Número 117, agosto 2020

En septiembre 2013 la sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín ordenó a la Fiscalía enviar a la Corte Suprema copias del fallo que condenó a Cuco Vanoy para una posible investigación a Álvaro Uribe Vélez por la masacre de El Aro en Ituango. Rubén Darío Pinilla Cogollo, exmagistrado de esa Sala, recuerda ese fallo en estos tiempos de detenciones preventivas.

 

Una cierta mirada a la justicia y la paz

Rubén Darío Pinilla Cogollo. Fotografías de Natalia Botero

 

Fotografías de Natalia Botero
Exhumaciones de víctimas de desaparición forzada, Ituango, 2011.
 

“A la Sala de Justicia y Paz me trajo una misión: [1] la búsqueda y revelación de la verdad sobre lo ocurrido en el país en los últimos 25 años de su devenir histórico como nación, [2] el compromiso y la deuda que tenía nuestra justicia con la investigación, juicio y sanción de los graves crímenes contra los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario cometidos por los grupos paramilitares —y los miembros de los grupos armados insurgentes que se habían ido desmovilizando de manera individual— y [3] el reconocimiento, dignificación y reparación del desamparo y el sufrimiento de las víctimas”, así comenzaba mi carta de renuncia como magistrado de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín. Tenía fecha del 27 de junio de 2017.

Hacía seis años había llegado con una licencia que obtuve como magistrado de la Sala Penal del mismo Tribunal, donde me había desempeñado durante casi veintidós años, para asumir el mismo cargo en la Sala de Justicia y Paz recién creada. El tránsito de una sala a otra no representaba alguna ventaja o beneficio, obedecía solo a un compromiso. Por esos días, por una afortunada coincidencia, se presentó en las salas de cine Los colores de la montaña, esa extraordinaria y sobrecogedora cinta que revela los avatares del conflicto armado y los padecimientos y tribulaciones de las víctimas en medio del fuego cruzado, sin mostrar un solo disparo, salvo la explosión de una mina antipersona que pisó un cerdo. Al verla, me convencí del acierto de mi decisión.

Con el tiempo, tuve claro que la búsqueda de la verdad debía resolver unas preguntas fundamentales: “¿Cómo el régimen político colombiano ha podido conservar una apariencia democrática, a pesar de padecer una de las tragedias humanitarias más graves del mundo en los últimos treinta años y sin lugar a dudas la más grave de América Latina en ese período, superior a las vividas en Argentina y Chile en los años sesenta? ¿Cómo el gobierno ha podido seguir funcionando con elecciones aparentemente libres, con cambios de presidente y alternación de los partidos, con promulgación y vigencia de las leyes, como cualquier régimen democrático y [con]vivir con las más graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario a todo lo largo y ancho de la geografía nacional? ¿Cómo y qué lo hizo posible y qué es necesario reformar para que no vuelva a suceder?”. Con esos interrogantes empezaba el esfuerzo por reconstruir la verdad en la decisión del 4 de septiembre de 2013, que tanto revuelo causó y tantos obstáculos encontró de ahí en adelante.

Después de oír y examinar cientos de versiones de comandantes y combatientes rasos de los grupos paramilitares, testimonios de víctimas y testigos, opiniones de expertos, estudios de investigadores sociales, documentos, antecedentes y expedientes judiciales, la respuesta a tales interrogantes quedó consignada en dos decisiones, la última de ellas, y las más acabada, la sentencia del Bloque Cacique Nutibara del 24 de septiembre de 2015.

A diferencia de lo que sostenían la Sala de Bogotá y no pocos investigadores, lo primero que constatamos fue que el surgimiento y expansión de los grupos paramilitares no obedecía a la ausencia del Estado en amplias zonas de la geografía nacional. Por el contrario, “nacieron y crecieron allí donde había presencia del Estado y de las Fuerzas Militares y de la mano de estas. En Medellín, en el Magdalena Medio, en Urabá, en el Bajo Cauca, en el norte y el nordeste, en Córdoba y, en fin, donde quiera que surgieron y por donde quiera que pasaron había brigadas y batallones del ejército y comandos de policía para garantizar la seguridad” (esta y las demás citas entre comillas provienen de las sentencias y decisiones citadas).

