Parqueaderos de palomas
José Gabriel Baena

 

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Juan Fernando Ospina

Don Óscar Bustamante lleva 32 años cuidando y sanando las palomas del Centro, en los parques y plazuelas Bolívar, Berrío, Botero, La Veracruz y Nutibara, y también las que le llegan de La Alpujarra, la Minorista, Boston, Prado y San Ignacio.

Para alimentar a sus aves don Óscar recibe cada mes seis bultos de maíz que le obsequia el municipio. Le duran dieciocho días exactos, y los siguientes doce tiene que levantarse él mismo la plata para sufragar otros cuatro bulticos; cada uno vale 45 mil pesos. La mayor parte del dinero se lo donan gentes que lo conocen, amantes de las aves, y el resto viene de los escasos ingresos que percibe a diario en su chaza de cigarrillos y confites, ubicada en la esquina suroccidental del Parque Bolívar, junto a la caseta metálica atornillada al piso donde tiene su guardería de palomas enfermas, entre ellas unas negras extrañamente afectadas de la visión que han perdido uno o los dos ojos.

Los bultos de maíz los guarda con sigilo en el subsuelo, protegidos por una reja con candado, al pie de la pileta siempre seca de la iglesia de La Veracruz. Don Óscar vive en una pieza en la calle “Ecuador arriba”, empezando Prado, por la que debe pagar siete mil pesos diarios. “Muy duro conseguirme esa cantidad a punta de cigarrillos y chicles”. Claro que no faltan colombófilos generosos que viven en los alrededores del parque, habitantes del Centro de toda la vida, y le ayudan con su bendita cruz. La tarde de esta entrevista se arrimó un extraño personaje, vestido con un impecable traje de lino blanco, de edad indefinible, quien saludó con efusividad a don Óscar y luego al cronista: “me llamo don Juan Cadavid, ese es mi segundo nombre. Yo fui abogado en otra vida, vivo aquí cerca, y todos los días en mi caminadita de prescripción saludo a Óscar y trato de ajustarle el jornal”. Óscar añadió: “puede hablar con toda confianza con este lord inglés, a ver si le completa el cuadro”. Sir don Juan Cadavid me llamó después a corroborar si yo era el que era, pero ya demasiado tarde para incluir su cuento en estas notas veloces.

Todos los días del año sin falta, a las cuatro y media de la mañana, don Óscar llega a La Veracruz, saca el maíz para el día, les arroja puñados a las palomas de la iglesia y luego distribuye el resto de los granos en la Plaza Botero, el Parque Berrío y la Plazuela Nutibara, y se va para su puesto en el parque de la Basílica. “Siempre que llego a mis parques y abro el talegado de maíz las palomas como que lo huelen a mucha distancia y vienen volando en bandada; me reconocen, me quieren mucho”. Y en diciendo estas palabras saca de su casetica varias bolsitas de maíz, arroja un puñado y llegan ellas, de todos los colores, marrones, grises, negriblancas, negriprofundas, y en un instante estamos rodeados de centenares de palomas llegadas desde ninguna parte o desde el cielo en un espectáculo inolvidable para el cronista.

“Cómo le parece que una vez vino un palomo al que no le gustaba el maíz, ni el arroz quebrado, ni el sorgo. Parecía cada día más débil hasta que se me ocurrió darle pedacitos de un buñuelo que me estaba comiendo y ahí fue la cosa. Duró varios meses el palomo comiendo buñuelo y todo el mundo lo conocía, hasta que llegó un tipo y me dijo: ‘usted con ese palomo tan gordo y tan inútil, y pensar que yo me lo voy a robar’. Y se lo robó ese malevo al otro día, nunca más volví a ver a mi palomo, uno de los dolores grandes que he tenido. Cuando empecé con esto vivía con mi hermano Gilberto en una casa grande en Prado. Él tenía setenta palomas, y yo me encariñé con ellas, me volví… ¿Cómo se dice? ¿Colombofílico? ¡Qué palabra tan difícil! Hace como unos quince años le diagnosticaron a Gilberto un cáncer, le dijeron que tenía tres meses de vida. Nos angustiamos muchísimo los dos. En su lecho de enfermo se quejaba: ‘yo no me puedo ir de este mundo dejando a mis palomas vivas y solas, ojalá Dios permitiera que me las llevara conmigo’. Yo le decía que no le diera miedo, que yo se las cuidaba, pero él seguía empeñado en llevarse a sus palomas para el cielo. Desde el momento en que él dijo eso ellas se empezaron a morir también, dos o tres cada día, sin presentar síntomas de mala salud. En mes y medio se murieron todas menos tres, Gilberto ya estaba inconsciente, y cuando se fue pa’l cielo, al otro día se fueron ellas también. Muy misteriosos los caminos de Dios, como dicen en la misa de la Catedral. Eso me dio fuerza para el resto de la vida, pienso”.

