El dragón de la Catedral
"En el pueblo hay una plaza, en la plaza hay una iglesia y en la iglesia hay un órgano" era una retahíla que se usaba antes para enseñarles a los niños a leer y a escribir, y de paso dejarles claro el orden natural de las cosas.
Ese antes es 1933, el pueblo es Medellín, la plaza es el Parque Bolívar (ya con el Libertador de bronce montado en su caballo), la iglesia es la recién terminada Catedral Metropolitana (tan enorme para la ciudad de entonces que se alcanzaba a divisar desde ambos extremos del Valle de Aburrá), y el órgano es un aparato no menos desmesurado, comprado a la prestigiosa casa alemana Walcker, el más grande y costoso de cuantos se cotizaron, como correspondía al tamaño y prodigio del templo.
El órgano traía incorporado lo último en tecnología, en una época en que los organeros competían por construir un instrumento de sonoridad universal, es decir, que a la par con el sonido romántico que traía del siglo XIX tuviera el brillo metálico del período barroco; mejor dicho, una vuelta al siglo de oro de ese aparato, cuando el devoto Johann Sebastian Bach lo usaba para comunicarse directamente con Dios.
Seis meses tomó en Alemania la construcción del órgano de La Metropolitana, y tres más demoró su traslado a Medellín, primero en buque, luego en barco por el río Magdalena, y después a lomo de mula desde Puerto Berrío, desarmado y empacado en cajas. Con él llegó para armarlo el ingeniero Oskar Binder, quien ordenó reforzar el sotacoro con una estructura metálica capaz de soportar las veintidós toneladas que pesa y la vibración del motor de tres caballos con el que hace trinar sus tres mil 478 flautas, la más grande de seis metros de largo y la más pequeña de seis milímetros, lo que le permite reproducir sonidos de trompetas, bombardas, oboes, clarinetes, flautas, violonchelos, campanas y hasta la voz humana; toda la paleta de colores de una orquesta que se maneja desde una pequeña consola con cuatro teclados, tres para tocar con las manos y uno con los pies.
Es el instrumento más grande del país y el papá de todos los órganos de Antioquia. Mide diez metros de alto, doce de ancho y cinco de fondo, y con su maderamen de palo santo oscuro y sus largos tubos a la vista semeja un dragón echado, al que no le falta sino botar candela cuando retumba con toda su potencia en la inmensidad de la Catedral, su caja de resonancia, una inmensidad de 97 mil metros cúbicos.
Binder, el ingeniero alemán que lo instaló, se quedó un tiempo en Medellín y luego se radicó en Bogotá, donde formó su propia compañía especializada en reparación de órganos. Y eso fue lo mejor que le pudo pasar al órgano de la Catedral: le aseguró buen mantenimiento por muchos años, los que alcanzó a vivir el longevo Binder, quien lo mantenía al pelo, como se dice. En 1975 Binder lo refaccionó y reforzó; le modernizó los mecanismos electrónicos y le adicionó un juego de trompetas de cobre para que sonara más fuerte. Ese mismo año se celebró el Festival Internacional de Órgano de Medellín, que vio desfilar a los mejores organistas del mundo.
Esos festivales, en su primera época, los organizó y dirigió Hernando Montoya, el personaje más entrañable que ha cuidado al dragón, pues lo tocó durante casi cuarenta años y, mientras vivió, fue considerado el mejor organista del país. Quién sabe cuántas de las personas que iban a las misas lo hacían solo para escucharlo tocar, acompañado los domingos por un coro numeroso. Asistía mucha gente en ese entonces, pues la devoción todavía flotaba en el aire y la feligresía llenaba las iglesias; no como hoy, que es cada vez más escasa: a la última misa matutina que se celebra entre semana asisten unas cien personas mal contadas, que vistas desde lo alto del órgano parecen migajas esparcidas.
Los años noventa no fueron buenos. Binder murió, el órgano se desajustó, perdió brillo y vigor, y no tuvo quien lo auxiliara. Se necesitó una circunstancia fortuita para que en el año 2002 la Arquidiócesis decidiera meterle la mano.
