Número 99, agosto 2018

Hondonada
Ignacio Piedrahíta. Fotografías: Pilar Sepúlveda A.

Fotografías: Pilar Sepúlveda A.

Las montañas que dan forma al valle de Aburrá son fortalezas de lado y lado. Alejarse de la ciudad por allí significa remontar esos muros naturales. Entre el fondo del valle y las cimas hay más de mil metros de diferencia. Escapar de la ciudad implica ascender en la búsqueda de la línea quebrada de ese horizonte levantado. Las vías hacia las cumbres son sinuosas y se apegan a las entrantes y salientes de las montañas. Así es la salida por el noroccidente de la ciudad, que conduce a San Pedro de los Milagros.

Mi autobús emprendió el ascenso por Robledo y San Cristóbal y fue ganando altura hacia el norte, cruzando la pendiente en diagonal. Por la vía no transitaban muchos carros. Ni antes ni hoy se llega por allí a destinos populares, como ocurría con el camino al distrito minero de Santa Fe de Antioquia y Buriticá, o hacia el sur donde estaban los socavones del Zancudo. Ni tampoco fue esta una vía de salida y llegada de pasajeros hacia y desde el río Magdalena como el altiplano oriental.

A medio camino surgió sobre mi derecha la forma esbelta del cerro El Picacho. El cuello del cerro está más bajo que la carretera, pero el pináculo coronado por el Cristo viene a quedar casi a la misma altura de la vía. De manera que al mirarlo desde allí puede verse flotar sobre el telón de fondo desenfocado de los barrios al otro lado del valle. Ya casi cerca del alto pasamos por el lugar donde levantan vuelo los parapentes. A esa hora temprana apenas arribaban por tierra los pilotos, con la aeronave enrollada a sus espaldas en un gran morral. Terminamos de subir y llegamos al primer asomo del altiplano, donde está el diminuto pueblo de San Félix. Allí bajé y comencé a caminar.

Mi meta era una torre de energía ubicada justo en la cima de la montaña que da sobre el valle de Aburrá. Anduve una hora larga por una carretera destapada entre potreros verde esmeralda, salpicados por vacas blanquinegras. El aire era fresco y aspirarlo daba la sensación de pureza. Algunos gorriones saltaban y se confundían con las agujas secas caídas de los pinos. Soledades verdeazules miraban mi paso confiadamente. Puñados de flores crecían silvestres a la orilla de la ruta. Al término de la carretera recibí las instrucciones finales de boca de un campesino. Debía seguir mi camino atravesando potreros y flacas arboledas. Algunas cercas eran eléctricas y otras de alambre de púas, pero ninguna infranqueable. Más arriba los potreros lucían algo descuidados, cercanos a bosques nativos. Alguna construcción derruida marcaba cierto desaliento en colonizar aquellas tierras altas.

Una vez en la cumbre, un silencio rasgado por un aire suave golpeaba la montaña. El sol comenzaba a calentar la superficie de la tierra y el aire se agitaba poco a poco, como si apenas despertara. Pequeñas nubes se formaban justo frente a mí como fantasmas traviesos. La presencia de la ciudad podía sentirse sin embargo a través de su involuntario sonido gutural. Me senté sobre el pasto a comer algo de mi fiambre. La niebla móvil me producía una placentera sensación de recogimiento. Pero no estaba solo. De repente, un enorme cuerpo se me fue acercando de frente con un andar pesado. Era una vaca que al resoplar exhalaba un aliento cálido. Curiosa, olisqueaba la suela de mis zapatos. Conseguí atraerla aún más con un pedazo de pan dulce hasta que lamiera mi mano con su lengua carrasposa.

Entonces, como por ensalmo, el paisaje se reveló frente a mí. Allí estaba Medellín, estirada sobre un valle profundo. Al frente a lo lejos podía entrever el río Medellín y, detrás, el Centro de la ciudad. Sobre el costado derecho del río reposaba la gran planicie que alberga los barrios Estadio y Laureles, y más a la derecha las montañas que ponen límite a la ciudad por el occidente. Desde allí Medellín parece estar dentro de un gran cuenco redondo y no dentro de un valle. Una serranía que entra desde el occidente por detrás del aeropuerto oculta la brecha del río por el sur, mientras que la abertura del mismo por el norte quedaba fuera de mi vista. Pero en realidad el Aburrá es un valle alargado, orientado casi perfectamente de sur a norte, solo que ensanchado en el medio.

