Número 112, diciembre 2019

Evo vive en México, se asfixia en los 2600 metros a nivel del mar. Extraña La Paz. Escribe comunicados y se ofrece como pacificador. Hoy la presidenta es Jeanine Áñez, una parlamentaria de la minoría, esposa de un político tolimense. El MAS (partido y fortín de Evo) acaba de aceptar una nueva elección con garantía de que su líder seguirá lejos. Hace cuatro meses la esfinge de Evo era intocable. Memoria de días que no volverán.

 

Lamento boliviano

Juan Carlos Orrego. Fotografías por el autor

 

Fotografías: Juan Carlos Orrego


La geopolítica no es lo mío. Por eso, cuando hace tres meses viajé a La Paz, no tenía una idea muy clara —como no la tengo aún— de lo que significaba la larga presidencia de Evo Morales. De la vida en Bolivia yo tenía un conocimiento que casi se agotaba en las imágenes destiladas de las novelas indigenistas, escritas muchas décadas atrás (de hecho, la razón de mi viaje fue la celebración del centenario de Raza de bronce, la novela que Alcides Arguedas dedicó al conflicto entre un hacendado y los aparceros aymaras que lo queman dentro de su finca). Sin embargo, no llegué a La Paz solo con esas viñetas: también con el encargo, hecho por un amigo, de echar un ojo sobre el flamante edificio presidencial que Evo había mandado construir detrás de la catedral, y con el que, según entendí, había arruinado todo el paisaje urbano del corazón paceño.

Tras la llegada, cuando comprobé que podía salir del hotel y merodear a mis anchas sin temer los golpes del soroche, tomé un taxi para cumplir con el rito de conocer el estadio local: el Hernando Siles, donde iban a jugar The Strongest y Jorge Wilstermann. Apenas diez cuadras me separaban del sitio, pero aun así alcancé a enterarme, por boca del conductor, de que las cosas no andaban en Bolivia mejor que en Colombia: “Este es el país más corrupto del mundo”, dijo el hombre tres veces, como en letanía, y en algún momento se refirió a las manipulaciones mediáticas del gobierno en el canal televisivo local. La pronta llegada al estadio cortó el informe, de manera que el día murió con la resonante victoria del Tigre sobre el líder Wilstermann, apenas opacada por la pobrísima asistencia a un estadio histórico al que, al parecer, solo entran los viejos. La pasión futbolera boliviana murió con el retiro de Marco Antonio “el Diablo” Etcheverry.

Al segundo día bajé a comprar libros a la parte sur de La Paz. Las ideas que me había dejado el taxista de la víspera, a las que se sumaba un grafiti avistado esa mañana —“¡No más Evo!”—, me animaron a plantearle temas antigobiernistas al nuevo conductor. Pero este, un mocetón tan yerto como los indios de las novelas, respondió a mis preguntas con monosílabos, y al bajarme me pidió mucho más dinero del que me habían recomendado pagar. No supe si el aymara había querido vengar a su presidente o si —como me dijo a media voz— no podía cobrarme menos, toda vez que se había arriesgado a quedarse atrapado en el sur, pues la vía para regresar al centro estaba a punto de quedar bloqueada por la marcha de las escuelas fiscales y no sé qué otros gremios. Lo cierto fue que, más tarde, volver al hotel fue toda una proeza. El taxista que consintió llevarme a cambio de un ojo de la cara —el que me quedaba— me dijo apenas descendí:
—Y mañana, que marchan los motoristas, va a ser peor.

Al final de la tarde, de camino hacia el teatro en que iba a tener lugar el simposio indigenista, me topé con un grafiti que, al parecer, había sido plasmado por los copartidarios del conductor silencioso: “Mar para Bolivia. Evo, mar y dignidad”. Concluí que el país en el que me encontraba estaba, en términos políticos, tan polarizado como el mío, y creí comprobarlo cuando, en el coctel inaugural del evento académico, un profesor universitario me explicó que si los marchantes del mediodía habían gritado consignas contra el régimen, los motoristas (en colombiano, conductores) saldrían en su defensa. Como quiera que fuera salí ganando, pues el profesor, tras la recomendación de no moverme solo del centro, se ofreció a ser mi guía por algunos rincones de La Paz, entre los que se incluía —me apresuré en confirmarlo— la Plaza Murillo donde se alza la catedral, y que por lo mismo era el lugar desde el cual podía tomarle una foto al edificio que tanto inquietaba a mi amigo.

Las cosas se hicieron como estaban anunciadas: los motoristas taponaron las vías de acceso al centro y el profesor y yo caminamos desde la Plaza del Estudiante hasta el Museo de Etnografía y Folklore, pasando por la Plaza Murillo. A una cuadra de la explanada se alza el dichoso edificio, el cual, con sus 120 metros de alzada y su estilo contemporáneo —solidez de búnker, amplias superficies en vidrio polarizado y una distribución minimalista de paneles con emblemas indígenas— irrumpe agresivamente en el ámbito colonial de ese punto de La Paz. Evo indujo al parlamento para que olvidara las leyes de protección patrimonial que impedían levantar la mole, construida donde antes estaba la vieja sede de gobierno, el Palacio Quemado, a su vez erigido sobre la casa en que, hace varios siglos, funcionó el primer cabildo. Sin embargo, después de estarme un rato en el centro de la Plaza Murillo mirando el edificio, alcancé a pensar que algún tipo de revancha indigenista se cumplía, con plena legitimidad, con esa ocurrencia de megalomanía arquitectónica: la Iglesia, vieja sojuzgadora del nativo andino, ahora debía sentir a sus espaldas el acecido hambriento del monstruo civil y plurinacional.

