Número 118, octubre 2020

A finales de 1891 llegó a Bogotá Jean- Marie Marcelin Gilibert, militar francés de 32 años y 1.63 de estatura. Venía de la ciudad de Lille donde era comisario de quietudes. Lo primero que hizo fue filar 450 agentes que supieran leer, escribir y contar, todos con complexión robusta, buenas maneras y carácter firme y suave. Parecían describir más a capellanes que a policías. Marcelino Gilibert, como se le bautizó en confianza, pidió un fusil Remington para cada hombre y comenzó a enfrentar el desorden de las chicherías, la desobediencia, la embriaguez, las riñas, la vagancia, los robos y el peligro de los adolescentes sin domicilio. “El motín de Chapinero” cuenta la historia de una pelea de gallos que casi termina en tropel popular. Fue el recibimiento a Gilibert, tanteo de espuelas en una ciudad encendida por la política, el mugre y los arrebatos morales. Unos meses después de ese amago, a mediados de 1893, vendría el verdadero motín en Bogotá. Los artesanos se levantaron contra la prensa conservadora que los tildaba de “ignorantes, viciosos y sin estímulo por el honor (…) trabajan cuando quieren y como quieren, ganan lo del día y algo más para beber el domingo y el lunes”. Durante tres días y apoyados por “la plebe”, destruyeron cuatro de las seis comisarías de la ciudad, liberaron seiscientas mujeres presas, atacaron las casas de los godos, mataron a dos policías y arrasaron un convento. Los disparos de los Remington dejaron más de cincuenta muertos y decenas de desterrados a Costa Rica por alentar el alboroto. Les dejamos la antesala, el calentamiento de un motín muy bogotano: sin apuntar, ¡disparen!
 

El motín de Chapinero

Max S. Hering Torres. Ilustración de Señor Ok

 

Ilustración de Señor Ok

Las corridas de gallos en Bogotá eran sagradas. Todos los sábados, y todos los domingos en la tarde, se lanzaban gallos al ruedo, también entre semana, pero con efervescencia durante las fiestas, especialmente en las de San Juan y San Pedro. La fiesta de San Juan comenzaba en la víspera del 23 de junio, y los festejos se prolongaban por lo general hasta la celebración de San Pedro, el 29 de junio. Los aficionados a los gallos eran variopintos, no solo en las fiestas, sino también los fines de semana; según gallera, podían provenir de todo grupo social. Tal vez los seguidores más afamados fueron los hermanos antioqueños Juan Manuel y Manuel Antonio Arrubla, prestigiosos e importantes constructores. Entre muchas de sus obras, edificaron las Galerías de Arrubla al costado occidental de la Plaza Mayor en Bogotá, donde también se encontraba una importante gallera, conocida como la “gallera nueva”, que reemplazó a la antigua. La gallera Arrubla se abrió al pueblo en 1852 y, por el periódico El Pasatiempo, se sabe que tenía “baños cómodos i aseados, salas de billar, departamentos para ropilla i otros juegos permitidos, i café o cantina, en que se sirve regularmente”.

A pesar de la arraigada y festejada costumbre, en el San Pedro de 1892 las corridas se prohibieron mediante una orden pronunciada el 28 de junio por Jean-Marie Marcelin Gilibert, militar francés, con heridas y medallas, que hacía seis meses había asumido el mando de 450 hombres con el fin de crear una policía “moderna”. La prohibición estaba destinada a evitar las famosas riñas que se realizaban tradicionalmente el día del santo.

Entretanto, la policía enviaba con urgencia agentes a todos los lugares conocidos por las corridas. Se destinaron doce agentes a La Espiga de Oro y cinco para cada uno de los siguientes lugares: Puerto Alegre, Tres Esquinas, Puerta Grande, La Aguas, La Grúa, San Diego y Egipto. Era claro que en algunas galleras se pretendía ignorar la prohibición por contar con una licencia del alcalde de Bogotá.