Gracias a esta simetría cardinal el sol sale justo sobre las montañas orientales y se oculta por detrás de las occidentales. Y por estar Medellín en una hondonada los rayos tardan en llegar al fondo, aunque desde temprano en la mañana, en los días sin nubes, parece que alguien arrojara fuego tras las cumbres para calentarlo. Al mediodía la ciudad se ilumina de manera equitativa, cuando el sol inclemente parece apoyarse con toda la fuerza de su cuerpo sobre el fondo de la hondonada. Ya en la tarde el poniente golpea las montañas orientales hasta hundirse tras las montañas del lado opuesto. Dado que el disco solar se oculta con algo de prisa nunca le vemos su rostro rojo profundo, típico de los horizontes planos. Al final queda en el valle un fulgor tibio sobre el que entra de golpe la noche vibrante.

Con unos binoculares rastreé el curso del río Medellín, estirado a lo largo de la ciudad. Siempre me ha gustado que sus aguas corran hacia el norte, como los grandes ríos Cauca y Magdalena. Tal como Colombia con estos gigantes, Medellín ha tenido gestos perversos con su río. El primero fue arrojarle toda su podredumbre, a él y a sus afluentes. Tanto, que aún hace cien años Tomás Carrasquilla decía que las aguas del Aburrá habían perdido toda su hospitalidad e inocencia. El segundo gesto es exclusivo de la ciudad, y fue quitarle al río sus vueltas naturales, que lo hacían parecer una enorme serpiente solazándose sobre el valle. De ahí que, en su estado natural, fuera dejando madreviejas y pantanos que se interponían en el camino de la urbe en crecimiento. Por eso a mediados del siglo pasado se decidió canalizar el río, hasta quedar tal como lo vemos hoy en día. El Medellín es ahora un río muerto que en las épocas de sequía apesta. Sin sus meandros y sucio, ha dejado de fluir con alegría para arrastrarse con vergüenza.

Habiendo ofendido al río, Medellín pasó a ultrajar el aire que respira. Ahora solo los domingos o días lavados por la lluvia puede apreciarse el paisaje que los viajeros antiguos catalogaban como de los más bellos. En su camino al Magdalena solían detenerse a mirar el valle que se abría majestuosamente a sus pies, y sobrecogidos lo describieron en sus diarios. Pero esa vista es parte del pasado. Es sabido que la máxima preocupación del habitante de la villa ha sido los “menjurjes bursátiles”, como decía León de Greiff. Y el aire está precisamente entre los tesoros no contables. Sobre Medellín pende cual espanto —especialmente en el mes de marzo, cuando subí a mirarla desde lo alto—, una nube parda de bazofia. Sin agua y sin aire, de nada vale cualquier progreso humano.

Intenté observar con esfuerzo el Centro de la ciudad a través de la atmósfera borrosa. Ese conglomerado de edificios emblemáticos está sobre una porción de tierra con forma de abanico, enmarcado lateralmente por dos líneas imaginarias que van a encontrarse donde la quebrada Santa Elena termina de bajar de la montaña. Fue en el medio de ese abanico donde nació la ciudad, que pronto desbordó la explanada y comenzó a trepar por las faldas orientales. Y aunque los barrios llegan ya cerca del alto, un bosque tupido se ha conservado a lo largo del curso de la Santa Elena, gracias a lo escarpado del terreno.

