Número 58, agosto 2014
Ocurren cosas terribles en mis ilustraciones. Cada una es un cuento.
Si usted las mira atentamente unos pocos minutos,
le contarán una historia… Todo está aquí, en mi piel;
no hay nada más que mirar
.
Ray Bradbury, El hombre ilustrado

 
 
Tatuaje de barrio

María Isabel Naranjo.
Fotografías por la autora y Juan Fernando Ospina

 
Juan Fernando Ospina
 

Se llama César Vidal pero arriba todos lo llaman ‘Crazy’, y cuando explica por qué ese nombre va girando sus dedos alrededor de la sien mientras dice: “Es por mi forma de ser”. Su forma de ser es una máquina de voluntad: empezó dibujando a Dragon Ball y a Los Caballeros del Zodiaco, y a punta de rayar mucho aprendió a dibujar sobre casi cualquier superficie: paredes, latas de carros y piel humana.

Supe de él hace poco, en una conversación informal de trabajo. Su amigo E. empezó a contarme la historia de sus tatuajes: el rostro de su hija enmarcado en la espalda y un perro enmascarado en el brazo izquierdo. Dijo que pronto se haría el tercero, un atrapasueños en el brazo izquierdo, y que otra vez lo haría con el tatuador de Villatina. El-tatuadorde- Villatina es el título de una historia, pensé, y le dije que me llevara.

Un sábado seguí las indicaciones de E. para llegar hasta la ladera oriental de ese cerro azucarado donde queda el barrio Villatina: “Llegás al paradero de buses de Cootransvi en el Palo con La Playa, le preguntás al conductor si pasa por donde Crazy y listo, te dejan en la puerta del local”. El colectivo arrancó a las 11:40 de la mañana en la planicie de las calles del Centro: El Palo, Maracaibo, el Teatro Pablo Tobón Uribe, el Museo Casa de la Memoria; giramos hacia la izquierda por una vía estrecha, delimitada por casas de colores de uno, dos, tres pisos, y luego subimos por otra loma que en mi plano imaginario parecía inclinarse cuarenta grados. Este ascenso ininterrumpido me obligó a aferrarme a la silla del frente por el temor de que la fuerza de ese armazón con ruedas no resistiera la pendiente natural del terreno; un temor infantil que se confirmó más adelante, cuando el colectivo tuvo que retroceder ante un camión de gas volcado en la mitad de una cuadra. Quién sabe cuánto llevaba ahí, tumbado hacia un lado; daba la sensación de que la única manera de rescatarlo era deslizándolo calle abajo. En las instantáneas del trecho se exhibían letreros de oficios del barrio: se alquilan disfraces, se arreglan bicicletas, se arregla calzado, se venden cremas, minutos… Había gente, mucha gente, sentada en los balcones, en las tiendas, caminando por los callejones diminutos, subiendo escaleras, cargando niños; y en cada curva el altar de una virgen y un nuevo carro para torear en la estrechura. Bordeamos el Campo Santo de Villatina, un sitio que conmemora a las víctimas de una tragedia de hace veintisiete años, cuando un alud de tierra, arenosa y morena, se regó por las laderas sepultando a más de 500 personas. Subimos un tramo más, giramos a la derecha, y a las doce en punto llegamos al parqueadero de buses de Villatina.

El conductor me indicó que el local estaba justo detrás de los colectivos que a esa hora se apretujaban como si el espacio apenas alcanzara para los buses de la empresa de transporte. Me adentré un par de metros esquivando los carros hasta que vi colgada en la fachada la escultura de una cabeza de hombre hecha con restos de cadenas, pedazos de máquinas de coser, tornillos y ojos artificiales —una parecida al ciborg de Terminator—, que remataba con el letrero de “Artes Crazy”.

Caminé hacia la construcción de adobe, de apenas cinco metros de largo por cuatro de ancho. El cubo con tejas de zinc, mitad blanco mitad negro, adornado con letras de grafiti, tiene dos entradas. Una persiana metálica a la derecha corresponde a la entrada del taller de aerografía; la de la izquierda, ordinaria, a la del local de tatuajes. Entré por la ordinaria. La sala ocupa dos tercios del espacio y es de color azul mediterráneo. Desde la puerta se ve, al fondo, un sofá cama cubierto con una cobija lanuda de león y tres cojines rojos, el lobby donde los clientes esperan —y la cama donde Crazy duerme—, un auto deportivo de dos plazas pintado con aerografía y encima un cajón largo con cinco pares de tenis; al frente, la camilla de tatuajes que él mismo hizo con los restos de un trípode, alumbrada por una lámpara.

