Número 118, octubre 2020

#NotMe (¿O sí?)

Ana Cristina Restrepo Jiménez. Ilustración de Cesárea Tinajero

 

Ilustración de Cesárea Tinajero
 

I. Seducción

-Mami, ¿qué quiere decir seducir? —pregunté tan pronto me monté al carro después de pasar la tarde con mis tías.
—¿Dónde oíste esa palabra?
—Mi tío le dijo ahorita a un señor con el que estaba viendo fútbol: “No tratés de seducir a mi sobrina”.
Yo tenía once años.
“Cuando un hombre trate de hacerte algo que no quieras, tírale lo que encuentres a la mano, amorcito. Ellos son muy fuertes”, desde la adolescencia oí esas palabras de mi abuela.

Sin haberme graduado del colegio, ya había obedecido su consejo: en un paseo a una finca, mientras todos estaban en la piscina y yo me ponía el vestido de baño, un amigo de mi novio entró al cuarto sin tocar la puerta. Terminaba de hacerme una trenza frente a un espejo y, cuando menos pensé, tenía al tipo encima. Seguí la instrucción de mi abuela, un teléfono inalámbrico voló sobre la cabeza del tocón. Grité. Mi novio oyó, subió, se agarraron a puños y el tropel culminó con un jadeante: “¡Pa que aprendás a respetar lo que no es tuyo!”. Cuando le conté a mi barra del colegio, dos amigas celebraron que yo le “gustara” al agresor —un popular rockero, hoy académico—.

Ya había pasado el último capítulo de la telenovela Leonela, la historia de una mujer enamorada del “ladrón de su amor”… un violador.

Años después, viajé a estudiar en Filadelfia, Estados Unidos. En la charla introductoria, exclusiva para mujeres, nos entregaron un silbato para alertar en el campus universitario por si se presentaban agresiones sexuales. Nos recomendaron no recogernos el pelo en cola de caballo (propicia el agarre y dominio del violador) y evitar la soledad en caminatas nocturnas o al bajar al sótano para lavar la ropa.

Más tarde, entré a trabajar en El Colombiano. Durante años, mi compañera de cubículo fue Margaritainés Restrepo Santamaría. Ella y otras grandes periodistas como Lucía Teresa Solano y Marta Hoyos parecían interpretar el lenguaje no verbal de las primíparas, tan pronto detectaban que nos sentíamos incómodas con algún señor en la sala de redacción llegaban al rescate con cualquier excusa, desde una chiva periodística hasta una galleta. En algunos turnos nocturnos de fin de semana, mi novio hacía “la queda” a mi lado, yo misma le pedía que me acompañara por miedo a un colega (un personaje que me llegó a perseguir hasta en el baño de mujeres). Eran los años noventa, no existían canales ni intenciones de denuncia. Nunca consideré que sucedía algo grave. Solo sentía temor. Y asco.

Yo solía decir que jamás me habían acosado. Recuperé estos recuerdos después de largas charlas sobre el movimiento #MeToo con Paula Jaramillo (gestora cultural y expresentadora de televisión) y, hace varios meses, cuando Jesús Abad Colorado (con quien trabajé en El Colombiano) me preguntó en una conversación telefónica: “Ani, ¿de verdad a vos nunca te acosaron?”.

II. Nudo

Mi colega y amigo Alberto Salcedo Ramos —uno de los periodistas más galardonados en la historia del periodismo colombiano— ha sido señalado por acoso y abuso sexuales. Dos de las denuncias, públicas, fueron radicadas en la Fiscalía.

¿Por qué me interesan los casos que han implicado a algunas amigas (denunciantes) pero hasta ahora nunca a un amigo (denunciado)?

Previo al auge del movimiento #MeToo, la reportería sobre embarazo adolescente me permitió entender que la violencia sexual no necesita cuchillos ni pistolas: basta con el miedo que instala el patriarcado.