Y a propósito de cómo las palomas de los parques suelen padecer cada cierto tiempo las furias de sociópatas que les envenenan el maíz y matan centenares, don Óscar cuenta: “hace como unos diez años alguien que odiaba las palomas, seguro por considerarlas ‘ratas del aire’, eso tan feo y que no es verdad, bueno, uno de esos maníacos envenenó en un día a las palomas de la Plazuela San Ignacio, y también a las mías, tirándoles maíz en este parque, al otro extremo, junto a la fuente de la Catedral. Yo apenas las vi tambaliándose llamé al municipio; mandaron veterinario, dijo que no había nada qué hacer sino barrer todo ese maíz envenenado y esperar a ver cuántas palomas quedaban, dizque pobrecitas. También vinieron estudiantes de zoología y de veterinaria de dos universidades, se llevaron algunos cuerpecitos, pero luego me dijeron que no sabían las causas y que yo sabía más que ellos, que les podía dar clases, porque yo les conté qué hacía con las palomas cuando se enfermaban, que les daba ampicilina en pastillitas y otras píldoras terminadas en ‘lina’ que vienen de la penicilina, según me han dicho; esas medicinas me las regalan o me las venden baratas aquí en las farmacias vecinas. Y como usted puede ver, vienen aquí palomas de todos los colores, de las llamadas abuelitas y torcazas que son las que más abundan, y muy escasamente las blancas puras, creo que ya hay muy poquitas en Medellín, ¡parece ser cierto que se las roban los satánicos metaleros para hacer exorcismos! Tampoco habitan por aquí ya las palomas rumanas, las gigantes, ni las abanicos ni las capuchinas ni las buchonas que parecen señoras platudas sacando pecho desde las patas hasta el pico, se fueron del todo. Y cómo le parece la que me pasó una vez: en estos edificios del parque viven señoras dizque muy educadas y aristocráticas, pero no sé por qué odian de muerte a las palomas, será porque de pronto les cae una caquita en sus balcones, y vienen a insultarme porque alimento y cuido ‘a esas hijueputas’. Y una vez una de las señoras vino a insultarme, venía con un bastón de hierro, y cuando me agaché para recoger algo me pegó durísimo con esa cosa en la cabeza; me desmayé, me desperté bañado en sangre, me llevaron a un dispensario a que me cosieran. La policía del parque me dijo que no había pruebas contra la señora y yo no presenté denuncia. Ella nunca se volvió a aparecer, siquiera, gracias a Dios. A los tres meses supe que se había muerto, seguro fue de remordimiento. Otra plaga son los gamines que llegan con unas bolsas grandes donde hay unos cuantos maíces, las abren allá junto a la fuente, llega una paloma y se mete en la bolsa y ahí mismo la cierran y salen corriendo hacia la Minorista, donde las venden en los restaurantes a mil pesos cada una para que hagan caldo pa los clientes. Una cosa tan horrible. Yo les digo a los que vienen a insultarme diciéndome que ‘esas hijuetantas son ratas del aire’ que entonces ellos ni siquiera son humanos sino ratas sin alas, y con eso se van fríos… Y la mayor satisfacción de mi vida, contra todos los malos tiempos, es recordar que he cuidado y sanado a miles de palomas en invierno y en verano, en Navidad y Semana Santa, domingos y festivos durante estos 32 años. Esto no es un jobi sino una vocación como la de los apóstoles de Cristo: puro amor y dedicación sin descanso, hasta que Dios me lleve”.

Estamos a finales de agosto, los días no se definen ni por el sol ni por la lluvia, y don Óscar apunta: “cuando llega el invierno duro me toca preocuparme porque ese clima las enferma mucho, no tienen buenos refugios; las palomeras del Parque Berrío y Bolívar, por ejemplo, están podridas, tienen más de veinte años, se necesita con urgencia que alguna empresa o el municipio donen nuevas”. Según él, los virus que más afectan a las palomas en invierno son las “búas” –bubas–, la fiebre seca, “la llorona” y el “biche”, que les afectan los ojos, el gaznate, las vías respiratorias, y el estómago, por la ingestión de pelos, plumones, hilos, lanas… Pero el peor virus son los humanos: “imagínese que en Bucaramanga y otras partes del país, dicen, todavía se practica el infame deporte del tiro al pichón con escopetas de balines: sueltan bandadas de palomas y las asesinan a disparos. No sé por qué el gobierno permite estas cosas que degradan a las personas como si fueran nativos de la selva”.