Hubo, entonces, una estrecha relación entre los grupos paramilitares, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. Pero no fue la única. También contaron con la bendición y apoyo de destacados sectores de las clases dirigentes, funcionarios del más alto nivel, empresarios y narcotraficantes, en algunos casos juntos, en otros de manera paralela, pero unidos por los mismos designios. Esos que ahora llaman terceros, pero que no lo fueron. En muchos casos llegaron primero a las sabanas de Córdoba, donde permanecían Vicente y Carlos Castaño, a solicitarles la creación de grupos paramilitares en su región, o bien acudieron prestos al llamado de Salvatore Mancuso y los otros comandantes de las AUC.

Así supimos que la creación y expansión de los grupos paramilitares había sido el fruto de una política de amplios círculos del Estado, los sectores dominantes de la sociedad civil y el narcotráfico, a la que las otras fracciones del Estado asistieron con una mirada complaciente, condescendiente o tolerante. Poco o nada hicieron por impedirlo. Esa política se afianzó y desarrolló por toda nuestra geografía y se hizo dominante. Solo de esa manera “se explica que en unos pocos años coparan todo el territorio nacional”.

De esa forma entendimos que hubo una política de guerra sucia para combatir a los grupos armados insurgentes, a disidentes políticos, a sindicalistas, a ciertos movimientos y líderes sociales y a sectores vulnerables de la población. Pero a diferencia de los regímenes del Cono Sur, el Estado se mostraba ajeno a esa guerra ejecutada por grupos irregulares e ilegales. Pero ni el Estado era ajeno, ni estos obraban por su cuenta. Bajo la superficie, era posible ver y descubrir que esa separación era artificiosa, pues tales grupos actuaban de la mano de altos círculos del Estado, las Fuerzas Militares y la sociedad civil. Contaban con que, a fin de cuentas, lo que importa es la forma, la apariencia, como es usual en Colombia.

“Eso explica que el régimen político colombiano haya conservado una apariencia democrática, a pesar de padecer una de las tragedias humanitarias más graves del orbe en los últimos 30 años y sin lugar a dudas la más grave de América Latina en ese período. Y explica que el gobierno haya seguido funcionando con elecciones aparentemente libres, con cambios de presidente y alternación de los partidos y promulgación y vigencia de las leyes, como cualquier régimen democrático, a pesar de vivir las más graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario a todo lo largo y ancho de la geografía nacional”, concluimos entonces en la sentencia. Por debajo de esa democracia aparente, y a cubierto, corría un río caudaloso, el de las masacres, las ejecuciones, las desapariciones, las violaciones, los desplazamientos y todos los métodos de terror de la guerra contrainsurgente.

Unos años antes, un compañero de la Sala Penal, incrédulo él, me había vaticinado que desde la Sala de Justicia y Paz no iba a poder realizar alguna tarea encomiable, como yo creía, más allá de conceder penas de ocho años a quienes habían cometido las más graves violaciones a los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario. Solo con el tiempo me fue quedando claro que los objetivos que me habían llevado a la Sala de Justicia y Paz, y por los cuales renuncié a mi cargo de magistrado de carrera de la Sala Penal dos años después, enfrentaban grandes obstáculos así hubieran sido confiados a jueces de la más alta categoría, apenas por debajo de la Corte Suprema de Justicia.

Entendí, entonces, que la búsqueda de la verdad no es pacífica y tiene costos. Hay demasiados intereses detrás y nadie quiere aparecer como responsable del conflicto, ni cargar con la culpa de las violaciones. Una vez terminada, o cuando todavía se escuchan los disparos de los morteros y los fusiles, la guerra se traslada a sus responsables, a sus causas, a su relato y sus memorias. Es el otro o el último escenario de la confrontación.

