Número 112, diciembre 2019

EDITORIAL

Cinco cacerolazos

1.
En el principio fueron las revueltas. Primeras piedras, primeros filos, primeras páginas. Un pálido Gabriel García Márquez vivió El Bogotazo a sus veintiún años. Unos días después estaba alucinado frente al teclado en Cartagena. Salió huyendo de esas nieblas. La primera frase de su primer texto periodístico, publicado el 21 de mayo, suena conocida por estos días de revuelo: “Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda”. En 1977, luego del paro nacional de septiembre, el presidente López Michelsen habló de “un pequeño 9 de abril”. Otros tropeles, otros plomos. La noche del paro se contaron diecinueve muertos en Bogotá. García Márquez andaba más rojo que pálido. La edición de la revista Alternativa, que había fundado en compañía de Enrique Santos entre otros, celebraba el sacudón en la portada: “Un paro de verdad”. La izquierda moderada, la izquierda radical, la izquierda a secas pensaban que el país había dado un giro hacia sus consignas. Pero en realidad todo alentó a Julio César Turbay y su Estatuto de Seguridad que se firmó exactamente un año después, cuando el nuevo presidente cumplía un mes bajo la Guardia Presidencial. Alternativa se apagó en marzo de 1980. Es lógico que García Márquez, unos años después del cierre, refiriéndose a la revista, dijera con cierto despecho: “Estaba tan metido en el periodismo que no sentía nostalgia por la literatura”. La calle jalaba.

2.
De vez en cuando viene la fiebre. No necesita un oprobio particular, no requiere grandes titulares, no quiere líderes. La rabia contenida frente a una rutina burocrática puede ser suficiente. En Chile fueron los estudiantes de bachillerato los encargados de prender la mecha. Una rebeldía al parecer menor contra los torniquetes del metro empujó al ya anunciado cambio constitucional. Un desafío escolar contra las viejas formas de Pinochet. Uno de los estribillos contra el aumento del tiquete del metro les quedó muy bien: “No son treinta pesos, son treinta años”. Ahora parece difícil parar la rueda del tropel. Sigue rodando por inercia, sin mirar reformas, sin parar en leyes, con la rabia que han dejado la calle y los carabineros. Lo dijo bien Christopher Hitchens en Cartas a un joven disidente: “Somos mamíferos y el lóbulo prefrontal (al menos mientras aguardamos la ingeniería genética) es demasiado pequeño, mientras que la glándula de la adrenalina es demasiado grande”.

3.
La trinchera del gobierno de Iván Duque fue el miedo. Contagiar sus temores ya que no puede contagiar ni entusiasmo ni idea alguna. Un gobierno tembloroso hizo que el 21N fuera un anuncio con clarines militares y alertas máximas. Y terminamos con acuartelamientos de primer grado en las porterías de las unidades cerradas. El discurso del Ejecutivo puso el guion y vinieron las sobreactuaciones. Las redes sociales nos convierten muy fácilmente en una tribu que trina y gruñe. Pero resulta que también nos pueden tirar a la calle a pelear contra amenazas ubicuas e inexistentes. Las redes pegan los nuevos pasquines en todos los muros. La mala hora, para seguir con García Márquez, cuenta las tensiones y las grescas de un pueblo costeño donde toda la noche aparecen rumores en las puertas y las paredes. Señalamientos de infidelidades, robos, viejas cobardías.
En la novela se discute si los pasquines son una estrategia organizada, si el autor es uno o son varios, si es hombre o mujer. “Nunca, desde que el mundo es mundo, se ha sabido quién pone los pasquines”, le responde el ayudante del juzgado al juez. Y las damas de la sociedad católica le piden acción al alcalde que desestima los pasquines llamándolos “papelitos”. Y el cura dice que es “terrorismo de orden moral”. Hasta que el alcalde decreta el toque de queda y organiza rondas civiles de vigilancia y ordena a la policía disparar a quienes estén en la calle luego de las ocho de la noche y no se detengan.
Cuando el alcalde les anuncia a dos jóvenes que deberán presentarse en la noche como reservistas y recibir un fusil para hacer cumplir el toque de queda decretado por la proliferación de pasquines, el peluquero que los acompaña responde con tono de burla: “Más bien una escoba. Para cazar brujas, no hay mejor fusil que una escoba”. Los mismos palos que alzaban los vecinos en las porterías en Cali y Bogotá.

4.
“El hombre está necesitado de causas que lo levanten del suelo, que lo saturen de emoción, que otorguen gravedad a su existencia”. La línea es del escritor mexicano Jesús Silva-Herzog en un libro sobre la política titulado La idiotez de lo perfecto. Una historia de entusiasmos y tragedias sobre las ideologías. En Medellín las marchas han tenido el bonche tradicional de nuestros últimos años, reelecciones, paras, guerrillas, acuerdos, plebiscito, impunidad, Venezuela, pero una parte del levantón lo pone la adrenalina, el cansancio acumulado, la cerveza fría en la calle, el humo para combatir el lacrimógeno y el remate donde caiga. No solo ideología y pensiones marcan el grito. Se trata también de que aflojen la válvula, le bajen al abuso, dejen parchar, ahorren en la comparendera. No todo puede ser por la sombrita. Dejen un sorbo de aire así sea turbio.

5.
En Medellín todo ha sido distinto. Más calmo, más colorido, más soleado. En los dos días anteriores al paro del 21 y en los dos primeros días de marcha y parche no hubo homicidios en la ciudad. Cuatro días sin asesinatos en Medellín no son pocos si sabemos que el año pasado fueron 72 en los doce meses. Se pueden aventurar teorías sobre por qué Bogotá y Cali tuvieron otros arrebatos. Hipótesis algo aguafiestas. Bogotá tuvo desórdenes al parecer más relacionados con una facción dura, un extremo que todavía hace de milicia sin un hermano mayor en armas. En Medellín el embate paramilitar y la sangría estatal se dedicaron durante años al asesinato indiscriminado para acabar con la “amenaza”. Orión y La Escombrera son tristes muestras.
Cali tuvo en la tarde saqueos en comercios pequeños y medianos. Una violencia más cercana a la oportunidad del hurto, al posible “gangazo” ante las vitrinas. Muchos salieron estrenando el pase del concesionario de motos. Medellín, con un control ilegal que “cuida” y cobra rentas en el setenta por ciento de la ciudad, no permite esos “desmanes”. Lo comprobaron algunos de los capuchos empeñados en meterse a la U. de A. el 21N en la noche. El Esmad los empujó hasta Moravia y allá se encontraron con los “muchachos” de la seguridad. Les tocó correr hacia los lacrimógenos como única vía de evacuación. Cada marcha tiene su orden. Pero no hay duda de que Medellín ha mostrado anomalías y alegrías inesperadas. Un solidario hervor colectivo sin “patriotas” a bordo. UC

Editorial UC