Al preguntarle si en sus 33 años de apostolado ha adquirido alguna de las enfermedades que dicen que transmiten las palomas, don Óscar es tajante: “¡Nunca! Esa cosa de las enfermedades contagiosas de las palomas es una mentira muy grande, no crea en eso”. Pero dicen los informes antipalomas que generan problemas de salud pública, pues pueden transmitir enfermedades a personas y animales domésticos por medio de sus heces, plumas y patas; por ejemplo, al hacer su nido o ingerir alimentos en la basura se les adhieren muchos microorganismos, y el excremento que dejan en pisos y paredes atrae a plagas como ratas, pulgas y piojos. Entre las principales enfermedades que transmite esta ave están la histoplasmosis, la ornitosis, la salmonelosis, la criptococosis y la gastroenteritis. Si así fuera, sería un riesgo para la vida ir a algún parque medellinita sin guantes, casco y máscara antigases.

Para esta crónica el autor recorrió en orden y desorden los seis parques citados. Lo más impresionante fue ver la enorme bandada de palomas, amas de la Plazuela Nutibara, que viven en el inmenso parqueadero del extinto Club Unión, una mole de rojos ladrillos y columnatas. En ocasiones, cuando ven que llegan turistas para hacerles fotos y videos, se abalanzan sobre el exiguo prado de la plazuela en finísimas danzas aéreas, súbitas elevaciones, clavados en barrena, figuras helicoidales, círculos, óvalos. Tan sabias ellas, tan inteligentes. Dicen que las palomas de Berrío debieron unirse a estas porque en la iglesia de La Candelaria, tan limpia, tan blanca, tan impoluta y recién remozada, pusieron obstáculos a todo lo largo y ancho de la fachada, en los resaltos y en los bordes de los techos, molduras de aluminio para que las aves no puedan posarse. Ya solo aparecen allí cuando don Óscar o alguien más les arroja maíz. Y pienso yo que se alejan del público porque la contaminación sonora del parque es insoportable para ellas, y no solo para los humanos inermes que nos atrevemos a pasar por allí en cualquier momento del día, apretándonos los calzones: es común ver a diario en Berrío –dice un vendedor de jugos de la pasión– un asalto de un raponero que luego huye como alma que lleva el diablo por la calle curva del edificio Portacomidas… Y en efecto vimos a uno de estos en acción, que conste.

Avanzando hacia la explanada de Botero, frente al Museo de Antioquia, apreciamos que los objetos de bronce se conservan perfectamente limpios sobre sus pedestales, quizá porque las palomas traviesas saben que no son esculturas sino eso, objetos hiperdimensionados a partir de los moldes en plastilina que tiene Botero en su taller italiano. Son pocas las aves posadas al ardiente mediodía en los escasos árboles del lugar. Se hacen notar las grandes palomas plásticas voladoras que un diestro vendedor echa al aire mediante un diminuto artefacto de caucho; al recogerlas, vemos que no son palomas sino una astuta clonación de dragones chinos, faisanes, halcones y perdices, bien coloridas, que encantan a gentes de esta villa y a extranjeros de paso…

Pero las más inteligentes son las palomas de la Plazuela San Ignacio: les gusta “hacer sus cosas” sobre la cabeza y hombros de la estatua de Francisco de Paula Santander, el antagonista de Bolívar, mientras que los bustos de otros dos personajes ya desconocidos permanecen impecables. Aventuremos sin pudor que son palomas antisantanderistas, contrarias a las ideas del tristemente célebre “Hombre de las Leyes”, uno de los muchos neogranadinos que traicionaron a Bolívar cuando pretendió hacer de la naciente República un nuevo imperio, una dictadura férrea para este país de pícaros y bandidos (en esa época lejana, digo, no más…). Parece que las aves ignacianas hubieran leído las obras del filósofo de Envigado, Fernando González, bolivariano por excelencia. “Eso demuestra que las palomas son muy inteligentes y que tienen alma”, afirma don Óscar.