La primera de las decisiones fue una auténtica prueba de fuego. No tanto por excluir del proceso de Justicia y Paz a los miembros del Bloque Cacique Nutibara juzgados en ese caso. Las verdades reveladas en ella y, sobre todo, las copias que ordenamos expedir para investigar al expresidente Álvaro Uribe, a la fiscal general Viviane Morales, a varios generales de la república, a altos mandos militares y de policía y a decenas de funcionarios públicos a raíz de los hallazgos e indicios de sus relaciones con los grupos paramilitares o su responsabilidad en los hechos, generó una campaña de difamación y desprestigio a través de las redes sociales y algunos medios de información, que de alguna manera yo había anticipado, así como los riesgos para mi seguridad, pero que no creí que alcanzara la dimensión que tuvo.

Pero también se hizo evidente la férrea oposición de los intervinientes en el proceso a esos aspectos de la decisión. No era más que la expresión de lo que sucedía fuera de él. Fue una verdadera conspiración, que contó con el apoyo de uno de los magistrados que hacía parte de la Sala, quien siempre se opuso a expedir copias contra los personajes públicos y los funcionarios involucrados, o fue reticente hacerlo.

La intuición y la experiencia adquirida a través de los años como juez y fiscal me decían que detrás de la apelación interpuesta por todos estaba el interés de impugnar la orden de expedir copias contra dichos personajes, aunque tal orden no era apelable. La audiencia en que se debía sustentar el recurso me demostró que no estaba equivocado. Todos a una, como en la obra de Lope de Vega, desde el fiscal hasta el defensor de los postulados y los apoderados de las víctimas, manifestaron su intención de apelar la orden de expedir dichas copias, aunque esa decisión no afectaba a las partes que ellos representaban. Por el contrario, apuntaba a establecer otros responsables y garantizar sus derechos a la verdad y a la justicia. El fiscal llegó al extremo de rehusarse a sustentar el recurso que había interpuesto si no se le permitía apelar la orden de compulsar copias para investigar a los otros posibles responsables. En ese empeño contaron con el aval mal disimulado del agente de la procuraduría y el magistrado de la Sala que se opuso a expedirlas, para que se les permitiera apelar tal orden, con salvamento de voto incluido. Al final, reiterando una añeja e invariable jurisprudencia, la Corte ratificaría que una orden de expedir copias no era apelable. Nunca lo ha sido, pero todos se empeñaron en apelarla, a pesar de que no afectaba sus derechos e intereses en el proceso.

El mismo día que se realizó dicha audiencia, y una vez terminada, uno de los abogados se le acercó a una empleada de la Sala y le manifestó que ellos no iban a permitir que se pusiera en entredicho al Ejército. Era un apoderado de las víctimas. A los pocos días supe, por boca de uno de los asistentes, que todos los agentes de la procuraduría se habían reunido con un agente designado desde Bogotá, amigo del procurador, para estudiar la manera de hundir la orden de expedir dichas copias. En ese conciliábulo llegaron a la conclusión de que la mejor, o la única manera de conseguirlo, era logrando la nulidad de la decisión. Esa fue la petición del representante de la procuraduría en la audiencia y de los demás intervinientes en ella y sería la decisión que adoptaría la Corte más tarde. Días después, al mirar la grabación de la audiencia, parecía una celada de todos los intervinientes contra los dos magistrados que suscribimos la decisión. Me di cuenta entonces de que el paramilitarismo estaba vivo.