El alcalde para ese entonces era nada menos que Higinio Cualla, burgomaestre de la ciudad durante dieciséis años y primo de Rafael Núñez. Dichas licencias del alcalde eran respetadas por los poderes municipales encarnados por los inspectores, entre ellos Cristino Gómez, en Chapinero, pero no por parte del cuerpo policial que desde 1891 obedecía las directrices del director de la Policía. Con base en la licencia del alcalde y del inspector, en La Espiga de Oro se hizo caso omiso a la norma de la policía y “a eso de las 4 p[m] viendo al dueño de aquel establecimiento” arrojar los gallos a la lidia para que se despedazaran entre ellos, hubo motivo suficiente para que los apresaran. Después de este episodio, los doce agentes presentes en La Espiga de Oro fueron citados con carácter de urgencia para que se trasladaran a Chapinero, en apoyo a la policía.

Antes de preguntarnos qué estaba sucediendo en Chapinero, tratemos de reconstruir qué era lo que según la policía no debía suceder. Aunque ya tenemos una pequeña prueba por los sucesos en La Espiga de Oro, tratemos de acercarnos e imaginar posibles escenarios. La prohibición es algo que impide; por tanto, que esta historia también gire en torno al no-suceso. ¿Qué pudo haber sido, pero se quiso prohibir? No lo sabemos, pero podemos conjeturar a través de otras fuentes que nos dan las pistas para entender las corridas de gallos en la fiesta de San Pedro y así captar mejor las razones de la prohibición.

En Reminiscencias de Bogotá, obra escrita por José María Cordovez Moure (1835-1918) y dirigida, muy probablemente, a la alta burguesía, se describen las festividades de San Pedro. De su pluma escuchamos que en varias regiones sudamericanas la población se dedica durante dicha fiesta a las “diversiones en que reina el buena humor y las más absoluta franqueza y cordialidad”, pero, para su gusto, no sucedía así en “Santafé de Bogotá y sus alrededores”: “No ha llegado a nuestro conocimiento la ejecución de hechos más crueles, brutales y repugnantes como los que tienen lugar con motivo de lo que aquí llaman celebrar el San Juan y el San Pedro”.

A continuación, Cordovez Moure pasaba a describir las prácticas que no eran, necesariamente, lo que podríamos llamar una corrida clásica, pero que, en apariencia, también se realizaban el día de San Pedro. Según cuenta el autor, en una de ellas se clavaban dos postes largos a una distancia de cinco o seis metros y se fijaba un rejo en los extremos. La distancia entre los dos maderos y entre el rejo y el piso debía ser suficientemente amplia para que varios jinetes pasaran cabalgando, a galope, pero tampoco podía ser tan generosa, so pena de frustrar la adrenalina de la contienda. Enseguida se enterraba un gallo vivo con la cabeza fuera de tierra y una parte de “los protagonistas se arman de estantillos para defender el gallo de los furibundos mandobles que con machete afilado le asesta un hombre o una mujer de vendados”. En caso de atinar el golpe y si el “asaltante [logra cortar] la cabeza del gallo, éste pertenece al que lo decapita”, aunque algunas personas salían malheridas por machetazos y se generaban toda clase de trifulcas.

Según las élites, en estos espacios se malgastaba el tiempo, el ocio era la condena de una sociedad trabajadora. Todo esto a pesar de que las galleras eran y son espacios de transacciones comerciales y grandes contribuyentes de renta, un argumento económico que, para la época, hubiese podido ser de interés para el progreso material. En suma, era una práctica que ameritaba ser prohibida por ser un ocio indecente: prohibición de plumas, sangre, muchedumbre y dinero azaroso, que, como metáfora, representaba todo un estilo de vida considerado inmoral y, por tanto, censurable. Censurable práctica que estaba cada vez más en la mira de la policía, especialmente en ese San Pedro de 1892.

Chapinero: control y descontrol

Cerca del solar de la casa del señor Agustín Baquero, donde se escuchaban voces de “Viva pueblo, Viva el Inspector, Abajo la Policía Nacional”, aquel 29 de junio de 1892. Toda esta gritería planeaba una clara contraposición entre el inspector Cristino Gómez y el comisario de Chapinero, Jesús Bernal. Por ahora podemos adelantar que la prohibición de las corridas de gallos generó, como mínimo, dos cosas. Primero, al hacer parte de una política de regeneración, con ella se prohibió una manifestación de indecencia, pero al mismo tiempo se vedó una práctica cotidiana. Segundo, debido a la dualidad del poder a la hora de vigilar y castigar a los ciudadanos, se generó tal contradicción que creó conflicto no solo en la población, sino también en las élites, y fraccionó los organismos de control indispensables para la censura.