Una mujer —cara de niña, cabello largo, negro, chores cortos, uñas diminutas y azules— se arrellanaba en un puf inmenso —también azul—, ubicado al lado de la puerta. Evadía el sueño con mensajes de WhatsApp mientras Crazy dibujaba su nombre, L., enredado en el signo de infinito y rematado por una pluma y una S en uno de los bordes.

—¡Hola! —me saludó L. al verme en la puerta.
—Mujer, te estaba esperando —dijo Crazy, y volvió hacia mí la cabeza.

La mujer con cara de niña me indicó con el celular que me sentara a su lado. Crazy, callado, dibujaba. El computador no cesaba de repetir las canciones de los zafarranchos de los noventa.

—¿Ese va a ser tu primer tatuaje? — pregunté para entrar en confianza.
—Sí.
—¿Y esa “ese” qué significa?
—¡Jum!, es una historia larga y yo soy muy sentimental —dijo mientras se le encharcaban los ojos.
—¿Y por qué te vas a tatuar con Crazy?
—Porque en el Centro me sale muy caro. Además, me lo recomendaron en el barrio.
—¿O sea que no lo conocías?
—Nooo, nunca lo había visto. Me lo imaginaba lleno de tatuajes, grandote, de dos metros. Y vea cómo es.

No mide dos metros. No está lleno de tatuajes. Bueno, no todavía. Tiene siete: un samurái solitario, un meteorito con el 666 incrustado, una frase en el brazo izquierdo: INMORTAL, otra en la pierna: Just you and me, y otros tres que se retoca cada tanto para corregir las líneas de las primeras agujas que picaron su piel.

Corría 1997. Crazy había decidido abandonar la escuela para no pedir la plata que a regañadientes le daba su padre. Eso, y que aquella escuela enfrente de la Placita de Flores le parecía el lugar más aburrido del mundo. Por esos días bajaba del barrio caminando, se paseaba por los locales de tatuajes de La Playa y se sentaba donde lo dejaran mirar. Preguntaba por técnicas, tintas, diseños… hasta que lo sacaban. “No podés venir a mirar”, le dijeron más de una vez. Las pesquisas de tinta en locales ajenos lo empujaron a hacer su propia máquina: un motor de grabadora, una cuchara, un portaminas, un cargador de doce voltios, agujas y… vinieron los ensayos. Su propio local no lo adquirió tan rápido. Las tintas, la plata y todo lo que necesitaba para eso vendrían después de quince años.

—¿Cómo te parece? —dijo mientras le pasaba a L. el borrador del infinito.
—Esa ese se ve rara —dijo ella.
—Vamos a hacerla pegada.
—…
—¿Así?
—Me gusta más.

A la puerta llegó una pareja. Una mujer —trigueña, pelo reseco, ojos opacos— extendió su brazo y dejó ver cinco letras en tinta gastada. Su acompañante —alto, camisa a rayas, ojos grandes— tomó la palabra y dijo que lo que ella quería era tapar con otras letras esa palabra que ya no decía nada.

—¿Y qué nombre se quiere hacer? — preguntó Crazy.
—¿Cuál podría ser? ¿El de la mamita? ¿El del tío? ¿El del chiquito? —dijo el hombre.
—Sí, podría ser… cualquiera —respondió ella.
—¿Y qué dice ahí? —pregunté después de intentar descifrar las letras.

La mujer extendió de nuevo el brazo y dejó que leyera: ENOJO.

—¿Y por qué no lo cambias por algo que te guste? ¿Un animal? —dije.
—A ella le gustan los delfines, ¿cierto mami?
—Sí, me gustan los delfines.
—Entonces será un delfín.
—Así cambias algo que no te gusta por otra cosa que sí —dijo Crazy.
—Y eso cuánto podría costar.
—Depende, lo mínimo son cuarenta.
—Listo. Después venimos —dijo el hombre, y se fueron.

