Número 58, agosto 2014

Pichando como un toro
Apuntes para una novela con sangre y carne
David E. Guzmán. Ilustración: Cristina Castagna

 

Juandiego sabía que esas reses ya no se le podían escapar a la muerte como lo hizo él esa mañana de junio de 1991. Desde temprano había estado esperando en lo alto de un muro del matadero, con los pies colgando, los brazos abiertos y las manos apoyadas en la misma hilera de ladrillos donde tenía atornillada la nalga.

A su lado y en la misma postura estaba Richi con restos de argamasa pegados en las palmas de las manos empapadas de sudor. Angustiado por no caer al corral, ignoraba la presión del cascajo tallándole la piel. No quería morir a sus doce años, aplastado por esas vacas asustadas que asistían a los últimos momentos de sus vidas.

Juandiego y Richi observaban los lomos pardos y café oscuros que se confundían formando un gran espécimen amorfo con muchas caretas, cachos y colas. Richi, que trataba de concentrarse en un solo animal para calmar el vértigo, vio cuando una res de ojos grandes y oscuros movió la cabeza ocultando el anca de otra que acababa de sacudir la piel para espantar un mosco. En esa confusión, los mugidos roncos y lánguidos con sello de muerte hacían que su corazón latiera más fuerte.

—Vámonos, a ese toro no lo van a matar hoy —dijo Richi.

Juandiego se quedó callado.

El momento fue interrumpido por el grito de uno de los campesinos que trabajaba en el matadero; siempre llevaba camisilla, bluyín, botas negras y un lazo en la mano. Su clásico arreo, basado en la sílaba jo, anunciaba un nuevo turno con el matarife. Las reses lo presentían de tal manera que empezaban a corcovear en su puesto, tratando de pasar unas por encima de otras, hasta que alguna quedaba en inmejorable posición para que la enlazaran.

La vaca elegida sabía que la iban a matar porque todo el lugar olía a sangre, y porque en los ojos de sus compañeras se veía la nostalgia. En los suyos, negros y opacos, se veía el terror. La res sacudió varias veces la cabeza con violencia hasta que logró zafarse. En estas lides los primeros intentos eran casi escarceos. Después de bregar con un par de vacas más, el campesino tuvo la buena suerte de que el mismo remolino vacuno que se formaba al intentar atrapar una res, le dejó el toro a un metro. Richi tragó saliva y miró de reojo a Juandiego cuando la soga rodeó con firmeza el cuello del animal.

—¡Marica! —dijo Juandiego emocionado.

El camino al patio de la muerte era eternamente corto. El toro se resistía a ser transportado dejando quietos todos sus kilos; su pavor se convertía en corcovos de fuerza bruta y el ambiente se ponía tenso. En sus últimos intentos por escapar alguien podía salir lastimado. Se respiraba un hondo olor a boñiga y a metal frío. Juandiego y Richi se desplazaron arrastrando las nalgas por el muro, con las manos siempre aferradas a él; debajo de sus suelas estaba el toro ranchado, negándose a avanzar, con las pezuñas clavadas en la tierra. Detrás, el campesino, caratejo, lo arreaba hacia la salida a punta de zurriago.

Juandiego disfrutaba de aquella escena macabra con la misma alegría con la que asustaba y hacía sufrir a Richi.

—Dale rápido pues o te empujo.

Richi sollozaba y se agarraba con más fuerza del muro, pero no soltaba lágrimas. No quería darle ese gusto a Juandiego, que a menudo se aprovechaba de su pericia campesina y conocimiento de los animales y la geografía local para hacerle crueldades no solo a él, sino a los demás primos o amigos que lo visitaban en la finca. Azuzar perros, asustar yeguas para que se desbocaran y tirar gente a los chiqueros eran sus prácticas más reconocidas. Pero por ahora su único interés estaba ahí abajo, estancado en un pasillo estrecho a la salida del corral.

Las voces vaqueras resonaban en esa mañana donde predominaba el aleteo de los gallinazos y uno que otro bufido amargo. De repente, un chasquido corto y fino estremeció el silencio. El campesino había doblado la cola del toro como si fuera una manguera y así había logrado por fin que el animal se desplazara. Dobló la cola un par de veces más y con eso fue suficiente para que el rumiante llegara al patio de la muerte donde estaban tres hombres y más allá, bajo el sol, el matarife.