Un día después de los sucesos del 29 de junio, varios policías se vieron obligados a rendir informe. Reconstruyamos la cuestión, por ahora, a partir de estas fuentes. Jesús Bernal, comisario del barrio de Chapinero, señalaba en oficio dirigido al director general de la Policía que desde las 7:00 de la mañana del día anterior había informado al señor inspector de Chapinero, Cristino Gómez, sobre la prohibición de la corrida de gallos. Según Bernal, el inspector, en respuesta, indicaba haber dado: “Licencia como autoridad competente para que se corrieran los gallos en varias partes, y que no retiraba dicha licencia, porque él creía que la orden por el señor director general de la Policía, era dictatorial y que él no tenía atribuciones para dar esta clase de órdenes, y que los gallos siempre se correrían en Chapinero”.

Más adelante el inspector insistió en la corrida y afirmó “que el señor Gilibertecito, y el señor [subdirector] Corena, no eran los que mandaban en Chapinero, ni venían a imponerse”. Bernal apelaba al cumplimiento de las órdenes impartidas por sus superiores y él solicitó “como medida prudente” poner en conocimiento del gobernador o del alcalde la medida y, en consecuencia, si dichas autoridades habían emitido una licencia para la corrida de gallos se “sirvieran poner este hecho en conocimiento de la Dirección de la Policía”. Una vez pactado el acuerdo, se separaron y poco después el inspector se presentó nuevamente en la comisaría y dijo “que había hablado por teléfono con el señor Gobernador que lo había autorizado para que permitiera las corridas de gallos”. Con el ánimo de corroborar dicha licencia, Bernal se puso en contacto con el gobernador y, según sus palabras, le contestó “que no tenía conocimiento de tal autorización”. Antes bien, se señalaba que el señor prefecto general de la Policía había remitido “un decreto” en el que se prohibían las corridas de gallos y por tanto la comisaría quedaba autorizada “para prohibir de una manera prudente y enérgica”, empleando “las maneras finas, políticas y de buen tino, pero que si no obstante esto, se insistía […], empleara con toda energía la fuerza que está a mis órdenes”. Hasta aquí el informe interno que rendía Bernal ante la Dirección.

Siendo ya las 12:00 de la tarde del mismo día, Daniel Wilches, comisario de tercera clase de la policía de Chapinero, subalterno del comisario Jesús Bernal, se acercaba —según su informe— a la casa de Baquero, donde se encontró con el inspector municipal Cristino Gómez. Aparentemente, sostuvieron una amable conversación en la cual Wilches le informó al inspector que el comisario Bernal, máxima autoridad de la policía de Chapinero, no permitiría la corrida de gallos. El inspector le respondió que tenía una licencia concedida por el alcalde, el comisario Wilches aceptó la explicación y optó por irse a almorzar.

El rifirrafe: entre gallos y Remington

El jefe Gilibert
El jefe Gilibert. En Historia de Bogotá. Siglo XIX (Alcaldía de Bogotá-Villegas Editores, 2007).

Daniel Wilches relata que al regresar de su almuerzo, vio que el comisario Jesús Bernal se había hecho presente en la casa de Baquero para impedir que cerraran la puerta del solar, una acción que pretendía contrariar al inspector Cristino Gómez, quien, en defensa de la licencia del alcalde, había impartido la orden de cerrar la puerta para dar inicio a la riña. Cuando Wilches apenas llegaba de su descanso, Bernal le ordenó armar a la policía y apresar a las personas que pretendían correr los gallos en el patio del señor Baquero. Según informe de Wilches, él mismo le contestó: “Señor Bernal, creo que no hay necesidad de fuerza armada porque es provocar un conflicto en perjuicio del Gobierno” y Bernal le advirtió “que si no le obedecía, que me llevaba también preso, y que me daba de baja inmediatamente”, a lo cual Wilches replicó “que tenía mucho gusto en ceder” su puesto antes de cometer una tropelía “que nos pudiera hacer cometer un delito atacando una propiedad, porque no va al caso violar un domicilio, entregándole al señor Bernal todo el uniforme”. En ese momento Bernal lo apresó y lo trasladó al calabozo.