Otras palomas muy bien educadas y atentas son las del Parque de Boston, donde está la magnífica y detallada estatua de José María Córdova, obra del escultor Marco Tobón Mejía. Esta escultura permanece limpia como el alma del joven prócer, que también se atrevió a desafiar al pseudoemperador Bolívar en 1829, cuya rebelión culminó en infame asesinato en El Santuario. Este parque, aunque pequeño, aún conserva el carácter de un verdadero parque de barrio a la manera europea, donde los chicos, grandes y jubilados pueden ir a sentarse en sus bancas preferidas, las jóvenes madres a calentar a sus bebés y darles el juguito de zanahoria bajo el tibio sol de las nueve de la mañana, y las señoras a cruzar chismes después del algo a las cuatro: un sano espacio comunitario. Las palomas tienen allí una fuente que funciona de verdad, resguardada con rejas eso sí, donde se bañan con sus pichoncitos.

Nota bene

Por el final de esta crónica debo confesar un tris de asombro ante los círculos que nos pone a dar la vida, aunque la palabra asombro hace mucho se borró de mi diccionario. Mi relación con las palomas ha sido muy escasa y saltarina, y se remonta a mediados de los años sesenta, cuando mi hermano menor (de diez años) se obsesionó por tener un grupito de mensajeras, para lo cual construyó improvisadas casitas en el zarzo del solar de la casa grande. Las manejaba con dedicación, y durante un par de años los mayores apoyamos y cultivamos su afición, llevándolas a barrios lejanos para que regresaran, subiendo con ellas a lo alto de las colinas del barrio San Javier; hasta que llegó el desastre: no supimos de dónde llegó a la cuadra una manada de feroces gatos callejeros que se instaló en los techos. Solo salían de noche y hasta la madrugada, para maullar lunáticos y combatir a muerte por la mirada y el sexo de la gata más provocadora, como en los viles tangos. Cierta vez, después de una feroz riña, apareció un felino muerto sobre uno de los tejaditos de Eternit del gallinero de mi mamá, y entonces anticipamos lo peor: si se mataban entre sí esos gatos, qué sería de las palomas. No hubo tiempo de hacer nada: a pesar de haber resguardado las casitas de las aves con anjeos, tres días después aquellos tigres enanos y hambrientos las invadieron e hicieron de las suyas: una mortandad. Nunca más hubo palomas en mi casa. Años después, cuando los largos y muy violentos paros universitarios del 71 al 73, mientras yo estudiaba la carrera equivocada, me volví asiduo visitante del Parque Bolívar: desocupado en casa, leyendo mucho, oyendo música clásica y cantidades del rock de la época en centenares de LP, me iba tres o cuatro veces por semana, al atardecer, a sentarme en las escaleras de la Catedral, donde me fumaba un par de cigarrillos de cincuenta centavos, esperando quizá la iluminación budista o la aniquilación bajada del cielo en forma de ovnis o naranjas mecánicas, con mi mochila de cabuya pintada. Las palomas me reconocieron desde el principio como un santo dadaísta peludo, muy peludo, hippie ya anacrónico, y se paseaban coquetas esperando las migajas de un pastel de “las Palacio”, que quedaba entonces en la esquina de Barbacoas con Bolivia. Esto –círculo existencial hindú– me conecta de algún modo con don Óscar Bustamante y su palomo buñuelista. En medio de esas palomas con las que hablaba en silencio se gestó mi vocación de escritor, disparada por la lectura de los Monólogos de Noé de Eduardo Escobar y las revistas Nadaísmo 70 que por entonces cayeron en mis manos, que por poco trastabilla cuando después, ya en la facultad de filosofía, me golpeó en la nuca don Immanuel Kant con su implacable cayado de la razón pura. Entonces huí de las academias, volando como paloma montaraz sin parar nunca, hasta posarme en estas páginas. ¿Tendréis un puñado de maíz para mi panza? ¿Una clara fuente donde refrescar mis cansadas patitas?

La paloma torcaz


La paloma torcaz
José Eustasio Rivera (1888-1928)

Cantadora sencilla de una gran pesadumbre,
entre ocultos follajes, la paloma torcaz
acongoja las selvas con su blanda quejumbre,
picoteando arrayanes y pepitas de agraz.

Arrurrúuu... canta viendo la primera vislumbre;
y después, por las tardes, al reflejo fugaz,
en la copa del guáimaro que domina la cumbre
ve llenarse las lomas de silencio y de paz.

Entreabiertas las alas que la luz tornasola,
se entristece, la pobre, de encontrarse tan sola;
y esponjado el plumaje como leve capuz,
al impulso materno de sus tiernas entrañas,
amorosa se pone a arrullar las montañas...
y se duermen los montes... y se apaga la luz.

 

 
 
 
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