Número 101, octubre 2018

Sin duda una de las grandes películas del año, Pájaros de verano, esconde tras su poética belleza una colección de distorsiones sobre la bonanza marimbera que se exhiben como los orígenes del narcotráfico en Colombia.

La venganza guajira
Lina Britto

Fotograma de la película Pájaros de verano
Fotograma de la película Pájaros de verano.


 

“Venganza india” o “venganza guajira” llamaban en Riohacha y otras poblaciones de la península a una de las prácticas propias del declive de la bonanza de la marihuana. Agazapados en la penumbra de las noches cerradas de la Alta Guajira, grupos de hombres wayuus se dedicaban a la caza de aviones marimberos. Encendiendo mechones lograban atraer la atención de los despistados pilotos para que descendieran, luego les caían a bala hasta derribarlos y robarles los dólares que traían para pagar los cargamentos.

No sabemos cuántos traficantes gringos murieron bajo esta trampa. Lo que sí sabemos con certeza es que el pueblo wayuu estaba tan marginado de los frutos de la bonanza que solo con esta clase de engaños unos cuantos lograron beneficiarse de ella. Para el resto, las mayorías, el negocio de exportación de marihuana fue un huracán con ojo en el mundo arijuna (no wayuu), cuyos coletazos experimentaron unos pocos en trabajos menores como cargadores, vigilantes o guías.

Pero para los creadores de Pájaros de verano, película que se exhibe como la historia nunca contada de la bonanza marimbera, la marginalidad de los wayuus durante este periodo y la venganza guajira a la que dio lugar resultaron irrelevantes.

De ser actores periféricos, escondidos en la oscuridad para arrebatarle migajas a los dueños del negocio, los wayuus pasan a ser figuras centrales en la ficción cinematográfica. Son ellos los pioneros de las conexiones para surtir la demanda, los que vislumbran el potencial, cultivan y cosechan la marihuana y controlan los procedimientos de comercialización y exportación. Son ellos los jefes de los ejércitos de costeños, paisas y cachacos, los socios de los gringos, los que se ahogan en dinero y lujos, los que ostentan en absurdas extravagancias, espejismos en medio de las dunas. Y son ellos los que se matan entre sí cuando se estrellan en contravía con los principios capitalistas y la feroz competencia para la acumulación.

Como un híbrido de tragedia griega, jayeechi wayuu, spaguetti western y american gánster, la obra filmada en celuloide de 35 milímetros es de una belleza tan cautivadora como cuestionable es la visión histórica que esconde detrás. La lista de distorsiones es larga.

En tiempos de feminismo de hashtag, Pájaros de verano hace de Úrsula Pushaina (Carmiña Martínez) la “madrina” del negocio, cuando es sabido de sobra que este era una actividad eminentemente masculina. Como bien me lo dijo un periodista riohachero que trabajó para la prensa local y nacional durante el auge, “la bonanza era puro cojón, cojón”. Por supuesto que las mujeres se vieron beneficiadas y afectadas, pero por ningún motivo fueron ellas las que tuvieron el liderazgo económico, o tomaron las decisiones de vida o muerte, muchísimo menos si eran wayuus.

Para enfatizar el carácter mestizo del otro personaje principal, Rapayet Abuchaibe Uliana (José Acosta), los realizadores optaron por un apellido de ascendencia turca que no tiene descendencia indígena, haciendo poco creíble su identidad. Son familias de origen ibérico, como los Iguarán y los González, quienes gozan de extensas redes de mestizaje con varios clanes. Y es justamente este mestizo, como esposo de Zaida Pushaina (Natalia Reyes), quien genera la guerra de exterminio que desarrolla el arco dramático, cuando las normas familiares y sociales dictan precisamente lo opuesto. El columnista Miguelángel Epeeyüi López-H no lo pudo haber dicho mejor hace unas semanas: “El marido de la hija no ordena a la familia de esta, mucho menos le traslada conflictos de sangre”.

En todo caso, ahí sigue la ficción retorciendo los “hechos reales” en los que dice basarse. A fin de preparar el terreno para la futura guerra entre clanes que traerá la historia a su trágico zenit, la película ubica una rama de la familia en los valles interiores de la Sierra Nevada de Santa Marta, en donde son ellos los que siembran y cosechan la hierba. Así, no solo falsea los límites del territorio wayuu, el cual nunca se ha extendido hasta el macizo montañoso, sino que también burla una verdad inequívoca: fueron los paisas y los cachacos quienes iniciaron el cultivo para la exportación y se convirtieron en los principales sembradores y cosecheros a lo largo de toda la década.