Juandiego y Richi se bajaron del muro cuando la puerta del corral estuvo asegurada con un tablón. Ahora las vacas parecían en reunión, amontonadas en una esquina lejana del terreno. El toro yacía en una zona de cemento liso, volcado, resoplando, con cabeza, patas y manos amarradas. A varios metros del animal, el matarife le daba las últimas caladas a un cigarro. Los rayos del sol le hacían entrecerrar los ojos y se reflejaban en su cuchillo, encandilando a Richi que no podía dejar de mirar. Juandiego se acomodó la cachucha, se acercó al hombre y le entregó mil pesos.

—Lo de las güevas —dijo.

El matarife contó la plata y se la metió al bolsillo de la camisa.

* * *

Juandiego sirvió una Pony Malta en un vaso y le agregó dos huevos crudos. Estaban en la casa de los abuelos pasando vacaciones de fin de año. Richi miraba extrañado, desconocía a su primo y su nuevo aperitivo mañanero. Orgulloso por causar esa estupefacción, Juandiego agarró el vaso y se bogó el menjurje haciendo un esfuerzo con la garganta para bajar las yemas. Richi apretó las muelas y mostró los dientes.

—Guácala, me voy a vomitar —dijo.
—Es para que me crezca más la verga —dijo Juandiego.

Richi tardó un segundo en comprender. Ya le había escuchado al tío Osvaldo cosas como “coman pescado para que la verguita se les vaya poniendo pesada”, o había visto al tío Jorge cogerse los genitales y decirles a otros primos mayores, “hay que empezar a ejercitar el músculo” o “los Tamayo somos vergones”. Los padres de Richi protegieron su niñez, pero no podían evitar que entrando en la adolescencia fuera tocado por la varita mágica de los tíos, cuyo principal número era celebrar los quince años de los sobrinos llevándolos donde las putas. “Para que demuestren que son varones”, decían.

Pero Richi aún no entendía bien este juego, ni estaba listo para jugarlo. No podía dimensionar eso de que dentro de tres años lo iban a llevar donde las putas, pero la idea le sembró dudas; pensaba que no podía quedarse atrás y era difícil soportar la presión. Fue el diciembre que dejó de ser niño, conoció palabras y cosas nuevas, y tomó conciencia de lo que significaba ser un varón, un ejemplar Tamayo. En esas vacaciones donde los abuelos, la elevada de cometas y el Súper Triumph le dieron paso a los operativos para gatear a las primas o para retacarle a alguna de las muchachas del servicio. Sin embargo, lo que más gracia le causaba a Richi era la malta con huevo, el tal borojó y otros afrodisiacos que quería probar Juandiego.

—¿Güevas de toro? —dijo Richi y soltó una carcajada.
—Sizas, se pican y se hacen con huevo revuelto y arroz —explicó Juandiego—. Cuando estemos en la finca las hacemos; dizque el huevo queda como con pedacitos de melocotón.

Faltaban siete meses para que Juandiego cumpliera quince años y la tradicional visita donde las putas lo tenía ansioso. Se preparaba desde ya para ser un semental, el más vigoroso y mejor dotado. Quería contar con un yacimiento de deseo sexual acumulado. Además pretendía perder la virginidad antes del rito para sorprender y enorgullecer a los tíos, que además de llevarlos al burdel se entrevistaban con las meretrices para saber cómo se habían comportado los sobrinos en el catre.

* * *

Clara tenía unas tetas enormes y Marisela también. Clara era rolliza, bajita y mueca, de un cabello crespo áspero que mantenía cogido porque si no parecía recién electrocutada. Marisela era una negra grande y risueña que tarareaba vallenatos todo el día. Las dos veinteañeras, nacidas en el Suroeste, trabajaban en la finca de los padres de Juandiego y tenían que estar pendientes, además del aseo de la casa y la cocina, de los trabajadores y de los animales menores, los perros, la lora y las gallinas.

Las muchachas aún dormían en sus cuartos cuando Juandiego salió de la casa y se dirigió al establo. Los gallos cantaban y el cielo empezaba a clarear. Richi se había quedado en la cama, no concebía eso de madrugar en plenas vacaciones aunque sentía mucha curiosidad por lo que iba a hacer Juandiego. Fue lo primero que supo cuando llegó a la finca, que su primo había descubierto la forma más natural y placentera de hacer crecer el miembro. La segunda noticia que recibió fue que, a menos de un mes de los quince años, Juandiego estaba a punto de seducir a alguna de las dos empleadas de la finca, “en cualquier momento caen”, le dijo convencido. Richi las conocía de tiempo atrás y nunca despertaron en él sentimiento diferente a la sorpresa de que justo las dos tenían unas tetas gigantes.