Ese año se anunció la gira por Colombia de Pierre Pincemaille, organista titular de Saint-Denis, la catedral de París donde reposan los restos de todos los reyes de Francia y, por lo mismo, plaza obligada para organistas de gran importancia. Y Pincemaille sí que era una celebridad mundial, en especial por sus magistrales improvisaciones. Su gira por el país fue promovida y financiada por la embajada francesa en misión de intercambio cultural. Así que tocó refaccionar el órgano a las carreras y ponerlo a tono para la importante gala.
"Yo no lo reparé totalmente, lo limpié y le hice una intervención técnica puntual para que se pudiera tocar ese concierto", dice Francisco Serna, el organero que llamaron para realizar el trabajo, cuya mayor recompensa fue que después del concierto el propio Pincemaille lo buscó para felicitarlo. El órgano siguió entonces con sus achaques, a medio sonar, hasta que llegó otro golpe de suerte. Esta vez fue la embajada alemana la que se interesó por él, en razón de que fue catalogado como patrimonio cultural por ser de los pocos órganos construidos antes de la Segunda Guerra Mundial. El gobierno alemán asumió buena parte de su restauración, y lo demás corrió por cuenta del gobierno local y la empresa privada. El trabajo lo realizó la casa organera alemana Oberlinger, que pasó factura por casi 700 millones de pesos. Francisco Serna, paisa al fin y al cabo, dice que él la habría hecho por cien millones de pesos y le habría quedado mejor, porque, a su juicio, la restauración que hicieron los alemanes quedó con fallas.
No son muchos los organistas que han posado sus manos y pies en el órgano de la Catedral. Después de Hernando Montoya, el más duradero fue Guillermo Gómez, un sacerdote todoterreno que le revolvía de todo a su labor pastoral: programas de radio, conferencias académicas y devoción por la música. Tocaba muy bien el piano y el órgano, en especial la obra de Bach. Tenía incluso su propio Guinness Records: fue el primer sacerdote pianista del mundo en interpretar las 32 sonatas de Beethoven y los 48 preludios y fugas de Bach. Su último proyecto, maratónico, fue tocar toda la obra de Bach, y para ello programó un ciclo de conciertos el último domingo de cada mes. Cuando la muerte se atravesó en su camino tenía conciertos programados hasta el año 2015.
En la actualidad el organista titular es Octavio Giraldo, pianista y organista jubilado de la Facultad de Música de la Universidad de Antioquia. Su hijo Esteban, de treinta años, es el organista auxiliar, y lo más seguro es que herede el lugar de su padre.
El venerable órgano de La Candelaria
El Parque Berrío fue una apacible plaza pueblerina donde vivían en casas de balcón las más distinguidas familias; había mercado los domingos, manifestaciones públicas, paradas militares y hasta fusilamientos. Entrado el siglo XX, después de varios incendios, se reconstruyó con una nueva vocación: ser el centro de referencia de la pujanza industrial, cafetera y minera de Antioquia, sede de bancos, edificios empresariales y oficinas del gobierno. Y así duró hasta que el Metro se atravesó y lo volvió estación de paso. El desempleo y el rebusque hicieron el resto. Se puede decir que recuperó la vocación de plaza de mercado de antaño, pero al estilo y al ritmo de la economía informal de ahora.
Lo único que ha permanecido invariable es el venerable órgano de la iglesia de La Candelaria, porque hasta esta sufrió cambios importantes; por ejemplo, antes era de ladrillo a la vista y ahora es blanca. Y es venerable porque es el órgano más antiguo que se conserva en la ciudad, traído en 1850 gracias al dinero que donó un rico a la parroquia a cambio de indulgencias. La idea era comprar un órgano acorde con las dimensiones y la importancia de La Candelaria, por entonces el principal templo de Medellín y de Antioquia, tierra abonada para la misa y el rosario. Su construcción se encargó a la casa Walcker de Londres, y llegó por la ruta acostumbrada del Magdalena y las trochas para reemplazar uno modesto que habían construido los organeros jesuitas.