Después comencé a cubrir el acoso sexual en entornos laborales y académicos. Con abogadas feministas, cursos de género (con Clacso, por ejemplo), el estudio del manejo periodístico de #MeToo en The New York Times, a cargo de Rebecca Corbet (con quien conversé en el Festival Gabo), y en el ejercicio de mi profesión sigo aprendiendo.

Mi motivación más profunda surgió de mi amiga íntima, periodista, abusada sexualmente en un hotel por quien fuera su jefe, uno de los hombres más poderosos de Colombia. Ella hizo público el caso pero no reveló la identidad del criminal (la apoyo en su reserva, incondicionalmente). La rabia y la impotencia me enseñaron lo esencial: creerles a las mujeres, respetar sus silencios, proteger su dignidad.

Ahora, el escrache.

El origen de la palabra no tiene relación con la exposición de agresores sexuales. Surgió en Argentina durante las protestas de los hijos de víctimas de genocidio tras el indulto otorgado por Carlos Menem. El feminismo después se apropiaría del término que significa rasguñar. Catalina Ruiz-Navarro y Matilde de los Milagros Londoño, en Volcánicas, y Las Igualadas, con Mariángela Urbina y su equipo, han posicionado en nuestro medio esa forma de publicación del acoso y el abuso sexual. Este formato de opinión parte de la premisa de que en las sociedades machistas, con leyes diseñadas para la perpetuación del patriarcado, las mujeres deben tener la voz predominante. La fuente de contraste puede o no ser incluida; por ejemplo, en el caso del abuso sexual por Vanesa Restrepo, exreportera de El Colombiano, Las Igualadas no consultaron la versión del denunciado, Juan Esteban Vásquez. La Fiscalía está a cargo.

El escrache, combinación de activismo y periodismo, no es la única forma de abordar la violencia sexual en los medios de comunicación.

Yo no me imagino haciendo algo distinto al periodismo, y aspiro a ejercerlo siempre desde las convicciones del feminismo: les creo a las mujeres y, a la vez, considero cruciales los procesos de contraste y verificación, la ortodoxia periodística. En casos de acoso y abuso sexual no trabajo con denuncias anónimas (anonimato no es sinónimo de identidad protegida). Puesto que casi nunca quedan huellas de los hechos, el periodista por lo menos debe saber suficiente sobre la fuente, el origen del relato. Y, por supuesto, está obligado a proteger su identidad.

Los protocolos de la Fiscalía General de la Nación arrojan claves sobre los retos del #MeToo no solo por la recopilación de elementos materiales probatorios y evidencia física, sino por las posibles relaciones de poder entre victimario y víctima. También es problemático comprobar algo tan íntimo como el consentimiento, pero la mayor dificultad radica en esquivar los prejuicios sociales asociados a las mujeres y sus libertades, lo cual lleva a que investigadores judiciales y periodistas desprecien la narración de las víctimas, nieguen el carácter criminal de ciertas conductas o las justifiquen.

¿Es Alberto Salcedo Ramos responsable?

Su responsabilidad no la determina ninguna amiga, ni periodista, ni lector: se tramita ante instancias judiciales.

Si algunas denunciantes no iniciaron un proceso legal, tanto él como otros hombres señalados por causas similares podrían empezar por tratar de detectar los errores cometidos y resarcir el daño (deliberado o involuntario, con premeditación o torpeza) en la medida de lo posible.

Por mis principios, les creo a ellas. Por mis principios, no niego a mis amigos. En el caso de Salcedo Ramos tengo dos claridades: mi voz tiene un sesgo (no sería ético ni periodístico de mi parte tomar partido, tampoco sería justo que se me obligue a señalarlo. Con mis compañeras de Blu Radio, en reiteradas oportunidades, he informado al aire sobre este caso. Lo seguiré haciendo); y segundo, él pertenece a una generación que consideraba “tolerable” lo que hoy con toda la razón es inaceptable: es un asunto generacional que no justifica las acciones de nadie pero sí desvela su origen.

