Número 112, diciembre 2019

El día de un escritor

Ignacio Piedrahíta. Ilustración: Mónica Betancourt

Ilustración: Mónica Betancourt

Medellín, año 2000. 7 a. m. El sol dispara contra las montañas occidentales y hace crepitar amorosamente el sendero que sube al cerro de las Tres Cruces. José Libardo Porras ataca la cuesta de su caminada matutina, como preparación a las catorce o quince horas que le esperan a diario sentado frente a sus manuscritos. Avanza en unos mientras corrige otros que siempre pueden estar mejor escritos. Hoy, sin embargo, quizá escriba solo por la mañana. En la tarde presenta su novela Hijos de la nieve en compañía de su amigo Víctor Gaviria y de Juan Diego Mejía, en la Feria del Libro del Palacio de Exposiciones de la ciudad. Sus seis libros anteriores han sido publicados por su propio bolsillo o por entidades culturales. El tiraje ahora es mayor y le pagarán regalías. Sin embargo, no se hace ilusiones. No le interesa el dinero. “Al escritor no le conviene tener plata porque si la tiene no escribe”, le dijo el poeta Jaime Jaramillo Escobar, uno de sus dos maestros en la escritura. Por ello se siente un poco extraño, un mercader de la literatura, una mercancía él mismo, según anota en su diario.

A José Libardo le gusta caminar para mantener en forma su cuerpo enorme. Heredó sus casi dos metros de estatura de un antepasado extranjero, y los rasgos de su cara de la mujer indígena con quien él se casó. Lleva bigote y el pelo largo negro azabache cogido atrás en una cola. Sin embargo, no aspira conocer chicas entre las deportistas que suben al cerro, a él le gustan las mujeres bohemias que compartan su gusto por la noche y los bares. Si se mezcla en las mañanas de los días laborables con los madrugadores es porque su disciplina de escritura se lo exige. A cierta altura de la base del cerro, a sus espaldas, comienza a configurarse en perspectiva el sector de Belén, un pequeño universo dentro de la ciudad. Se da vuelta y lo atrapa de una mirada. Siente que con Hijos de la nieve ha llegado a la médula de esos tipos que había esbozado en Es tarde en San Bernardo, el sector particular donde creció dentro de Belén. Le ha tomado años hacer el retrato de una persona del común, con un empleo y una familia, que se lanza a la aventura insensata del narcotráfico.

Gira sobre sus pasos y sigue cuesta arriba. Quizá en la tarde, antes de salir para la presentación, lea un poco. Le ha generado molestia no haber releído Guerra y Paz mientras estaba escribiendo la novela, porque en la obra de Tolstói encontró el epígrafe que ella necesitaba: “Aquellos millones de hombres entregábanse mutuamente a los crímenes más odiosos: asesinatos, saqueos, falsificaciones, traiciones, robos, incendios… Todas las malas acciones eran cosa corriente; y en tan gran número, que los anales judiciales del mundo entero hubieran podido trabajar durante siglos y siglos… Mas, ¡cosa extraña! ¡los que los cometían no se consideraban criminales!”. Pero no es el último libro que va a escribir sobre bandidos. Decide que lo guardará para cuando escriba sobre el capo de capos del narcotráfico en la ciudad, a quien le piensa celebrar su cumpleaños con tinta. Se siente satisfecho de estar leyendo a los rusos. Toma nota mentalmente: para un escritor vale más dedicarse un año entero a leer un solo libro clásico que cien novedades editoriales.

En la caminata lo acompaña su perro. La mascota le recuerda aquella actitud de uno de los personajes de Fernando González, quien en el collar del animal tenía escrito: “Yo soy tu perro, señor. Pero, ¿de quién eres tú, perro, señor?”. Ahora él tiene una novedad editorial, aunque no piensa en la fama como un fin, sino en su necesidad de escribir. Su otro maestro fue Manuel Mejía Vallejo, quien una vez le dijo: “Si uno puede vivir sin escribir, debe hacerlo”. Para él, su discípulo, no hay otra forma de vivir que escribiendo. Ningún otro trabajo se justifica. Ha intentado como profesor de colegio, pero ha abandonado pronto. Solo se aviene a aceptar alguna sinecura momentánea que le permita conseguir algún dinero sustancioso y sin mucho esfuerzo para asegurarse largas temporadas de escritura. Comparte con Thoureau eso de que no vale la pena ganarse el pan con el sudor de la frente, salvo que uno sude con facilidad. El esfuerzo de la escritura es el único permitido.

