Número 111, octubre 2019

EDITORIAL

Entre administraciones y oficinas

 

Hace cuatro meses comenzó en Medellín una súbita reducción de los homicidios. La ciudad pasó de tener 75 muertes violentas en mayo a 38 en el pasado septiembre. En ese pequeño lapso tuvimos el mes más violento en los últimos cinco años y el mes más “tranquilo” en los últimos dos años y medio. En junio pasado el aumento de homicidios con respecto a 2018 era cercano al 35%. Luego de la primera semana de octubre la cifra es exactamente igual en los primeros nueve meses y siete días de 2018 y 2019. Un corte semejante, tan preciso en el tiempo, como si se tratara del inicio de una nueva temporada, hace inevitable que se piense en un acuerdo entre estructuras ilegales en el valle de Aburrá, oficinas han terminado por llamarse aquí con un dejo de sofisticación.

Entre periodistas e investigadores ha comenzado a mencionarse una supuesta reunión en La Picota, en Bogotá, el primero de junio, en la que hombres de los grandes bandos acordaron buscar un poco de orden, respetar territorios y rentas, evitar calenturas mayores. Al parecer los peligros de que las luchas en Bello se regaran por todo el valle eran ciertos y fue necesaria una “cumbre”. No hay noticias de la participación oficial pero alguien, al menos, tuvo que facilitar la sede.

La administración de Federico Gutiérrez acabó con su primer secretario de seguridad, Gustavo Villegas, en la cárcel con una condena por lo que la Fiscalía llamó “acuerdos siniestros” con un sector de la oficina. Al parecer, Julio Perdomo, el patrón de la Comuna 8, fungía como el “policía malo” en los primeros meses del gobierno municipal. Luego de eso el discurso desde la alcaldía ha sido el de la guerra de frente contra los líderes de las bandas. Y toca decirlo, las capturas y la percepción entre el hampa muestran que la pelea se ha dado más allá de las declaraciones oficiales. Resulta entonces paradójico que un gobierno víctima de los acercamientos a los pillos en el inicio de la administración, y orgulloso de su postura de cero tolerancia y nulo contacto con los armados desde hace tres años, pueda terminar su mandato con el 2019 como único año con reducción de homicidios gracias a un pacto entre oficinas.

“Hagan sus acuerdos, pero bien lejos y no me cuenten”, parece ser la política obligada para quienes llegan a la alcaldía de Medellín. Los picos de violencia en la ciudad hacen imposible negar que ambiciones, venganzas y ajustes entre criminales signan los peores años; a la vez que treguas, repartijas y silencios marcan los días de relativa tranquilidad. La criminalidad sigue siendo la que decide los ciclos de la crónica roja en Medellín, mientras la policía ataja riñas, se unta en algunas esquinas turbias e intenta contentar al alcalde con la captura de los más buscados en los carteles. La Fiscalía por su parte se dedica a tramitar los principios de oportunidad y los casos por concierto para delinquir contra cabecillas que vuelven a la calle a los tres o cuatro años de la caída.

La pregunta importante en medio de ese cuadro que se ha repetido por décadas, la cuestión moral y política, la encrucijada institucional es si vale la pena y si es posible un papel más activo y menos encubierto de las administraciones en esas inevitables negociaciones entre bandidos. Por supuesto no se trata de negociaciones con grupos que amenazan con tomarse el poder. No se negocian las reglas fundamentales ni las leyes que soportan el Estado de derecho. Aquí se trata de pragmatismo y de la posibilidad de “domesticar”, paso a paso, a delincuentes que imponen algunas reglas sociales y se lucran de rentas ilegales. ¿Podrían las administraciones municipales, acompañadas de la Fiscalía, alentar esas negociaciones? ¿Sería lícito que el Estado fuera tras algo así como la “reducción del daño” en territorios que le han sido ajenos? ¿Está obligado el poder institucional a repudiar todo tipo de acercamiento entre facciones enemigas más allá de la búsqueda de capturas y condenas? ¿La defensa de la vida justificaría algunas renuncias a la fuerza legítima del Estado? ¿Pueden ser esas negociaciones una estrategia para disminuir el poder de los ilegales y proteger a las comunidades?

Hace casi treinta años, en medio de una violencia que obligaba al alcalde de Medellín a pedir auxilio en Bogotá, las preguntas eran similares. Hoy el poder oficial está bastante más consolidado y el mando ilegal es menos fuerte y menos caótico. Pero se impone un “orden” de miedo sobre muchas zonas de la ciudad. Se exigen pagos por seguridad y se maneja una importante porción del pequeño comercio por parte de las bandas. La violencia homicida ha bajado de manera drástica pero sigue presente un “manejo” impuesto a pistola.

En 1990 el periódico El Mundo planteaba una posible negociación en un artículo titulado: “Plantean una solución al sicariato”. Se decía que doscientos sicarios estaban dispuestos a dejar el fierro y la moto. “Diálogo, desarme, amnistía o indulto no deben convertirse en temas tabú a la hora de impulsar un esfuerzo de reconciliación, si bien tampoco pueden ser armas que sirvan para derrocar el imperio de la ley… ¿Hablar con quien encarna una de las más crueles expresiones de la delincuencia común? ¿Concederle estatus de interlocutor a quien por dinero segó durante el primer semestre del año la vida de 1643 personas en Medellín? Difícil aceptarlo y quizás no ocurra, pero algo está claro: representantes de la justicia, los organismos de seguridad, la Iglesia, y otros sectores no menos representativos están dispuestos a contribuir para que el sicariato sea erradicado mediante procedimientos distintos a la fuerza”.

Nuevas patrullas, un helicóptero, refuerzo a cuadrantes, cámaras y récord de detenciones resultan ser más indicadores de inversión que de seguridad. Al parecer las muertes solo las pueden evitar quienes están acostumbrados a producirlas. Entre otras porque la Fiscalía no logra siquiera la condena de uno de cada cinco asesinos. ¿Valdrá la pena reconocer esa impotencia y buscar un papel más modesto? UC

Editorial UC

Universo Centro N°111

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