Número 78, agosto 2016

Circular Tour
David E. Guzmán. Fotografías: Juan Fernando Ospina, Sergio González

 
Por la forma que tiene su recorrido es conocida como la ruta del zapato. O al menos así la llamaban en mayo del 82 cuando el Circular Sur hizo su aparición en las calles de Medellín. Desde entonces su trayecto se ha conservado intacto. Hoy lunes 22 de agosto lo estoy esperando sobre la avenida 80 con carrera 51, barrio Cristo Rey. Son las 6:03 de la tarde y por el otro lado de la avenida pasan semivacíos y veloces dos Circulares Sur 302, uno detrás del otro. Cuatro minutos después aparece mi bus, el Circular Sur 303. Viene repleto, en medio del taco que en horas pico suele formarse en este lado de la 80. Los que esperan conmigo en el paradero se rehúsan a subir. En el abordaje solo me acompaña un obrero de tula al hombro. Primero sube él y yo quedo colgado de la puerta, con la espalda al viento. La capacidad de estos buses es de 50 pasajeros, 35 sentados y 15 de pie, pero calculo que en este viaje somos unos 65.

Tras cruzar el puente de la 80 sobre la avenida Guayabal puedo adentrarme un poco pero mi pelvis aún está lejos de tocar el molinete de la registradora. En El Rodeo una valiente mujer bogotana se acerca al bus y me toca pedirle al obrero que se mueva para que ella alcance a subir. “La registradora no devuelve”, le advierte el conductor a una señora que pretende bajar por la puerta de adelante. A empellones, con su bolso como armadura, la señora se abre campo como puede, atraviesa el bus y desciende por la puerta trasera. El zarandeo libera espacios y no solo logro pasar la registradora sino que ocupo el asiento que dejó la señora, el del copiloto, al lado del conductor. En tres minutos pasé de ser un paria en peligro a ser la segunda autoridad del vehículo.

A las 6:17, bajo una salsa romántica insoportable, llegamos a las clínica Las Américas, uno de los 56 paraderos oficiales de esta ruta en sus 20.6 kilómetros de recorrido. El bus sigue lleno pero la gente ya no sufre de apiñamiento. Le pregunto al conductor cuántos pasajeros le caben al bus y me responde que unos 80 “bien arrumaítos”. Según datos de la Corporación de Transportadores de Antioquia (Cotransa), empresa que administra el Circular Sur 303, la ruta moviliza 25.300 pasajeros al día. Leopoldo Gutiérrez, empleado de Cotransa, asegura que la 303 maneja uno de los mejores IPK (índice de pasajeros por kilómetro) de Medellín, un indicador de productividad del sistema de transporte público.

El timbre comienza a sonar más a menudo y el bus a desocuparse. A las 6:34 llegamos a la Villa de Aburrá con unos pocos pasajeros de pie, y dos minutos después quedan libres cuatro asientos. A diferencia de un bus de Robledo, por ejemplo, que se llena en el Centro y queda vacío en el barrio o viceversa, esta ruta se va llenando y desocupando durante todo el circuito. De repente un pasajero se acerca al conductor y le dice que le faltaron diez mil pesos de devuelta; temeroso estira su mano con 8.100 pesos y jura que había pagado con un billete de veinte. El conductor lo mira sin despegar las manos de la cabrilla, merma la velocidad, se esculca los bolsillos y sin chistar le entrega los diez mil pesos. En ese momento pasamos por el Éxito de Laureles, el puerto de salida y llegada del Circular Sur 303. Desde este punto despachan los 448 viajes diarios que hacen los 57 buses de la ruta y es donde, por lo general, los pasajeros son sometidos al famoso trasbordo que tanto detestan los viajeros habituales.

Al no tener un destino final, el trasbordo en las rutas Circular Sur 302 y 303 es necesario después de que los conductores completan tres circuitos seguidos, o cuando deben acicalar el bus, tanquear, desayunar, almorzar, entrar al baño o cuando terminaron sus siete u ocho viajes del día. El trasbordo del Circular Sur 302, administrado por Autobuses El Poblado, se realiza en la Plaza de la América. Ambas rutas, 302 y 303, son gemelas que a principios de los ochenta estaban a cargo de Cotransa pero a mediados de esa misma década se dividieron; aunque desde entonces son manejadas por empresas distintas siempre han cumplido el mismo recorrido, en sentido contrario: la 303 lo hace como las manecillas del reloj mientras que la 302 va hacia la izquierda. Entre las dos movilizan 40 mil pasajeros al día.