Metido en las cobijas, Richi escuchó movimientos de platos en la cocina, se levantó, se puso las Machita y salió de la casa. Le parecía mágico ver la yerba húmeda sin que hubiera llovido. A lo lejos vio la silueta de Juaco ordeñando una de las vacas. Richi entró al establo y sabía lo que iba a encontrar, pero otra cosa era verlo con sus propios ojos: su primo con los calzoncillos abajo, el pene embadurnado de leche condensada, una mano acercaba al ternero para que mamara el casao y la otra administraba el tarro de lecherita. Juandiego brincó cuando sintió a Richi.

—Marica, me asustaste.
—Quihubo primo, ¿sí mama?
—Sí, pero hoy está muy resabiado —dijo Juandiego, y miró de medio lado a Richi — Venga hágale.
—Nooo, de pronto me muerde.

Minutos más tarde los dos estaban tomando leche postrera. Juaco les había servido directamente de la teta: la leche cayó en chorros afilados y rápidos formando espuma en la superficie. Eran unos vasos de plástico de diferentes colores que Richi conocía desde que tenía uso de memoria y en los que tomó la bebida chocolatada de la infancia, los jugos, las gaseosas, el pasante de los primeros aguardientes robados; los había visto amanecer sobre la yerba, bajo la lluvia, recibir el sol de toda una tarde. Y esa misma noche vería a Juandiego servir ron en ellos.

 

Cristina Castagna

 

Aprovechando que los adultos estaban en Medellín, las muchachas le encontraron gracia a acostarse en la inmensa cama de los patrones a ver televisión con los niños. Tantas ganas y tanta perseverancia de Juandiego con Clara y Marisela había empezado a dar sus frutos; comenzó contándoles chistes de doble sentido, pero la confianza se la ganó con conductas que lo hacían ver maduro para su edad. Era amable y lanzado con ellas, dejando claro que quería probar de esas carnes. Su posición de hijo de los jefes le ayudaba a la conquista pero la enseñanza de los tíos fue letal: “Si quiere comerse una vieja, dele ron”. Y al primer corte de comerciales, Juandiego le guiñó un ojo a Richi y le dijo que lo acompañara a traer unos roncitos. Fueron hasta el bar, Juandiego le hizo pata de gallina y Richi agarró de lo alto de un mueble una garrafa de Ron Medellín.

Al cabo de una hora, Clara y Marisela se empezaron a reír por cualquier cosa. Juandiego tomó la iniciativa y lo que inició como un toqueteo inofensivo terminó en un manoseo tácito y profundo. Juandiego codeó a Richi y Richi también palpó los pechos redondos y lisos de Clara; sus pezones grandes e imperceptibles hacían lucir sus senos como dos globos de piñata que Richi chupeteaba y apretaba a voluntad. Otra fue la experiencia al tocar las tetas de Marisela; igual de grandes, pero con unos pezones morados, largos y duros que Juandiego apenas alcanzó a recorrer con un pedacito de hielo. En plena película, los perros ladraron y rompieron la armonía; las muchachas se pararon como resortes, se acomodaron las blusas y salieron de la pieza.

Clara y Marisela veían a los hijos de los patrones como unos niños inquietos y aventajados con los que decidieron jugar, animadas por los rones y lo erótico que resultaba mancillar la cama real. Pero sus amores eran hombres vigorosos del pueblo. Entre arrechas e incrédulas, se burlaron y dudaron de la capacidad de Richi y Juandiego para complacerlas; sabían que por más ganosos que estuvieran no darían la talla, y que seguramente se asustarían si tuvieran que dar de comer a sus flores carnívoras. Les faltaba mucha aguapanela y mucho azadón para poder con una negra de esas.

Sin embargo, Juandiego quedó feliz con el avance. Las vacaciones eran largas y venían días decisivos para fortalecerse y poder penetrar las desconocidas cavernas de piel morena y olor fuerte, fragancia que le sacudía el Tamayo que llevaba adentro. Richi apagó la luz y se acostó en la cama de abajo. Juandiego ya estaba cobijado en la de arriba. Después de un silencio y en medio de la oscuridad, con el recuerdo fresco de las risotadas de Clara y Marisela, Juandiego dijo:

—Mañana desayunamos güevas de toro.