Cruzando el río desde el Centro hay otra planicie, aunque más rasa y mucho más grande. La ciudad ha colonizado también esta parte que antes llamaban “otrabanda”, por hallarse precisamente en la orilla opuesta del Medellín. Allí los barrios crecieron más desahogadamente, y alguno como el amable Laureles fue diseñado a sus anchas por el artista Pedro Nel Gómez. También se acomodó sobre esa planicie el aeropuerto local, llamado anteriormente Las Playas, al igual que uno de los sectores de Belén. Lo aplanado de esta parte del valle hacía que las quebradas y el mismo río depositaran amplias playas arenosas. Por el tamaño de la otra banda, a sus barrios les ha costado más tiempo ocuparla por completo. Tanto, que apenas comienzan a arañar los contrafuertes de las montañas occidentales. Estos barrios del pie de las laderas conviven con las ladrilleras donde se producen los adobes con los que se ha construido la ciudad. Esa parte de la cordillera está hecha de una roca que al descomponerse ofrece una tierra ferrosa, que se moldea y se cocina para fabricar los ladrillos. La ciudad es rojiza vista a lo lejos, toda hecha de bloques de tierra cocida del llamado batolito de Altavista.

Desde mi puesto de observación podía ver el puente diagonal sobre el río que comunica la Universidad Nacional con la Plaza Minorista. Este puente une también la desembocadura de La Iguaná con la de la Santa Elena. Las dos quebradas forman una sola línea larga que hace cruz con el río Medellín. Desde el Boquerón hasta el alto de Santa Elena el valle está atravesado por esos dos arroyos, que marcan el sentido en el que —varios millones de años atrás— las montañas se desgarraron para dar lugar a la gran hondonada. El valle de Aburrá no es producto de la lenta excavación del río, sino de fuerzas tectónicas que abrieron una brecha enorme en medio de la cordillera Central de nuestros Andes.

Desde mis 2775 metros de altura, los voladeros de parapente estaban trescientos metros más abajo en la cornisa de la montaña. Los vientos cálidos provenientes del noreste se encuentran allí con la cordillera, y la corriente ascendente que se forma sobre la cuesta es propicia para que las livianas aeronaves puedan levantar vuelo. Cuando la veleta que mide la velocidad del viento es de color verde indica brisas mansas, aptas para todo tipo de vuelos. Mientras los parapentistas van llegando y alistan sus equipos, los gallinazos aprovechaban para echarse a volar. Con su visión infrarroja, esas aves negras detectan las corrientes térmicas del aire, al igual que los humanos ven el agua de un río que corre y se avientan.

Justo en ese lugar geográfico, el valle de Aburrá se estrecha y dobla hacia el nororiente, después de venir con una dirección casi perfecta desde el sur. Toda la hondonada, con las montañas y el mismo río, cambian de dirección al unísono, tuercen su camino. Ese giro no es otra cosa que un truco de mago del valle de Aburrá para parecer del todo clausurado en el norte. Con el cambio de rumbo, la gran depresión consigue que un observador dentro de ella piense que también las montañas lo cierran por el extremo. Al norte del valle, esa montaña corresponde al cerro Quitasol, ubicado a la izquierda del lugar en el que me encontraba, sobre la parte alta de la población de Bello. Sin embargo, el Quitasol es apenas el inicio de otra serie de montañas encadenadas que continúan hacia el nororiente, y no el tapón que se vislumbra desde el Centro de la ciudad.

De esta manera Medellín se cierra sobre sí misma, egoísta y ambiciosa, reteniendo las miradas de sus habitantes. Las montañas pueden ser a veces obstáculos ficticios, a pesar de su solidez. Así como en los horizontes planos se forman fatas morganas y otros espejismos que engañan al ojo, las montañas tienen sus propias máscaras. Al cruzarse unas tras otras en la lejanía no se puede saber con seguridad qué distancia las separa ni lo que hay entre ellas. Sin embargo, más allá suelen extenderse nuevos valles. Es eso lo que sucede con nuestro valle en su parte norte, que en apariencia se cierra y con él mueren todas las miradas, pero en realidad continúa, pues otra depresión se abre, donde están ubicadas las poblaciones de Copacabana y Girardota. Caminando un poco sobre la cumbre pude ver esa nueva hondonada, igualmente ilusoria en sus confines.