Lo que no está claro es si ese fue el órgano que se pidió a la Walcker. Según una versión, que algunos consideran leyenda, iba para otra ciudad pero por una confusión en los trámites terminó en Medellín. Una posible prueba de ello es su tamaño, que resulta mastodóntico para una catedral de mediano calado como La Candelaria. El caso es que la Walcker tuvo que dejarlo acá. Y así fue como La Candelaria quedó dotada con el órgano más grande y fino de cuantos hasta ese momento se habían importado al país, con quince registros de sonidos diferentes, dos teclados manuales y el pedalero. Lo que no hubo fue quién lo instalara. De esa tarea se tuvo que encargar un arquitecto y mecánico alemán radicado en Medellín que sabía hacer de todo: Enrique Haeusler, el mismo que construyó el Puente Guayaquil y le hizo una reparación importante a la iglesia de La Candelaria. No era organero ni músico pero se le midió a instalarlo, asesorado en el trabajo de afinación por un músico inglés que hacía parte de la comisión científica de Codazzi.
Tampoco faltó quién lo tocara, pues en la ciudad había buenos pianistas que podían hacerlo. El más connotado fue el compositor Gonzalo Vidal, maestro de capilla de La Candelaria por muchos años y autor de la música del himno antioqueño.
En 1914 el órgano se refaccionó y se le adicionó el registro de la voz humana. En 1978 lo restauró Oskar Binder, quien no le modificó nada sustancial, de tal suerte que se conserva casi igual a como era hace 163 años. Una joya afónica, según el organero Francisco Serna, porque la refacción más reciente le dejó escapes.
Pero así estuviera en perfecto estado su sonoridad no se podría apreciar, la bulla que se cuela desde la calle no permite escucharlo en todo su esplendor. No hay que olvidar que el órgano se inventó para la solemnidad y el silencio de las catedrales, necesita ese ambiente como las cometas necesitan el viento, y La Candelaria está rodeada de ajetreo y bulla, siempre expuesta a la formidable banda sonora del rebusque, o sea a los gritos de los fruteros, el pregón de los baratijeros, las guitarras de los merenderos, los tambores de los hare krishna, los pitos de los carros, el perifoneo de los loteros, el "¡cójalo!" que sigue a los carteristas…, en fin, los nuevos mercaderes del templo.
Es una iglesia de paso y de pobres, como la define Yolanda Niño, la secretaria mayor de la parroquia. Y de viejos, se podría agregar, pues casi toda su clientela es gente mayor, el promedio no baja de cincuenta años, con uno que otro joven por ahí entreverado. Para ellos, durante todas las misas de la mañana, toca el órgano Lubín Alzate Sánchez, maestro de capilla desde hace dieciocho años.
Lubín es un hombre bajo, cercano a los setenta años y magro como un arpegio. Pertenece a esa vieja guardia de buenos organistas que se formó a la sombra de Hernando Montoya. De ahí que no le falte algo de razón cuando dice que la gente que lo visita solo se interesa en el órgano, mas no en el ejecutante; se queja de que nadie le pregunta por su salud, sus necesidades y condiciones de trabajo. Sus razones tendrá Lubín para quejarse.
El Merklin que trajeron los jesuitas
En 1905 llegó de Europa el órgano para la iglesia de San Ignacio, templo insigne de los jesuitas en Medellín. Aquel año el templo celebraba cien años de existencia, todavía con la fachada a medio hacer, porque el arquitecto Agustín Goovaerts aún no le había construido el frontis barroco. La compra del órgano hizo parte de la celebración. Y sí que había razones para celebrarlos, considerando lo difíciles que fueron para la Compañía de Jesús, perseguida y expropiada por los liberales radicales durante las guerras civiles del siglo XIX. En una de esas le confiscaron el colegio y el claustro, que estarían dos décadas en manos de la autoridad civil.
Para 1905 solo había dos órganos en el departamento: el de La Candelaria y el de la Basílica de Santafé de Antioquia. Después llegarían muchos más, que obviamente serían ubicados en templos religiosos, porque en nuestro medio el órgano es especie endémica: solo habita en las iglesias. Distinto a Estados Unidos, por ejemplo, donde la industria del cine lo usó en los teatros como banda sonora de las películas mudas, con dispositivos alterados para que diera el sonido de gritos, disparos, estruendos, portazos...