Para desatar el nudo y llevar la cinta a su final, los realizadores recrean un sistema de honor rígido, estático en su implementación, que los indígenas de la ficción aplican como camisa de fuerza. Pero nada hay de arcaico en el mundo político wayuu, menos, de ilógico. Tan efectiva es su justicia —la Unesco la reconoció como Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad en 2010— que las únicas guerras de familia que sucedieron en La Guajira durante la bonanza tuvieron lugar entre la población criolla, como se reconocen los arijunas en el argot local.

La famosa vendetta entre los Cárdenas y los Valdeblánquez, de Dibulla, es el ejemplo más estudiado. Menos conocida a nivel nacional fue la guerra entre los Pinto y los Gómez, provenientes de varios corregimientos de Riohacha, y cuya figura más visible fue el marimbero que inspiró el vallenato que el Moncho (Jhon Narváez) canta a todo pulmón en la escena de la parranda. Ambos conflictos fueron producto de la amalgama cultural propia entre la población criolla, la cual ha tomado algunos rasgos del mundo wayuu de manera descontextualizada, sin recurso a las instituciones que los rigen y sin palabreros que hagan la mediación, los arijunas quedan expuestos a la ley del más fuerte.

Una vez más, estos hechos reales resultaron tan insignificantes que el desenlace es resultado de algo inédito, el asesinato de un palabrero. La muerte de Peregrino (Vicente Cotes, el único actor wayuu entre los protagonistas) y la visita de los mayores de todos los clanes a la ranchería de los Pushaina para decidir cómo resolver su homicidio son tan inverosímiles que solo podrían ocurrir si se rompiera un tabú. La memoria histórica wayuu, que los mismos palabreros conservan como parte de la jurisprudencia, no ha registrado nunca la muerte violenta de uno de ellos en medio de una negociación. Ni siquiera cuando guerrilla y paramilitares los involucraron en varios casos.

Pero dándole crédito a la ficción, supongamos que sucede, “los que tenían que reunirse para resolverlo eran los clanes del palabrero”, me dice un pütchipüu (palabrero) de la Media Guajira, quien es permanentemente consultado por diferentes instancias del Estado, incluida la Fiscalía General, en casos que involucran a miembros de su pueblo. Bajo ningún motivo todos los mayores se harían presentes, como lo muestra la película. “Gozamos de autonomía”, agrega, los clanes no pueden opinar, decidir o intervenir en problemas de otros, “sería una intromisión inadmisible”, tan grave como el asesinato mismo.

Ni los gringos se salvaron. Una vez más los Cuerpos de Paz aparecen como incitadores del negocio, cuando esta versión tiene más de mito que de realidad. Pero ahí están tres aventureros con sus consignas anticomunistas buscando marihuana en la Alta Guajira a finales de los sesenta, permitiéndole a Rapayet y Moncho establecer la conexión. En esa época, ni gringos ni marimba circulaban allí. Ni siquiera durante los años del auge a mediados de los setenta la Alta Guajira fue zona marimbera. Toda la actividad se concentró en el mundo arijuna de la parte media y baja cerca de la Sierra Nevada y el Perijá, en los puertos naturales alrededor de Riohacha y en las bahías aledañas a Santa Marta.

Hasta la cultura jipi se recrea como caricatura con una fiesta de pelos largos y tetas al aire volando alto en Santa Marta Gold en medio de una playa desierta en Palomino, cuando no hubo comuna jipi a finales de los sesenta, menos al norte del arrecife de Los Muchachitos, a donde no llegaba la Troncal del Caribe, y la Santa Marta Gold ni existía, se creó y popularizó años después.

A estas desafinadas decisiones creativas que hacen a Pájaros de verano inverosímil para los ojos informados se suma el precario entrenamiento en wayuunaiki que los actores profesionales recibieron antes del rodaje y que hace la cinta disonante para los oídos de los hablantes de la lengua. Escritos originalmente en español, los diálogos fluyen atropelladamente, incorrectamente traducidos y mal pronunciados. El mismo pütchipüu que se desencantó con el final salió tan aturdido de la sala de cine que me dijo con impaciencia: “Me provoca demandarlos”.

Cualquiera podrá ver en esta lista señales de licencia artística, ese paz y salvo que creadores originales tienen para hacer ficción de la realidad en nombre del entretenimiento colectivo o la libre expresión individual. Al fin y al cabo, la película no es un documental, sino una metáfora de la tragedia que el narcotráfico ha significado para nuestra vida social, la desintegración de los vínculos de solidaridad, el exterminio de los valores. Y sí, claro que los realizadores de Pájaros de verano tienen licencia para hacer metáforas de nuestra historia común, pero eso no quiere decir que lo hagan exentos de un precio para la obra misma y unas implicaciones para sus espectadores.