El romance sociológico duró hasta que nos sirvieron el almuerzo en la alta terraza de un edificio de la avenida Mariscal Santa Cruz, frente al templo de San Francisco. Entonces, mi guía se soltó en revelaciones y anécdotas contra el mandatario aymara. Dijo que no me dejara deslumbrar por el bloqueo de los motoristas porque de seguro marchaban tan obligados como los funcionarios públicos, a quienes correspondía representar el papel de una multitud fervorosa en los pueblos a los que viajaba el presidente-candidato en la actual campaña electoral (“¡Cómo me conmueve ver tanta acogida en este rincón remoto de mi patria!”, solía decir Evo ante los falsos lugareños). Habló del fondo millonario, destinado a atender asuntos indígenas, que se había evaporado como el agua. Se refirió a computadores con la efigie de Evo grabada en la carcasa, entregados como dotación a profesores universitarios, y contó que un colega que había tapado la marca presidencial con una calcomanía futbolera fue descalificado en su concurso de ascenso (por lo visto, el Gran Hermano aymara tenía ojos en todo lado). Mencionó que Evo había fundado un museo sobre sí mismo en Oruro, su tierra natal, y que allí podía verse su ropa de sindicalista y no sé cuántas cosas más, y dijo que en la Plaza Murillo mirando el edificio, alcancé a pensar que algún tipo de revancha indigenista se cumplía, con plena legitimidad, con esa ocurrencia de megalomanía arquitectónica: la Iglesia, vieja sojuzgadora del nativo andino, ahora debía sentir a sus espaldas el acecido hambriento del monstruo civil y plurinacional. El romance sociológico duró hasta que nos sirvieron el almuerzo en la alta terraza de un edificio de la avenida Mariscal Santa Cruz, frente al templo de San Francisco. Entonces, mi guía se soltó en revelaciones y anécdotas contra el mandatario aymara. Dijo que no me dejara deslumbrar por el bloqueo de los motoristas porque de seguro marchaban tan obligados como los funcionarios públicos, a quienes correspondía representar el papel de una multitud fervorosa en los pueblos a los que viajaba el presidente-candidato en la actual campaña electoral (“¡Cómo me conmueve ver tanta acogida en este rincón remoto de mi patria!”, solía decir Evo ante los falsos lugareños). Habló del fondo millonario, destinado a atender asuntos indígenas, que se había evaporado como el agua. Se refirió a computadores con la efigie de Evo grabada en la carcasa, entregados como dotación a profesores universitarios, y contó que un colega que había tapado la marca presidencial con una calcomanía futbolera fue descalificado en su concurso de ascenso (por lo visto, el Gran Hermano aymara tenía ojos en todo lado). Mencionó que Evo había fundado un museo sobre sí mismo en Oruro, su tierra natal, y que allí podía verse su ropa de sindicalista y no sé cuántas cosas más, y dijo que en alguna escuela había hecho poner una estatua de sus padres. El profesor, con gesto de hastío, acabó haciendo suyas las palabras de la esposa de Carlo Ginzburg, el célebre historiador italiano que había pasado no hacía mucho por Bolivia: “¡Es un Mussolini andino!”. Y cuando pude hacerle una pregunta con los pocos datos electorales que había reunido por casualidad, mi compañero rezongó con total desesperanza: “¿Tú crees que va a perder las elecciones? ¡Evo ya debe saber los resultados!”. Para consolarlo, me adelanté a pagar los dos platos de trucha encostrada.

Esa noche, en el simposio, conocí a un intelectual indígena. Hablamos un rato de Raza de bronce —a él le parecía que Arguedas no era tan racista como decían sus paisanos—, y cuando logré situarlo en la actualidad boliviana me bastó una sola frase para entender que ni siquiera él comulgaba con el presidente: “Evo no quiere apagar el incendio porque quiere meterse en el negocio del ganado en esas tierras”, dijo, refiriéndose al fuego en la región de la Chiquitania, desastre que no había conmovido al mandatario, o por lo menos no al punto de aceptar ayuda internacional para sofocar las llamas. Zurcimos la conversación con quejas como esa y algunas reminiscencias literarias que nos eran, en todo caso, inevitables —al fin y al cabo, también había fuego en la novela centenaria—, pero en algún momento, quizá consciente mi nuevo amigo de que debía hacer algo para hacerme sentir a gusto en Bolivia, me propuso que al día siguiente recorriéramos La Paz por la vía elevada de sus teleféricos.