No hay duda de que los jesuitas hicieron una buena inversión con la compra de este órgano, que es un valioso bien patrimonial tanto por sus sonidos como por su constructor, Joseph Merklin, famoso organero alemán que en su tiempo hizo notables aportes al desarrollo de estos aparatos, tan exitoso que no daba abasto para atender los pedidos. Varias iglesias importantes de Europa tienen órganos fabricados por él, y el del templo de San Ignacio fue uno de los últimos que construyó en su taller de París, pocos años antes de morir.
"Sus enflautados son una maravilla, de sonoridad exquisita", dice Francisco Serna, quien tuvo la oportunidad de meterle la mano en 1999, cuando lo llamaron para que lo reparara. Lo limpió, lo ajustó y cambió la viga del segundo nivel de enflautados, que estaba carcomida por el comején.
Fue el segundo órgano que Francisco reparó en su vida. El primero fue el de La Veracruz, dos años atrás, trabajo que se le encomendó como último recurso para salvar el órgano. Llevaba treinta años fuera de uso y estaba en pésimo estado, tanto que ni la compañía de Oskar Binder lo quiso reparar. Además, en una ciudad en la que los organeros se cuentan en los dedos de una mano y sobran dedos, el párroco de La Veracruz no encontró quién más le hiciera ese trabajo, y menos con el presupuesto tan famélico que había disponible.
"Pero me le medí", dice Francisco, cuya única experiencia en la materia era el año que había sido ayudante en la reparación del órgano de la iglesia del barrio Manrique, de la misma marca que el de La Veracruz: un Casavant canadiense. También había adquirido conocimientos teóricos como autodidacta y desarrollado algunas habilidades en tecnología aplicada. Aprendió desde muy joven a tocar el piano y el clavicémbalo en el Conservatorio Nacional de México. El organero es un artesano que debe conjugar varios saberes, desde la mecánica, la carpintería y el manejo del cuero, hasta la ingeniería eléctrica, la música y la acústica.
Dos años le tomó a Francisco la reparación del órgano de La Veracruz. En la sola limpieza se demoró un mes, por el hollín acumulado en los tubos y el excremento de ratas, murciélagos y palomas, que en algunas partes formaba un tapiz de hasta un centímetro de espesor. Este aprendizaje le permitiría luego encarar la reparación de los órganos de la iglesia de San Ignacio y la Catedral Metropolitana.
Hoy, el órgano de San Ignacio se encuentra otra vez desarmado y en reparación. Según Francisco, otro organero con más créditos académicos (pero no con más conocimientos, enfatiza) diagnosticó que su trabajo anterior había quedado mal hecho y propuso una nueva. Gajes de la competencia entre organeros.
Pobreza franciscana
Además de organero, Francisco Serna es egresado de historia de la Universidad Nacional y autor de una tesis sobre los órganos en Antioquia. Contó 37 en Medellín y los demás municipios; la mayoría están en un estado deplorable, tanto que las reparaciones que les han hecho a algunos ha sido más labor de salvamento que de mantenimiento.
El que está en peor estado tal vez sea el órgano de la iglesia de San Antonio, el insigne templo de la orden de San Francisco en Medellín consagrado a San Antonio de Padua, un monje del siglo XIII que toda su vida hizo milagros y alguna vez se anotó uno portentoso: para convencer a un marido celoso de que el bebé que acababa de tener su esposa sí era suyo, hizo que el bebé hablara y le confirmara que sí, que verdaderamente él era su padre.
Este templo data de finales del siglo XIX pero fue reformado totalmente entre los años 1929 y 1945, cuando se construyeron sus amplias naves, sus preciosos altares de madera y su gran cúpula. Sobre el sotacoro se instaló el órgano, instrumento construido en España por Esteban Dourte, un artesano vasco que, según Francisco Serna, encarnó el momento culminante de la vieja escuela organera catalana-aragonesa. Por eso es interesante y vale la pena recuperarlo.