Una hora más tarde llega a la cima del cerro. Allí están las tres cruces y, detrás, un grupo de aparatos para hacer ejercicio físico, donde se ejercitan algunas chicas que lo han pasado en la subida. Compra un refresco y se sienta de espectador. Enamoradizo, elige en la mente su próxima amante. Hace poco ha caído en la cuenta de que Hijos de la nieve no vino directamente después de escribir las Historias de la cárcel Bellavista, sino de sus Historias de amor, todas edificantes. Maldad, amor, maldad… Hombres, mujeres, hombres. El mundo masculino se alterna en su escritura con el femenino. ¿Acaso vendrá entonces algo sobre el universo femenino, ahora que ha ido a fondo con el negocio de la cocaína? Sonríe al pensar que quizás escriba sobre esas chicas deportistas que saltan la cerca al ritmo de la música. Siente que ellas están en su interior, como parte de su ser. Tal vez, antes de escribir sobre ellas, relea Madame Bovary. Soy Emma, piensa. Se figura subiendo al cerro y desde allí imaginando cómo sería Medellín en los tiempos de Flaubert: puras mangas al pie del cerro, la villa concentrada en lo que hoy es el Centro. Eso es lo que necesita, una novela en otro tiempo, sobre una mujer y su fuego de amor encendido, como para limpiarse de la violencia de los suyos.

Termina su refresco y desciende.
Aún es temprano. Sabe que esta noche, en la presentación, debe retornar al mundo que ha construido en su reciente novela. Los lectores están atentos al mundo criminal que él mismo ha recreado conscientemente. Es lo que quiere contar: las vanas ilusiones de sus contemporáneos, lo que les tocó vivir, las presiones sociales, los fenómenos que son más grandes que ellos mismos y los mueven a la desdicha. No solo en Colombia, sino en Medellín y en su propio barrio de San Bernardo, ocurre para él lo más intrigante acerca de la violencia, “que los que la cometen no se creen criminales”. Lo ha comprobado juiciosamente entrevistando reos menores, delincuentes circunstanciales. Ha intuido el vaho de la maldad que impregna la inocencia de esta gente que está allá abajo, creyendo que hace lo que tiene que hacer. Los suyos quizá no ejerzan la maldad al estilo intelectual de Raskólnikov, sino con la candidez y bufonería del padre de los Karamázov. Sin embargo, ya piensa en Flaubert, en Emma Bovary, para su próximo libro.

En la base del cerro, al final del camino, su perro se separa de él para ir a saludar a otro perro. Se menean la cola, se reconocen como extraños y se quedan uno al lado del otro por más tiempo de lo común. Porras lo llama, pero él no regresa. Levanta la cabeza y observa al dueño del otro perro. Es un hombre alto como él, aunque más delgado. Lleva un bastón y se mueve con dificultad, como si luchara con valentía con un animal feroz, una hiena que llevara dentro. Porras lo saluda, pero él no le responde con palabras sino con una mirada profunda, directa a los ojos. “Cómo se llama”, le pregunta el escritor, refiriéndose al perro. “Lucky, se llama Lucky”, le dice el otro, antes de retomar su camino sin despedidas. Porras se encoge de hombros y se agacha para recibir a su perro, que se acerca cariñosamente para que su amo le dé unas palmadas en el pecho. También sobre vos tendré que escribir un libro alguna vez, le dice, porque no creo que haya un ser con más suerte que vos y toda tu partida de semihombres felices. Pero yo también soy feliz, porque esta noche salgo con esa mujer que he soñado y vuelto a soñar. Si me dice que hoy no puede no me importa, porque la imagen de un hombre solo en la barra, frente a una botella, siempre será suficiente para entrar en la noche, la noche de León de Greiff, de mis poetas baudelairianos. Ya lo tengo todo, querido mío, porque no necesito nada, sino este cerro, la ciudad, los bares los fines de semana, y un aposento modesto en el que pueda sentarme a escribir todos los días de la semana, catorce o quince horas diarias, hasta el fin de mis días.UC