sus padres cuando, horrorizados, se dieron cuenta de que visitaba Medellín, la cuna de Escobar.

Me mostró unas fotos de una aldea perdida, a un lado del lago Titicaca. Una noche había salido de la carpa. Hacía luna llena y se escuchaba muy cerca la música y el ruido de alguna ceremonia. Prendió el cepillo de dientes eléctrico y al poco rato se vio rodeado de un montón de aldeanos que lo miraban como a un ser venido de otro mundo. Debía resultar extraño para una comunidad cuyos adultos eran casi todos muecos y no conocían ni siquiera los otros cepillos. Cuando se alejaba de ese lugar, sintió que lo llamaba el jefe del poblado para pedirle que por favor les dejara como recuerdo aquel objeto mágico. Ted no lo dudó y antes agregó a la ofrenda un rollo de papel higiénico.

Un día, todavía sin desamarrar la mochila, me llamó para que nos encontráramos.

—Quiero beber hasta perder la conciencia, me dijo.
—¿Y cómo se logra eso?
—No lo sé, me dijo, pero podemos intentarlo.

Anduvimos de ronda por bares del centro, fuimos a Rumbantana y a Babylon, bebimos desde ron Tres esquinas hasta pisco peruano.

Ya estábamos muy foqueados en una banca, solos él y yo. No sé en que momento a mí me dio el impulso de ponerle la mano a un carro y lo dejé ahí privado, cual indigente.

Por la mañana se despertó en su camarote del hostal, sin saber cómo había llegado hasta allí. Tenía la mochila sin desamarrar, ninguna herida a la vista y todo sus papeles en regla. Al salir al pasillo, el casero le contó que un taxista lo había traído casi inconsciente porque lo había visto tirado en la banca. Ted alcanzó a decir, tal vez, el nombre del hostal. El conductor lo ayudó a entrar al carro y lo llevó sin cobrar nada.

Cuando oyó esto, de inmediato lo acosó el deseo de hacer una llamada urgente. Era a Australia. No tenía minutos en su celular. El casero le prestó el suyo. Iba a contarle a sus padres cómo había logrado llegar ileso a su cama, después de una noche de juerga, en esa lejana ciudad prohibida.

 

 

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