Enojo, enojo, enojo. Me repetí esa palabra lo que quedaba de la tarde. Crazy dejó a un lado la hoja de L., se acercó al computador y dijo:

—Yo he tatuado cosas muy raras, estrafalarias, pero me parece egoísta decirles que no se tatúen lo que quieren —decía mientras esculcaba en las carpetas desordenadas algunas fotografías.

Un pubis con una boca roja que dice “Love”, una enredadera de flores en una nalga, una muñeca agarrada del ombligo, un monstruo descerebrado que disimula un queloide, Los padrinos mágicos… Abrió otra carpeta. Contenía rostros con otras historia del barrio: el de Freddy Ramírez, un conductor asesinado en 2012 por negarse a pagar “vacunas”; y el de ‘Cucharita’, uno de los dos niños de quince años que fueron raptados y luego picados en octubre del mismo año.

—Historias duras —dijo, y apartó el computador de la camilla.

Volvió al dibujo de L. Estaba terminado. Lo que seguía era la técnica. Retiñó con un lapicero las líneas del infinito, de la L., de la ese pegada sobre papel hectográfico. Le pidió a L. que le indicara dónde quería llevar el tatuaje y ella señaló un punto en el vientre. Untó con desodorante la zona elegida y luego repasó el papel sobre la piel.

—Este símbolo es lo que me une a mi novio después de perder a mi bebé. Tenía tres meses de embarazo —dijo L., y la mujer en ella se desvaneció para darle paso a esa cara de niña.
—¿Cuántos años tienes?
—Voy a cumplir quince —respondió mientras se acomodaba en la camilla. Extendió sus manos para tener la pantalla del celular de frente y escribió: “Ya va a empesar” (sic).

El zumbido, como de enjambre de avispas, anunció que la máquina de tatuajes estaba encendida.

Un conductor de la empresa de buses de Villatina entró al local, se sentó en un butaco al lado de la camilla, saludó vagamente y se quedó un rato mirando el vientre de L., tratando de descifrar el símbolo. Como él, otros tres conductores fueron a saludar a Crazy esa tarde. Lo hacen con frecuencia de lunes a viernes, cuando él cambia la máquina de tatuar por la de aerografía y pinta esas líneas rectas y empresariales de los buses de la comuna ocho. Lo de la aerografía lo aprendió en tutoriales de YouTube hace seis años, cuando esas empresas, menos asépticas, le pedían que dibujara rostros como el de Anthony, un niño hincha del DIM, en la trompa de un bus de Villatina; o carros como ese Ford Mustang en la cola de un bus de Sol de Oriente. Regueros de tinta que ya desaparecieron.

Le dije a L. que tomara mi mano para soportar el pinchazo de las avispas que la tenían transpirando. Dejó a un lado el celular y cogió mi pierna tan duro que me hizo gritar. Tomé su mano, pequeña, y la apreté con fuerza.

—Ya casi, ya casi —le dije, aunque faltaba lo más duro: meter el blanco para darle relieve. Sus labios menudos se movían; se mordía la mano y cerraba con fuerza los párpados.

Crazy dio el último pinchazo, L. se bajó de la camilla temblando, se miró desde todos los ángulos en el espejo que quedaba al lado del baño. La lágrima que guardó todo el tiempo por fin salió. Nos despedimos con un abrazo.

Crazy y yo por fin pudimos hablar un rato mientras comíamos brownie con leche y sudábamos el calor de la tarde acumulado en las tejas de zinc del cubo. Hasta que llegó E. sonriendo.

—¡A lo que vinimos! —dijo, y sacó la imagen del atrapasueños.
— Lo único que veo raro —dijo E.— es que no sé de dónde colgarlo.

La discusión sobre el diseño giró en torno a cómo iría el clavo pegado de la piel: ¿En un marco? ¿En la pared? ¿En el aire? De algo se tiene que sostener. Llegaron a la conclusión de que un clavo sería más creíble. Siguió la técnica, la camilla, las avispas… Y mientras E. sudaba, yo supe que de allí saldría tatuada. De noche y sin enojos. UC

 

Cucharita. Archivo personal.

Fredy Ramírez. Archivo personal.

Maria Isabel Naranjo

Archivo personal.

 
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