Y el precio es doble. Por un lado, es una película inaudita para conocedores, hermosa en su forma, fascinante en su simbolismo, poco creíble en su contenido. Por otro, al transferir la agencia histórica de un fenómeno tan central y problemático como el narcotráfico a un pueblo indígena que poco tuvo que ver en él, la película desinforma y maleduca a las audiencias que asumen los supuestos “hechos reales” como veraces.

En un país donde todavía debatimos si la culpa del narcotráfico es de nosotros o de los gringos y sus insaciables narices, en donde retorcer el pasado para justificar el reguero de muertos que vamos dejando de una generación a otra es deporte nacional, lo que revela la licencia artística que los creadores de Pájaros de verano se tomaron para falsear las causas, protagonistas, consecuencias y escenarios de la historia es la precaria conciencia que tenemos los colombianos sobre nuestro pasado vivo.

Con más de veinte años sin una cátedra de historia en el pénsum en los colegios, nuestro conocimiento sobre la experiencia de vida de generaciones anteriores se limita a héroes a caballo y fechas sin significado afectivo o social. Y como no hemos podido desarrollar una sensibilidad hacia las historias que conforman el tejido de lo que somos, para descubrirlas como bienes comunes, patrimonios colectivos y capitales sociales para conocer, debatir, confrontar, explorar y salvaguardar, nos hemos dedicado a tratarlas como materias primas, insumos para tomar, descartar y manipular de acuerdo con intereses particulares, sean políticos, económicos o artísticos.

La misma directora y productora Cristina Gallego así lo reveló desprevenida en un programa radial días después del estreno. Gallego reconoció que la bonanza había sido un fenómeno ajeno a ellos, sin embargo, “los wayuus tienen unos códigos de comportamiento que los hacen más interesantes y lo que queríamos era contar la transformación de una sociedad tradicional y si lo abríamos a todos los arijunas, pues no nos lo permitía hacer”. Es decir, la geografía, la historia y la cultura wayuus fueron coloridas locaciones y exuberantes dispositivos narrativos con los cuales inyectarle exotismo a lo que de otro modo sería una simple película gánster de clanes, honor y venganza.

Pájaros de veranoA juzgar por los créditos finales, la investigación para el guion se concentró justamente en los rasgos culturales wayuus con la asesoría de un reconocido antropólogo. En cuanto a la bonanza misma, los creadores recurrieron a unas cuantas anécdotas, chismes y chistes contados por uno de sus actores y su esposa, ambos originarios de El Molino, al sur del departamento, y quienes vivieron la época.

Si la ambición era hacer una película histórica de narcos que fuera diferente a todo lo que hemos visto, era indispensable llevar a cabo una investigación igualmente ambiciosa y darle un tratamiento tan sofisticado y delicado como el que se le dio a los aspectos técnicos y visuales. Pero los realizadores optaron por el camino más facilista y trillado, wayuunizar la trama. Ayudados por los estereotipos culturales prevalentes en el país, Pájaros de verano le apuesta a lo de siempre, una Guajira que solo es legible en clave wayuu, cuando lo verdaderamente interesante de la bonanza marimbera es lo arijuna.

Fue la sociedad criolla de La Guajira y el viejo Gran Magdalena, en pleno proceso de modernización y urbanización, la que logró conectar viejas tradiciones de contrabando con patrones para la siembra a gran escala desarrollados en bonanzas anteriores, como la del banano y el algodón. De este modo, se establecieron una serie de conexiones laborales y comerciales intensas y rentables entre sus distintas clases sociales, entre ellos y los campesinos paisas y cachacos desplazados del interior del país que cultivaron el producto, y entre todos estos y los jóvenes gringos que desde los Estados Unidos llegaron para comprarlo.

Preocupados con lo “tradicional”, los creadores de Pájaros de verano se perdieron de lo “moderno” en esta historia. Por eso, más que revelarnos los orígenes del narcotráfico en el país lo que nos muestra la película es la incapacidad de la Colombia arijuna para imaginarse y representarse a sí misma sin instrumentalizar a un “otro” supuestamente primitivo y exótico para que la refleje. Y cargada con el peso de nuestras limitaciones, en busca de un realismo histórico que anuncia, pero retuerce, Pájaros de verano es atacada en pleno vuelo por la ráfaga de sus propios desaciertos y argucias, cual venganza guajira.UC