Como la 303 evita en un 80 por ciento que haya trasbordos en horas pico seguimos de largo por el Éxito de Laureles. En la cara de algunos pasajeros, cansados y hambrientos, puede verse la felicidad. A las 6:43 el bus baja veloz por la calle San Juan con 17 pasajeros y 18 asientos libres. “¡Señooor!”, grita una doña para que el bus le pare en la 70. Entramos al Centro bordeando el parque de los Pies Descalzos y a la altura del Sena quedamos siete pasajeros. La velocidad permitida para un bus urbano es de 60 kilómetros por hora —30 en zona estudiantil—, pero como un bólido pasamos el deprimido de Villanueva y agarramos con fuerza la avenida Oriental. En una parada breve, donde sobrevivimos cuatro gatos, el conductor conversa de bus a bus con un colega de ruta. Es muy común que dos o más vehículos se encuentren durante el recorrido pues la frecuencia de salida es de cada dos minutos. Atravesamos la Oriental en un volión y a las 7:06 llegamos a Almacentro. Ahora somos 14 pasajeros y el conductor va comiendo una barrita de tamarindo de mil pesos que pidió a domicilio en una chaza junto a la parada que corresponde a la iglesia de San José.

A las 7:11 transitamos la avenida Las Vegas y pasamos por Ciudad del Río. Antes de cada semáforo se forman pequeños trancones pero el tráfico fluye de tal manera que a las 7:15 llegamos al Politécnico donde sube una buena cantidad de personas. “¿Me permite trabajar si es tan amable?”, le dice al conductor un muchacho con una mochilita en el pecho. Me imagino que va a vender algo pero anuncia que va a cantar Un beso y una flor de Nino Bravo. Sin ayuda de guitarra ni nada empieza a cantar a capela. El bus ya está en marcha con 24 pasajeros. El muchacho canta delgadito, como para no hacer mucha bulla; deja desvanecer la voz como le cantaría un padre que no sabe cantar a su hijito para que se quede dormido. “Para todos ustedes”, dice el cantarín, “gracias al señor conductor por permitirme llevarles esta canción”. Todo parece un chiste. La gente enternecida le da monedas y recoge 1.600 pesos. Desde que sale el primer Circular Sur a las 4:10 de la mañana hasta el último, que despachan a las 9:30 de la noche, los viajes son amenizados por una gran variedad de artistas: raperos, ciegos románticos al estilo José Feliciano, jipis de canción protesta, salseros. Es célebre un trovador de bigote y sombrero que improvisa según los pasajeros: les va dedicando versos y piropos que hacen reír hasta al más aburrido.

A las 7:25 anclamos en Eafit con 30 pasajeros a bordo y se suben otros veinte. Entre ellos, un vendedor de galletas Rondalla y paqueticos de Mini Snacky de caramelo. Dos unidades por quinientos pesos, cinco a mil. Por su timidez, pinta y seseo parece recién llegado del campo. Los Mini Snacky me caben en la palma de la mano y no me resisto a su compra. En los Circulares Sur se pueden surtir los amantes de las papelerías y las golosinas: CDs, lapiceros, borradores, revistas escolares y naturistas, gomitas, chicles, mentas masticables, chocolatinas. Y hay varios tipos de vendedor: el parco que simplemente pasa por los puestos, anuncia precios y agradece; el retador que con un poco de resentimiento hace un llamado a la cultura y educación del pasajero para exigirle que, como mínimo, le reciba la mercancía y considere su compra; los que despiertan lástima con su discurso o descubriéndose una cicatriz en el abdomen o en un pie, y los carretudos profesionales que dicen hacer parte de un grupo de comerciantes con contactos en las fábricas de dulces y empiezan su sermón diciendo, “en el día de hoy vengo a ofrecerles unos ricos y provocativos...”, como si cada día tuvieran un producto novedoso para sorprender a los pasajeros. También están los malencarados que piden cualquier moneda por los confites o las estampitas religiosas y dicen que prefieren vender algo a estar atracando en las calles.

En Eafit aborda una chica con un violín en su estuche y en un intento por esquivar a una abuela termina por golpear a dos señores. Ninguno se queja. Ya somos 50 pasajeros, y antes de agarrar la glorieta de la Aguacatala suben más ciudadanos. A las 7:33 cruzamos el río Medellín con el bus abarrotado y en la primera parada de la 80, a punto de completar mi circuito, el conductor advierte que la registradora no devuelve. Me entra un pánico tremendo porque no me acordaba y sigo en la parte delantera. Decido empezar mi travesía por el pasillo, pegado del tubo, rozando a todo el mundo y pidiendo permiso. Escucho que la chica del violín le pide a una pasajera sentada que si por favor se lo lleva. Avanzo y cuando corono la parte de atrás una señora me pide que le toque el timbre; el bus se orilla y frena en un segundo y todos nos sacudimos. Arranca de nuevo con bríos y a las 7:35, después de una hora y 28 minutos, y de hacer tour por El Rodeo, La Mota, Belén, Laureles, Estadio, Naranjal, Centro, San Diego, El Poblado, desciendo en el mismo paradero donde abordé. Esta vez parece que nadie se atreve a subir pero aparece un señor corriendo, le pasa un billete de dos mil pesos a una mujer que está de copiloto y se encarama al bus por la puerta de atrás. Desde afuera veo la escena con cierto cariño hacia esta ruta de amores y odios, hacia este sistema orgánico, circulatorio, vital para la ciudad desde hace 34 años.UC

 
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