Sin embargo, Bernal informa las cosas de manera muy diferente. “Habiendo agotado los medios posibles para arreglar el asunto”, resolvió hacer respetar el “honor de la Policía”. Por ello, el comisario instó a los participantes en la corrida a que “bajaran el gallo y quitaran las varas de donde estaba colgado”. Pero oponiendo resistencia a dicha orden, Cristino Gómez, en su calidad de inspector, permitió la corrida: “Él era quien mandaba en Chapinero, que yo [Bernal] no era nada aquí y que no eran los mugrosos policías los que venían a imponerse, y gritó: viva el pueblo de Chapinero”.

Al sentirse en minoría, Bernal buscó el apoyo de Wilches y lo conminó a apresar a todos los involucrados; directriz que Wilches desatendió, al argumentar que “el pueblo de Chapinero no estaba cometiendo ningún delito” y, ante una segunda orden, contestó: “No obedezco, y gritó viva el pueblo de Chapinero y echó mano a la peinilla [machete]”. Es decir, lo que en el relato de Wilches fue una entrega de uniforme y armas, en lo narrado por Bernal es una amenaza armada.

Con lo anterior, Bernal intentaba explicar por qué había agredido y apresado a Wilches, pero en vez de generar calma, un agente de segunda clase, Joaquín Cújar, saltó al camellón gritando: “Viva el Comisario Wilches, viva el pueblo de Chapinero, viva la libertad y abajo la Policía”. Por ello, Bernal ordenó “que armaran bayoneta, calzaran los Remington y preparar para dar fuego”. Ante esta amenaza, el inspector Cristino Gómez retó a Bernal, instándolo a “mandar hacer fuego sobre él”. Gracias a la intervención de los habitantes de Chapinero y a las inminentes amenazas, lo “hicieron retirar”, hecho que alivió la situación y ayudó a dispersar al grupo de personas que se encontraban en el camellón. Las corridas de gallos no se realizaron, pero a esto se contestó con “vivas al inspector” Cristino Gómez. En su defensa, Gómez publicaría más adelante un artículo en el que desmentía la versión de Bernal, argumentando que su interlocución telefónica había sido con el alcalde, nunca con el gobernador, quien, por su parte, había autorizado las licencias.

La verdad oficial de la Policía

Después de los acontecimientos de Chapinero, los gallos que nunca se corrieron y los Remington que nunca se dispararon, se solicitaron las relaciones del caso. En razón de la autoridad de su emisor, su versión sería la que llegaría a convertirse en la verdad oficial de la Policía dirigida al ministro de Gobierno.

En su comunicación partía del siguiente juicio de valor: la riña de gallos debía ser entendida como una “diversión bárbara” que “todos los pueblos civilizados prohíben”. Lamentablemente, en Chapinero había tomado un “carácter agudo, hasta el punto de ocasionarse grandes desórdenes”. Acto seguido, enmarcaba las acciones de la policía en un contexto jurídico. Remitía al Código de la Policía de mediados del siglo XIX, específicamente a los artículos 509 y 510 sobre la prohibición de maltratar animales.

Gilibert justificaba haber impartido la orden basándose “en la moral y en las leyes”. Por tanto, sus comisarios habían intentado “prohibir las distracciones humanas”, pero se tropezaron con el poder de los inspectores municipales, “quienes apoyando su derecho en una pretendida orden del Señor Alcalde, habían autorizado lo que la ley y la moral condenan”. Mientras que en otras circunscripciones los inspectores retiraron las licencias y no se generó desorden, “en Chapinero no sucedió lo mismo”. El inspector Gómez llevó las cosas al extremo y tuvo “los propósitos más desagradables contra la policía excitando al pueblo a rebelarse”. Y ante el hecho de haber transformado a un grupo de ciudadanos de Chapinero en dianas de rifles policiales, el director intentaba despejar la duda adentrándose en la conciencia de Bernal al afirmar: las armas se habían cargado “no para usar de ellas” sino “únicamente con el fin de intimidar y llegar por tal medio a conservar el orden y el respeto a la ley pisoteada por el inspector”. Los Remington solo fueron cargados cuando un agente de la policía fue desarmado, y el contraventor fue condenado a treinta días de cárcel. Para el director estaba claro que ese inspector había faltado a la moral porque en vez de excitar al pueblo a la sublevación, su deber era actuar en favor de los intereses de la policía y el Estado.