Casi un año después, la Sala de Casación Penal de la Corte, en una resolución jurídicamente insostenible, en la que modificó su jurisprudencia vigente hasta ese entonces, haciendo gala de argumentos inconsistentes y contradictorios, anuló esa decisión. Aunque no es difícil demostrarlo, no quiero extenderme en argumentos jurídicos que no son el objeto de este escrito. Pero sí me quedaron muchas dudas e interrogantes: si dos de las causas de la nulidad se afincaban en las presuntas irregularidades que hubo en el trámite del proceso, ¿por qué anularon solamente la decisión y no decretaron la nulidad del proceso? Si la otra causa estaba basada en que no podíamos excluir de oficio a los postulados del Bloque Cacique Nutibara del proceso de Justicia y Paz, ¿por qué anular toda la decisión, que tenía diecinueve numerales, y no solamente el numeral que ordenaba su exclusión, en el que estaba el supuesto vicio? ¿Por qué anular toda la decisión por esa causa, en vez de revocar la determinación que los excluía del proceso y, en su lugar, ordenar continuarlo con ellos incluidos, como podía hacerlo la Corte como juez de segunda instancia? ¿Por qué acudir a la nulidad de la decisión, si esta es un remedio extremo al que solo se acude cuando no hay otra manera de corregir la irregularidad, como podía hacerse en este caso, revocando simplemente la resolución de excluirlos? ¿Por qué cambiar la consistente jurisprudencia de la propia Corte que nos permitía excluir de oficio a los postulados al proceso de Justicia y Paz, y que citamos expresamente en la decisión? Eran demasiados interrogantes para declararnos satisfechos.

Esa misma Sala de Casación Penal de la Corte, un par de años más tarde, al conocer la apelación de la sentencia del Bloque Cacique Nutibara del 24 de septiembre de 2015, ordenó suprimir de la sentencia todo el capítulo de las conclusiones, las mismas a las que me he referido en este artículo, como si se tratara de borrarlas con un borrador de nata para que no quedara vestigio de ellas, o desaparecerlas como otra más de las víctimas del conflicto. Era la primera vez en mis 37 años de experiencia como juez, fiscal y magistrado que una apelación no se resolvía revocando, modificando o adicionando una decisión para reemplazarla por otra, sino suprimiendo literalmente apartes sustanciales de una sentencia. No era de extrañar. Ya antes esa misma Corte había calificado como “indebido e innecesario” el esfuerzo que hicimos por develar la verdad en la sentencia del 9 de diciembre de 2014 en el caso de Jesús Ignacio Roldán, alias Monoleche. No fue la única decisión que me sorprendió. Tampoco la única que encontré injustificada o infundada.

Al final de nuestro tránsito por la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín llegamos sin frustraciones. La reparación y dignificación de las víctimas me dio las satisfacciones y gratificaciones que tanto extrañaba en mis últimos años en la Sala Penal del Tribunal de Medellín. Siempre tuve claro que el incidente de reparación consagrado en el proceso de Justicia y Paz no era simplemente un trámite para tasar las indemnizaciones, sino un escenario de reparación y reconciliación de los largos años del conflicto. El espacio donde las víctimas podían volver a ser protagonistas de su destino, con la participación de los victimarios, pero sin aniquilarlos. Y también el espacio para reconciliar a las víctimas con la justicia, ausente durante tantos años. Allí llegaron las víctimas y los victimarios, con su atavío y su palabra, con sus angustias y sus memorias y cada uno alzó su voz.

En ese escenario vi a una madre fundirse en un abrazo de reconciliación con quien mató a su hijo, a una invidente ver con los ojos del alma a quien puso las armas en las manos de quienes asesinaron a su único hijo, perdonarlo con un abrazo y darle su bendición. Nunca antes había visto tanta capacidad de perdón. Ni tanta resiliencia para no sucumbir ante la devastación y el sufrimiento. Sus lágrimas todavía habitan en mi alma. Sí, las lágrimas de las angustias y el dolor de las víctimas que fui recogiendo en cada uno de los incidentes en ese esfuerzo por dignificarlas y reconciliarlas con la vida y la justicia. Todavía sigo creyendo que ese esfuerzo valió los riesgos y las noches en vela.UC

Fotografías de Natalia Botero
Exhumaciones. Laboratorio forense de la fiscalía, 2012.

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