Número 118, octubre 2020

Juan Carlos enésimo

Juan Carlos Orrego. Ilustración de Verónica Cardona

 

Ilustración de Verónica Cardona

Hasta hace muy poco, yo creía que tenía el nombre más común del mundo hispánico. En el colegio, año tras año, yo era indefectiblemente uno entre media docena de tocayos: Juan Carlos Agudelo, Juan Carlos Arboleda, Juan Carlos Múnera, Juan Carlos Ortiz, Juan Carlos Orrego y Juan Carlos Vásquez, e incluso alguna vez hubo un Juan Carlos Urrego, a quien, por fortuna, todos conocían como el Burro, sin posibilidad alguna de ambigüedad. Después, en la carrera de antropología de la Universidad de Antioquia, pasé a integrar la plantilla en la que ya estaban registrados Juan Carlos Álvarez, Juan Carlos Carmona, Juan Carlos Pimienta y Juan Carlos Restrepo, y, dado que yo era el más joven y vulnerable de todos, algún guasón intentó distinguirme con un apodo infamante surgido cierto día turbio del final del segundo semestre: Juan Borracho. Pero el remoquete jamás prosperó, y yo terminé siendo, según la nomenclatura al uso en la universidad, nada más que Juan Orrego, u Orrego, a secas.

Hará cosa de un año, mi hijo menor —Juan Manuel— me sorprendió con la idea de que yo tenía un nombre muy raro. Reaccioné, primero, riéndome, y luego recitándole la lista de mis antiguos condiscípulos: Juan Carlos Agudelo, Juan Carlos Arboleda… Pero mi hijo, sin perder la compostura, me golpeó con un argumento contundente: en su colegio no había ningún estudiante con ese nombre, o por lo menos él no había conocido el primero desde 2010, cuando entró al grado Jardín. Inquieto, mientras balbucía protestas vagas —como acusarlo injustamente de mala memoria—, hice un repaso atropellado de mis recuerdos de profesor universitario y descubrí, sobrecogido, que Juan Manuel podía llevar algo de razón: apenas asomaban dos Juan Carlos en los últimos quince años, con el agravante de que uno de ellos, Juan Carlos Hernández, era tan viejo como yo.

Un rato después, a solas, me concentré en repetir mi nombre de pila una y otra vez, y no tuve que decirlo muchas veces para sentirlo extraño. Pero que se entienda: esa extrañeza no se concretaba en dejar de percibirlo como una palabra con sentido —como cuando nos empeñamos en decir mango cien veces—, sino en parecerme un nombre raro e inarmónico, forjado con un criterio ajeno al de la estética y hábitos castellanos. Juan Carlos se me antojó tan aparatoso como los nombres portugueses Roberto Carlos o Manoel Carlos. Pensé que, en su uso más común, Juan era la primera parte de nombres rematados con un elemento singular —Manuel, Felipe, David, Crisóstomo, Evangelista—, al tiempo que Carlos acostumbraba ser, también, la raíz en nombres como Carlos Alberto, Carlos Andrés y Carlos Julio. Así que, de una manera más o menos audaz —si no caótica—, Juan Carlos venía a ser la juntura de dos primeras partes. Era un nombre sin solución de continuidad, por decir lo menos.

El Juan Carlos más viejo que he conocido en persona se llamaba Juan Carlos Gaddi, un ebanista bonaerense que vivió en mi casa durante dos meses de 1988. Mi madre se había inscrito en un programa del Sena para hospedar, durante lapsos como ese, a diversos artesanos latinoamericanos, quienes venían a Colombia para capacitarse en ciertas técnicas del torneado de maderas. De tal suerte, por los tres cuartos sobrantes de mi casa pasaron, además de mi tocayo, dos guatemaltecos, dos hondureños, un nicaragüense, un dominicano, un uruguayo, un chileno y un bogotano, quien, solo por no tener pasaporte extranjero, nos cayó gordo desde el primer día. Juan Carlos Gaddi era un setentón altísimo, de ojos claros y pelo blanco lacio, bondadoso como un monje budista. Vestía invariablemente con bluyines y camisa de manga corta, y no se quitaba de encima unos Converse negros que lo hacían parecer un filósofo hippie. Mis hermanos y yo calculábamos que habría nacido entre 1910 y 1920, esto es, que era más o menos contemporáneo del único Juan Carlos añejo que, aun hoy, podría sumar a la lista: Juan Carlos Onetti, el escritor uruguayo nacido en 1909, autor de las sórdidas novelas El pozo y Juntacadáveres. Solo ahora se me ocurre pensar que la combinación sea realmente una fórmula portuguesa, João Carlos, infiltrada, como el contrabando y las bandas de gaúchos, a través de la frontera brasileño-uruguaya, e irradiada poco después, en su versión española, en la zona del río de La Plata.