La otra verdad

El Heraldo y El Chapineruno publicaron una serie de artículos punzantes por lo ocurrido en el barrio. No era la primera vez que se criticaba a la policía desde el diario El Heraldo, de hecho, el ministro de Gobierno, incluso antes de la prohibición de la lidia de gallos, se dirigió a su director con el ánimo de: “Suplicar […] que las quejas que aparezcan en su periódico a causa de faltas cometidas por los individuos de aquel cuerpo, vayan redactadas en términos más comedidos y respetuosos que posible sea, sin lanzar contumelia ni injurias contra la entidad moral de dicho Cuerpo”.

Diferencia social y protección animal

El propio editor de El Heraldo era uno de los más fuertes críticos ante la intervención de la policía. Más aun, la cuestionaba como protectora de animales. Si tan en serio se tomaba el artículo 509 del Código de Policía sobre el maltrato animal; escribía el crítico:

“¿Por qué no [lo] aplican los Sres. Gilibert-Corena […] a las corridas de toros?”, una faena que, como se registraba en la prensa, generaba rentabilidad y estaba bien vista por las élites.

Ciertamente, las actividades de entretenimiento estaban estratificadas y por eso se implementaban prohibiciones discrecionales que soslayaban el principio de igualdad.

Vigilancias y poderes fragmentados

Pero el conflicto, indudablemente, también se puede entender como una secuela de la dualidad estructural del poder. Veamos el asunto ahora desde arriba. Mientras que el prefecto de la Policía había notificado al director de dicha institución sobre la prohibición, también era un hecho que el gobernador autorizaba al alcalde para que los inspectores municipales concedieran licencias. Con motivo del conflicto jurisdiccional, el alcalde se había dirigido el 13 de marzo de 1892 al ministro de Gobierno haciendo hincapié en el problema. Cuando muchos disponían del poder, el poder se diluía y ninguno ejercía su facultad. Peor aun cuando nadie sabía a qué norma atenerse, y realmente preocupante cuando ante el disenso se hacían solo valer los medios del más fuerte. El alcalde insistía en que así el gobierno se acababa y se transformaba en desgobierno. Y aunque no lo decía, sí insinuaba que lo lamentable del caso era que ante la fragmentación normativa y el choque suscitado, un Estado podía convertirse fácilmente en un Estado policial cuando las armas eran el mecanismo para dirimir la diferencia. No en vano El Chapineruno se había visto en la obligación de revelar presiones de la policía: “[¿] Pueden los Jefes de la Policía Nacional inmiscuirse en lo que corresponde al Distrito, y más aún, atropellar las diversiones establecidas en un predio particular? Si ellos mandan en los Distritos, ¿para qué necesitamos Alcaldes ni Inspectores? […] ¿Y puede un Jefe de Policía, atropellando los derechos más sagrados del ciudadano, mandar hacer fuego sobre un pueblo indefenso, que tiene un día de desahogo y de diversión?, ¿es esto justo, razonable?”.

La negociación oscilaba entre prohibir la “sangre bárbara” de los gallos y autorizar la “sangre legal” ante el desacato. Su legitimidad, siempre relativa, dependía de la perspectiva de los sujetos: he ahí la precariedad del derecho a derramar sangre, eje constitutivo del Estado moderno.

Final

Llama la atención que para entonces la pena de muerte —abolida en la Constitución de 1863— había vuelto a ser legalizada por los regeneradores con el artículo 29 de la Constitución de 1886. No se trataba entonces de una biopolítica, de un “hacer vivir y dejar morir”; se rescataba el derecho de la espada, el derecho a la muerte como un principio civilizatorio en medio de la modernidad. El supuesto “Motín de Chapinero”, en apariencia insignificante, devela algunos elementos sobre los temas del control y la transgresión que pueden, hipotéticamente, también desembocar y asociarse al derramamiento de la sangre en los escalamientos y recrudecimientos de conflictos. La posibilidad de la transgresión nace con la prohibición, se exacerba con factores ajenos a la prohibición —tales como las tensiones, resentimientos y miedos de una comunidad— y puede agudizarse ante la ambigüedad jurídica, los vacíos y las inconsistencias del poder. La tensión puede llegar a escalar mediante la coerción —conminar, golpear y apuntar—, dando origen a un círculo vicioso de violencia en el cual vence el más fuerte o estratégico, reclamando luego el derecho a matar.UC

*Fragmentos del libro 1892: un año insignificante. (Editorial Crítica, 2018)

 

1892: un año insignificante
Max S. Hering Torres
Editorial Crítica 2018

El jefe Gilibert

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