Este órgano no suena desde hace más de treinta años. Lleva todo ese tiempo dañado y a merced del comején. Y aunque desde abajo uno lo vea impecable en su elegante maderamen repartido en dos cuerpos, al acercarse ve la ruina en que se encuentra: la consola está carcomida y en harinas, y tiene malas las secretas, los fuelles, el motor, las bases, todo. Lo único bueno es su tubería, que es muy valiosa. "Y si hay tubería, hay órgano, se puede restaurar", dice Francisco, quien tiene razones para decirlo porque hace quince años lo llamaron para que lo revisara y cotizara la restauración. También tiene como experiencia haber restaurado un órgano similar en Aguadas, Caldas. Según sus cálculos, restaurar este órgano puede costar 120 millones de pesos, "y eso bajita la mano porque yo no soy carero".
De todas maneras, 120 millones es un billete largo para una comunidad como la de San Francisco de Asís, que vive de la caridad. Su pobreza es proverbial. Además, la ponchera tampoco es que ayude mucho, porque el templo de San Antonio es tal vez el menos concurrido del Centro. Los usos que ha adquirido el parque en los últimos años aislaron el templo del contexto urbano y lo vaciaron de feligreses. La mañana en que lo visitamos, a eso de las siete y media, había catorce personas en misa –o trece, porque uno de los señores roncaba plácidamente en una de las bancas–.
Sin embargo, esos pocos feligreses tienen un órgano que acompaña las misas. La parroquia compró uno eléctrico cuyo sonido se amplifica con altoparlantes, y que interpreta el hermano Julián enfundado en el tradicional hábito café con cordoncillo blanco de la orden.
El hermano Julián abrazó desde muy joven la causa religiosa, y lleva varios lustros sirviendo como sacristán en el templo de San Antonio. Es un hombre fornido y de pocas palabras, además de arisco, quien aparte de preparar las misas tiene en la responsabilidad de tocar el órgano eléctrico, un aparato que apenas si zurrunguea, como él mismo lo reconoce.
El gran órgano de San José
En 1955 las familias pudientes que vivían en torno a la iglesia de San José decidieron reunir el dinero necesario para dotarla de un órgano digno de su importancia. La mejor oferta que recibieron fue un órgano español construido en 1922, restaurado y mejorado, y casi tan grande y rico en sonoridad como el de la Catedral Metropolitana: tres mil flautas y 44 registros; un portento de aparato, el segundo más grande de Antioquia. El organero Oskar Binder estuvo a cargo de su restauración, lo que lo cotizó más. No en balde lo utilizaron para acompañar la grabación de un disco, el primero de esas características que se grabó en Colombia.
En el año 2002 tuvo un daño eléctrico que afectó parcialmente su funcionamiento, pero ahí estuvo Francisco Serna para repararlo y de paso hacerle algunos ajustes. En 2010 la junta de arte de la Arquidiócesis decidió restaurarlo en su totalidad, un trabajo que costó 500 millones de pesos y le fue encomendado a otro organero.
El cuarto de hora de Francisco como reparador de órganos al parecer ya pasó, hace rato no utilizan sus servicios. Reconoce que el mercado de la reparación, que de por sí es escaso, está copado por nuevos organeros: "lo malo –se queja– es que quieren acreditar su trabajo desacreditando el mío".
Entretanto sigue alimentando un capricho personal: terminar el órgano que empezó a construir de manera artesanal, pieza por pieza, hace algunos años. Es la réplica de un órgano cortesano español de la época de la Colonia, que lleva apenas en la mitad por falta de recursos, pues hoy se tiene que ganar la vida como profesor de música.
También ha empezado a incursionar en el mercado de los detergentes. Le hizo caso a la recomendación de un amigo y empezó a fabricar un jabón líquido cuya fórmula él mismo ideó. La creó para limpiar órganos, pero descubrió que también funciona para lavar platos porque es biodegradable y no es hostil con las manos. Ya lo patentó y lo fabrica en su propia casa. "Facilín", se llama, y valga la cuña. "A lo mejor tengo más futuro con los detergentes que con los órganos".