Es por este cañón al norte del río Medellín por donde entran los vientos que chocan contra la montaña donde me hallaba y ascienden de manera brusca, para beneficio de los parapentistas. Otra parte de esos vientos corrige su rumbo y continúa valle arriba, remontando el río. En su parte más superficial forma corrientes menores entre los edificios, sube o baja según las temperaturas del asfalto, hace rulos y cabriolas, mientras va peinando las cabelleras de los que transitan por las calles de la ciudad. En fin, juegos de niños, comparados con los poderosos alisios, más altos, que se acercan al valle desde el altiplano oriental, fríos y cargados de agua.

Muchos de los pilotos de los parapentes son jóvenes campesinos de la región lechera del altiplano noroccidental. Estimulados por la adrenalina, estos han cambiado el escurrir de las ubres de las vacas en las madrugadas por el deporte extremo. Alcancé a ver los primeros tándems de piloto y pasajero surcando el firmamento. Me pareció escuchar los golpes secos de las lonas de las naves al ser azotadas por el viento. Se veían alejarse y aproximarse, cabalgando sobre las líneas en espiral de la tibia turbulencia. Ascendían, avanzaban y descendían por los etéreos caminos del viento, palpables pero invisibles, marcándolos para quienes permanecíamos en tierra. Las nubes dejaban de ser entes aislados para convertirse en hitos del recorrido de esos hombres que imitan a las aves. Mientras tanto, del otro lado del valle, las montañas orientales parecían lanzarse al vacío como cataratas de piedra.

Más abajo, sobre la falda de la misma montaña, estaba el cerro El Picacho, seiscientos metros por debajo de mis pies. Si quisiera podía bajar desde allí hasta su cima, que sobresale como una clavícula rota sobre la piel de la ladera. Suena extraño eso de “bajar a la cima”, pero con El Picacho ocurre lo mismo que con el Pan de Azúcar al otro lado del valle, a los cuales es más fácil acceder por encima. Primero debe bajarse por la montaña y luego ascender unos pocos metros hasta el pináculo, por un sendero que se acomoda a las salientes de la roca fresca. Casi podía ver desde allí el Cristo que lo corona, como un Prometeo castigado, clavado en arzones a la roca, mientras Zeus espera a que se arrepienta de haberles dado a conocer el fuego a los hombres y haberles enseñado las artes. Unos gallinazos que sobrevolaban la hondonada me recordaron un poema de Helí Ramírez. Sus líneas cuentan la historia de un hombre del barrio que “se brincó a Medellín, desde El Picacho hasta el Pandeazúcar”, y que en el aire se veía “como un gallinazo gigante volando su mortecina”.

La roca de la que está hecho El Picacho es una anfibolita, una roca metamórfica de la que se compone buena parte de la montaña de la que surge. Los cerros El Volador y Nutibara, que se levantan uno detrás de otro sobre la planicie como lomos de ballenas en el mar de la ciudad, también están hechos de rocas macizas. El Volador es una anfibolita similar a la del Picacho, mientras que el Nutibara es de una roca ígnea llamada gabro con algo de metamorfismo. Buena parte de las rocas que pueden encontrarse dentro del valle de Aburrá son metamórficas. Esto quiere decir que, siendo antes otras rocas, sufrieron el calor y la presión de un subsuelo agreste hasta obligarlas a olvidar sus formas originales.

Fue cayendo la tarde y decidí desandar el camino. Una nube gris proveniente del sur se aproximaba cabalgando sobre la abertura en forma de silla de montar del Boquerón. Una humedad fría alcanzaba a penetrar las fibras de mi abrigo ligero, y la cerrazón del potrero me invitaba a buscar refugio en tierras más bajas. Alcancé a retomar la carretera destapada cuando la noche era ya casi completa. Mientras hacía el trayecto hasta el pueblo podía escuchar las aves nocturnas, las corrientes de agua natural saltando sobre las rocas y los truenos que precedían la tormenta. A mis espaldas yacía la ciudad nocturna, que vine a ver cuando el autobús de regreso se recostó contra los primeros roquedales que miran hacia el valle. Las líneas del alumbrado público y las luces de las viviendas parecían chispas doradas en el fondo oscuro de la batea de un minero. UC

Fotografías: Pilar Sepúlveda A.

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