* * *

La sangre salía a borbotones del cuello del toro y caía en las cocas, vasos y ollas de los que llegaron a última hora para comprar sangre y vísceras. Antes de enterrar su cuchillo en la aorta del animal, el matarife le dijo a Juandiego que debía esperar a que el toro estuviera muerto para extraerle los testículos, “así no sufre tanto, a nadie le gusta que le quiten la verraquera”. Cada vez llegaba más gente a hacer fila para llevarse un poco de sangre y alrededor del toro se formó un corrillo. La bestia resollaba y al tratar de pararse los lazos que la tenían mancornada se templaban.

Los primos aguardaban junto a unos campesinos de su edad que Juandiego no distinguía. Uno de esos niños, flaco y pecoso, casi albino, se acercó a la herida con un vaso y dejó que se llenara de la sangre espesa y caliente que aún brotaba con generosidad. Richi quedó pasmado cuando el albino levantó el vaso y bebió la sangre. Otro pelao que lo acompañaba se agachó, puso sus manos en coca y retuvo un poco de sangre que sorbió ahí mismo. Quedó como si le hubieran reventado la boca. Juandiego no se quedó atrás, y con la mayor naturalidad botó la aguapanela que quedaba en la cantimplora y la puso en la herida.

La sangre ya no salía con la misma intensidad y en una demostración de poder, el albino y sus amigos se sentaron por turnos en el costillar del toro; allí saltaban y hacían presión con las caderas para que el torrente terminara de salir. Hasta Richi venció su cobardía y cuando la res ya no se movía, se sentó con fuerza varias veces. Juandiego recargó la cantimplora y luego acarició la piel tibia del animal, presionando con ambas manos el tórax inerte. Con la punta del cuchillo el matarife hizo un corte en medio de las huevas y extrajo las criadillas; el toro debió sentir un doloroso vacío porque tuvo alientos para contraerse y emitir un último bramido.

El albino estuvo atento al movimiento y cuando el matarife le iba a entregar las huevas a Juandiego, se acercó y dijo que también las quería. Juandiego le dijo que ya estaban pagas. El matarife recomendó con sorna que partieran y cada uno se llevara un huevo. Juandiego lo tomó como un mal chiste y se negó a seguir hablando de algo que ya era suyo. El albino lo miraba desafiante, pero Juandiego recibió las criadillas y las metió en una bolsa plástica.

—Vamos, Richi, nos están esperando para desayunar —dijo anudando la bolsa.

Arrancaron y en voz muy baja Juandiego dijo, “por la trocha”. Caminaron más rápido que de costumbre, treparon una reja y saltaron a la montaña que daba a la carretera. Con el botín entre manos, se metieron monte arriba sin descanso. En un rellano, superado por la alegría del triunfo y la faena, Juandiego detuvo la marcha, desató la cantimplora de su cinto y se echó un trago de sangre. Cuando le iba a ofrecer a Richi, aparecieron por la parte de arriba el albino y su combo.

—Ey, pelaos, vamos a partir eso —dijo el albino, y al terminar de hablar se resbaló y se agarró con tal brusquedad de una mata de plátano que unas tijeras que ocultaba en su saco de lana salieron volando.

Con la imagen amenazante de las tijeras abiertas en el suelo, los primos quisieron huir, pero el albino, aturdido por su torpeza, las recogió y apuñaló el vientre blando de Juandiego. La bolsa cayó y rodó con las huevas adentro hasta que uno de los amigos del albino la rescató; azarados, él y sus compinches desaparecieron monte abajo.

* * *

El día que cumplió quince años Juandiego aún estaba convaleciente, con la panza remendada y una estricta dieta. Permanecía en la finca con Clara y Marisela, sometido a medicamentos y curaciones constantes para evitar una infección. Richi fue a visitarlo y lo primero que le dijo fue, “los tíos están esperando que te aliviés para llevarte donde las putas”. Juandiego hizo un puchero y se quejó de un dolor repentino; se veía triste y desalentado. Richi le puso una mano en la cabeza.

—Fresco, dentro de poquito vas a estar pichando como un toro.

Desde la ventana se veía el vuelo de los gallinazos sobre el matadero; hace varias generaciones saben que este lugar es digno de los mejores banquetes. UC

 
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