Número 58, agosto 2014

Rosa la de color rosa
Silvia Córdoba. Fotografía: Juan Fernando Ospina

 

En la familia de mi papá la gente se muere joven. O por lo menos más joven que en la de mi mamá, porque en la de ella se mueren muy viejos. Mi abuelo Enrique, por ejemplo, el papá de mi mamá, se murió de 99 años cuando se cayó de la bicicleta estática. En cambio a mi otro abuelo, a Leonidas, ni lo conocí. Se murió cuando todos estaban jóvenes, incluso él.

A mi papá ya se le murieron dos hermanos: primero fue la tía Rosa, la menor. Cuando yo estaba chiquita mi tía vivía con nosotros. Rosa era una mujer muy hermosa. Hubo quienes dijeron, en los años setenta, que ella era la mujer más linda de Medellín. Debe ser por eso que no se casó con un hombre. Y porque siempre supo que se iba a morir joven.

A los veinte años a mi tía Rosa le diagnosticaron Lupus. Eso hizo que un día la cara se le pusiera rosada. Rosa la de color rosa. Pero a veces se ponía pálida, pálida como una rosa. O verde. Nunca he visto una rosa verde. Rosa vivió veinte años cambiando de color, y también cambiaba de cuerpo: un mes se ponía muy flaca y otro muy gorda. Al principio iba a los hospitales donde la llenaban de pastillas que la hacían poner verde. O blanca. O rosa. O gorda. O flaca. Hasta que se hartó de médicos y conoció a la brujita que le mostró otras formas de aliviarse, y le ayudó a pasar a la otra vida.

Cuando estaba por sus cuarenta años Rosa se puso verde. Los médicos de hospital le dijeron que si quería seguir viva tendría que conectarse a una máquina y pasar su sangre por un tubo con un filtro que la limpiara antes de devolverla a su cuerpo. Ella dijo que no era así como quería vivir, y entendió que era un buen momento para morirse. Se preparó, se despidió de sus hermanos, cuñados, sobrinos y amigos. Pero faltaba una de sus hermanas que vivía en Argentina. Ella quería decirnos adiós a todos, uno por uno, y decidió esperarla.

Una tarde, mientras estaba en su cama haciéndole el quite a la muerte, entró por la ventana una flor amarilla que dejó caer el árbol del patio de la casa. Rosa se despertó. Volvió como del más allá y la brujita dijo que ese árbol le daba vida. A mi tía le faltaban un par de días para llegar de Argentina y encontrarse con su hermanita, la menor, de modo que pusieron flores amarillas del árbol junto a la cama de Rosa y ella estuvo despierta más tiempo. Para alargar el efecto, la brujita cogió un cable de teléfono cubierto de caucho rojo, lo peló hasta que se vio el cobre, se lo metió por la vena como un catéter, estiró el cable por encima de la cama, atravesó la pieza hasta llegar a la ventana, fue hasta el patio y en la otra punta lo conectó al tronco del árbol por donde salía la savia. Sabia bruta.

Tres días estuvo Rosa conectada del árbol del jardín con su cable de cobre. Cuando al fin llegó el vuelo de Buenos Aires, mis dos tías, que no se veían desde hacía décadas, se abrazaron y estuvieron en el cuarto, solas, conversando toda la noche. Supongo que se contaron toda la vida. En la madrugada, cuando ya estaba lista, Rosa decidió morirse. Un par de días después sembramos sus cenizas en la finca, en un árbol igual al del patio de la casa en la que se murió. Todavía hoy, después de veinte años, son el abono que lo mantiene vivo. UC

 
Juan Fernando Ospina
 
blog comments powered by Disqus
Ingresar