Cualquiera sea el origen del nombre de pila del buen carpintero y de su tocayo escritor, no hay que ser un historiador erudito para saber que mi nombre y el de todos mis compañeros de estudio viene de otro lado: la fama precoz de Juan Carlos I de Borbón. Durante su mando falangista, Francisco Franco había tratado con miramientos a la familia real, de manera que el restablecimiento de la monarquía se antojaba como algo más que una promesa; y, dado que el heredero directo de la corona, Juan de Borbón y Battenberg, había roto relaciones con el dictador en 1949, su joven hijo Juan Carlos se perfilaba como el futuro rey. De ahí que su matrimonio con Sofía de Grecia, el 14 de mayo de 1962, se convirtiera en un sonado hecho de la farándula mundial. Mi madre tenía, a la sazón, once años, y, como todas las niñas y adolescentes del orbe hispanoamericano, hizo de la boda principesca el tema preferido de sus juegos de muñequero (y no solo las niñas, sino también las mujeres próximas a parir, como la mamá de mi amigo Juan Carlos Pimienta, nacido en 1963). Puedo hacerme una idea del furor monarquista de mi madre con base en la similar fiebre que la acometió el 29 de julio de 1981, cuando se casaron Carlos de Inglaterra y Lady Di. Yo estaba por entonces en primero de primaria, y me llamaban, para bañarme, poco antes de las 6:00 a. m., salvo ese día, en el que estuve despierto desde las 4:30, que fue la hora en que mi madre encendió el televisor.

Según cuenta mi progenitora, el nombre Juan Carlos le gustaba muchísimo desde soltera, y soñaba con tener un hijo para ponerlo así. Ese deseo se vio azuzado el 22 de julio de 1969 — entonces mi madre no ajustaba un mes de casada—, cuando las Cortes Españolas nombraron a Juan Carlos de Borbón como príncipe de España, con la aquiescencia de Franco. El destino, sin embargo, quiso que el primer fruto de mis padres fuera mujer, a quien llamaron Martha Cecilia, quedando Juan Carlos en forzosa reserva. El segundón nació en 1972 y fue hombre, pero entonces ocurrió algo inaudito. Como se sabe, las gestantes suelen albergar ideas, sensaciones y gustos extraños, que algunos, quién sabe con qué grado de razón, han atribuido a deficiencias transitorias de hierro en el organismo materno, o a cuadros específicos de malnutrición. Como quiera que sea, mi madre sufrió un trastorno obsesivo con el nombre de un vecino del barrio El Congolo, en Bello: un tal Hernando Alberto Ramírez, que no sé a qué se dedicaba. Tanto se obcecó ella con esa fórmula que se olvidó del viejo proyecto de tener un hijo con el nombre del príncipe español, y por eso fue que vino a existir, en casa, un Hernando Alberto Orrego. Cuando nací yo, a principios de 1974, la familia esperaba una niña que habría de llamarse Beatriz Eugenia. Era una época sin ecografías, confiada a los pronósticos de las abuelas y las viejas agoreras, a quienes se tenía por infalibles. Por eso, cuando yo asomé al mundo con pene y testículos, nadie estaba preparado para asumirlos. Hubo que pensar, con afán, en un nombre masculino, y nada tan natural como esculcar entre las reservas de la alacena, donde lo único que había era — mondo y lirondo— un Juan Carlos. Así me llamé ante el notario tercero de Medellín, y así lo ratificó el padre Peña, en la parroquia de Santa Catalina Labouré, el 26 de mayo de 1974. Un año y medio después, el 22 de noviembre de 1975, la monarquía fue restablecida, y de golpe y porrazo vine a tener nombre de rey.

Con su pan se lo coman los monarcas. Me basta con saber que mi nombre, común y silvestre, es el de otros; pero incluso he descubierto que puedo aceptar, sin problemas, su eventual extrañeza: si soy sincero, no deja de agradarme esa pátina de singularidad que mi hijo puso sobre esas dos palabras. Con lo que no puedo es con el desprestigio que, en las últimas décadas, Juan Carlos I de Borbón ha arrojado sobre sus tocayos. Ningún Juan Carlos que se precie aceptaría de buenas a primeras que su nombre deriva de la fama de quien, hoy en día, es visto sobre todo como un político corrupto, defraudador del fisco de su país y, para colmo, descarado cazador de elefantes. Por eso, de un tiempo para acá he echado mano de una mentira inocua: a todo el que ha querido saberlo, le he dicho que mi madre era una fervorosa lectora de Juan Carlos Onetti; que a los once años se leyó El pozo y Juntacadáveres como si se tratara de cuentos de hadas, y que soñaba con tener un hijo para ponerle el nombre del escritor.UC

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Universo Centro N°118

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