Quedamos de vernos en una estación que yo distinguía por haber visto antes, a sus pies, un café Juan Valdez. Para llegar hasta allá tenía que cruzar la avenida 16 de Julio, cosa que no pude hacer hasta que acabó de pasar la tercera marcha de la semana: la de los mineros. Una multitud de hombres y mujeres, todos aindiados y con sus cascos- linterna puestos, avanzaba entre banderas bolivianas y pasacalles con consignas o nombres de agremiaciones; en uno se leía: Comité local de amas de casa mineras / San Cristóbal / Las mujeres precentes (sic) en la lucha. Logré descifrar, en otras telas, frases alusivas a la necesidad de mejorar las condiciones de trabajo. Muchos transeúntes, sembrados como yo a la vera de la avenida, veían marchar a los obreros con gestos compungidos de solidaridad. Ya del otro lado, una cuadra adentro, encontré al intelectual indígena sentado con placidez ante un tinto colombiano, del todo abstraído en un libro de ensayos de William Ospina. La verdad, yo hubiera querido encontrarlo leyendo a Silvia Rivera Cusicanqui, pero de todos modos no podía dejar de valorar su intención de hacerme sentir cómodo y — me pareció— de deponer sus lamentos de boliviano, así fuera por un rato.

Fotografías: Juan Carlos Orrego

Lo primero que vi cuando nos arrimamos a la taquilla del teleférico fue, en la pared de fondo tras la cajera, una foto gigantesca de la cara de Evo. Mi acompañante, al tanto de mi desconcierto, me hizo un gesto en que vi tanta resignación como hastío. Por esa razón decidí no comentar el segundo descubrimiento: el sello, también con la cara del líder, puesto sobre las puertas de las cabinas móviles: Evo Morales Ayma. Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia. Muy pronto, sin embargo, olvidamos las vanidades terrenales y nos obnubilamos con la contemplación aérea de La Paz, que incluso mi amigo, acostumbrado a ella, encontraba deslumbrante: abajo, el colorido apiñamiento de casas sin revoque y edificios nuevos, mezclados de una manera que no dejaba de ser armónica; arriba, los broncos perfiles montañosos entre los que sobresalía la masa nevada del Illimani, todo ello dominado por el azul absoluto del cielo. El intelectual indígena me convidó con las hojas de coca que sacó de una chuspa, con lo cual afinó la intensidad cultural del momento. En ese cuadro apenas vino a desentonar el edificio de Evo, el cual, ya muy pequeño —pero con su helipuerto perfectamente visible— avistamos desde la Línea Roja. Dijo entonces mi amigo:
—Y lo peor son esos diseños indígenas, pegados como si fueran stickers.

No dijo más, dispuesto como estaba a no enturbiar mi experiencia paceña con asuntos de coyuntura política. Pero para mí fue muy reveladora esa frase dicha como al acaso, porque me dejaba ver que ni siquiera los nativos bolivianos veían con buenos ojos esa excrecencia arquitectónica, en mala hora surgida —como un tumor— del tejido histórico de la ciudad y que relegaba los signos étnicos a un utilitarismo nauseabundo. Dimos una larga vuelta por la red teleférica hasta descender en una estación amarilla del sector de Sopocachi, no lejos del teatro en el que, poco después, tendría lugar la clausura del simposio.

Al otro día, temprano, muy a pesar de la resaca que me habían dejado las cervezas apuradas con mis colegas — cervezas de sabor muy alcohólico, como me parecieron todas las que tomé en ese país—, salí hacia la estación de buses para aprovechar el último día del viaje en Tiwanaku, uno de los emplazamientos arqueológicos más antiguos de Los Andes. Me ilusionaba poner los ojos en otra cosa que no fueran las formas y colores del mundo contemporáneo, tan acompañados de estridencias y malos olores. Pero muy pronto advertí que no iba a ser posible sumirme en el ensueño prehispánico: en el colectivo, mientras esperaba la partida conversando con una empresaria mexicana y un turista brasileño, un comentario vago de este último sobre Evo hizo que una familia potosina, hasta entonces acomodada pétreamente —por silenciosa— en los primeros asientos, metiera baza en la conversación con juicios adversos acerca de la figura presidencial. Durante la siguiente hora y media escuchamos cómo el adjetivo “repugnante” salía, varias veces, de la boca de la mujer más joven del grupo. Entonces se me hizo clara la conclusión que debía presentar a mis amigos al regresar a Colombia: y era que, aun sin saber lo que, específicamente, se cocía en la olla de los trece años de la presidencia de Evo, lo cierto era que sus coterráneos experimentaban total e irremediable hastío frente a su imagen. El régimen, en términos icónicos, ya no era viable.

Llegamos a Tiwanaku bajo el sol aplastante del mediodía a 3850 metros sobre el nivel del mar. Ante nosotros se abría una meseta seca pero de magníficas sugestiones, adornada con los restos de amplísimas construcciones derruidas. Quince minutos después, cuando alcancé la parte alta del templo de Kalasasaya y avisté a lo lejos, de espaldas, la mole del monolito “Ponce”, pensé que del otro lado iba a encontrar, esculpido con gesto hierático, el rostro que más veces había visto en los últimos tres días. Por un momento me sentí abandonado en un vórtice de horror. UC

Fotografías: Juan Carlos Orrego