El #MeToo no puede continuar a tres hogueras: de víctimas, de denunciados, de periodistas.

¿Podemos aprender en comunidad para sanar esta sociedad patriarcal?.

III. Desenlace

Después de siglos de naturalización social de lo insufrible, movimientos necesarios como #MeToo y #TimesUp plantean tres riesgos: los extremismos, la ceguera y el ruido.

Los extremismos: en enero de 2018, en el texto “¿Soy una mala feminista?”, Margaret Atwood respondió a las críticas por haber firmado una carta de rechazo al proceder de Universidad de Columbia Británica ante las acusaciones de agresión sexual contra el profesor Stephen Galloway. La institución había publicado las denuncias en los medios masivos antes de que comenzara la investigación formal y el señalado pudiera conocer los detalles de la acusación. La novelista escribió: “Si se pasa por alto el sistema legal porque se considera ineficaz, ¿qué ocupará su lugar? ¿Quiénes serán los nuevos agentes de poder? No serán las malas feministas como yo. No somos aceptables ni para la derecha ni para la izquierda. En tiempos de extremos, los extremistas ganan. Su ideología se convierte en religión, cualquiera que no sea marioneta de sus puntos de vista es visto como un apóstata, un hereje o un traidor, y los moderados en el medio son aniquilados. Los escritores de ficción son particularmente sospechosos porque escriben sobre seres humanos y la gente es moralmente ambigua. El objetivo de la ideología es eliminar la ambigüedad”.

La ceguera: cuando la jueza del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg buscaba la aprobación de su nominación ante el Senado, rindió tributo a su profesor en Cornell, Vladimir Nabokov: “Cambió la manera como leo y como escribo cuando me dijo que las palabras pueden pintar cuadros”. RBG reconoció el valor artístico y perenne del autor de Lolita, invisible ante los juicios moralistas.

El ruido: ¿Acaso la sobreexposición de acoso sexual en los medios puede convertirse en ruido? Una fotógrafa denunció que durante una cita con el guionista Aziz Ansari (creador de la serie Master of none) fue víctima de un comportamiento sexual inapropiado. En múltiples espacios acusaron a la mujer de reaccionar a destiempo.

La psicóloga Violeta Alcocer, habló en El País de España sobre las situaciones de “acorralamiento”: “En el momento en que ese hombre se comporta de una forma que claramente traspasa los límites, entras en un estado que los psicólogos llamamos disonancia cognitiva. Sucede cuando tienes que gestionar dos pensamientos-emociones contradictorios sobre el mismo hecho: Este chico me parece adorable y por eso he venido hasta aquí, pero se está comportando como un violador, esto no me cuadra”.

Cuando el miedo y la fuerza física se imponen, ¿cómo vencer en tiempo real el “acorralamiento”? ¿Cómo incorporar el sentido de nuestra “agencia” en esta conversación?

Mi abuela levantó a sus hijos trabajando entre señores encorbatados. Sin la más mínima noción de feminismo, jamás cedió terreno a los jueguitos del “hazte desear” o “el hombre propone y la mujer dispone”.

No quiero que mi hija tenga que defenderse a la fuerza. Ni que un colega la persiga hasta en los baños. Ni que su jefe la viole en un hotel. Tampoco quiero que le tema al cortejo.

Quisiera tatuar en la memoria de mis hijos (dos hombres y una mujer) dos reglas de oro del enamoramiento: El “no” de una mujer jamás es negociable. Mezclar borrachera y sexo es una pésima idea: si resulta bien, es muy probable que se olvide al día siguiente (¡ay, qué pesar!). Por el contrario, cuando resulta mal, se recuerda el resto de la vida…

El ritual de la seducción, siempre iniciático, obedece a los instintos más básicos y rinde cuentas ante el sentido común.UC

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Universo Centro N°118

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