Número 55, mayo 2014

Morir sin morir
Y vivir sin la vida
Es el más arduo milagro
Propuesto por la fe.

Emily Dickinson
 
 
 
 
 

Mordisco de amor
Ana María Bedoya Builes.
Ilustración: Cachorro. Fotografía por la autora

 
Cachorro
 

Cuando sacaron a Jerónimo del agua, su pantalón blanco estaba teñido de rojo. No sentía dolor, la adrenalina del combate había anestesiado su cuerpo macizo y moreno. Mudo, tumbado en el fondo del bote, miró el cielo de La Boquilla, el pueblo costero donde nació. Pescador joven, diestro, con pulmones de acero, le saltaba el corazón. Jerónimo pensó que jamás volvería a sumergirse en el océano.

Apolinar y Alcides, sus compañeros de pesca, no disimularon el espanto al ver la sangre en la estela que dejaba la embarcación. Cuando alcanzaron la costa, unos niños que jugaban en la playa se acercaron a mirar qué pasaba. "¡A Jerónimo lo mordió un tiburón!", salieron gritando por las calles del pueblo.

La playa se llenó de gente aterrorizada. Apolinar y Alcides lo cargaron al hombro, lo acostaron en el remolque de la volqueta sin estrenar que acababa de comprar una vecina y emprendieron una carrera decisiva hacia el hospital de Santa Clara. Era 1951 y en Cartagena se rumoraba que una pandilla de tiburones hambrientos se había tomado la bahía.

La brisa trajo un olor nauseabundo
La fetidez hizo que los pescadores más curtidos olfatearan la presencia de escualos en los litorales de La Boquilla, Marbella, Manzanillo y Bocagrande. En esa época Bocagrande no era lo que es hoy: un barrio atiborrado de edificios presuntuosos y de forasteros; se le conocía, entonces, como Bahía de Icacos. El agua del mar era cristalina. Turistas, más bien pocos. El único lugar que tenían para hospedarse era el Hotel Caribe, de fachada blanca y con una torre colonial más alta que las palmeras del jardín.

Fue en las playas cercanas del hotel donde un tiburón probó carne humana, la pierna izquierda de Pepe Clemens. Pepe tenía 23 años y estaba enamorado de una muchacha simpática. Era amigo de Jorge Benedetti, que a esa ahora pasaba por la playa donde Pepe estaba con otros amigos.

—Él fue a lavarse los pies al mar, se metió al agua hasta la altura de la rodilla y con una ola desapareció. Torres, un profesor de natación del Club Cartagena que estaba cuidando la playa, se arrojó al agua y luchó contra un tiburón para quitarle a Pepe de la boca. Fue horrible. El tiburón le destrozó la pierna. Pepe murió desangrado en la playa —recuerda Benedetti, un octogenario empresario metalúrgico, reconocido en Cartagena por haber impulsado la construcción del acueducto de la ciudad amurallada.

Unas semanas más tarde, en la playa de Marbella, otro ataque sacudió la apacible vida provinciana. En una nota corta del 19 de julio de ese año, la agencia de prensa ABC cuenta que el joven Agustín Urrutia Martínez fue devorado por un tiburón. En menos de un mes, el 9 de agosto, la misma agencia publicó otra noticia: a María Euxodia Galván, la sirvienta del alcalde, un escualo le arrancó una pierna. Además, como si el intrépido animal tuviera una obsesión por los fémures, las tibias y los peronés, atacó a la empleada del servicio de Carlos Escallón y Emita de Escallón, los dueños del Diario de la Costa.

El Hotel Caribe puso una malla en la playa para proteger a los bañistas del apetito de los selacimorfos. Creyeron que sería una barrera infranqueable para las amenazas del momento. Unos famélicos que intimidaban al reino marino con sus fauces, en las que reservaban un vasto engranaje de dientes, como cuchillos acerrados; cuando pierden uno, en menos de veinticuatro horas les sale otro nuevo.

Por esos días, un pescador que atrapaba sábalos con dinamita sobrevivió a la arremetida de un escualo. Le decían Chencho, se ufanaba de su poder para adivinar dónde había tiburones con solo pararse en un espolón y estirar la nariz hacia el mar. Era ayudante de Ildefonso, un viejo pescador que tenía el pecho poblado de vello espeso dispuesto como una cruz. Luego de tirar el explosivo al mar, Ildefonso divisó una aleta de tiburón en dirección a su compañero. "¡Chen-chooo!", gritó.

Aturdido por la detonación, Chencho no escuchó nada. Menos aún al sigiloso animal, capaz de oler una gota de sangre a medio kilómetro de distancia. Siguió concentrado en la tarea de arrastrar hacia la orilla un sábalo de un metro, pero de repente algo irrumpió del agua y le arrancó el pescado de un tajo. Solo le dejó la cabeza, que se pudrió dos horas después.

Al pánico de los cartageneros no lo atajó ninguna malla. La gente empezó a exigirle al alcalde que hiciera algo para detener la glotonería del depredador, le pidieron que prohibiera la pesca con dinamita. Argüían que los tiburones llegaban a las playas desorientados y atraídos por los cardúmenes de sábalo y sardinas que morían cerca de las costas, por culpa de la práctica explosiva. A las autoridades locales no les gustó esa teoría, la pesca con explosivos era el avance tecnológico de la época. Prefirieron decir que se trataba de una migración de tiburones, venidos de aguas muy frías y lejanas, que buscaban las tibias costas del caribe.

No faltó el que dijo que los tiburones se habían escapado del foso húmedo de la fortificación San Fernando de Bocachica, una obra de ingeniería militar del siglo XVIII, donde arrojaban a los esclavos enfermos, a los desertores y a los necios. El foso fue una defensa que impidió cualquier sueño de libertad a los prisioneros políticos. Pero ese foso hace tiempo había dejado de ser húmedo. En lugar de agua y tiburones enfurecidos por el encierro, crecía maleza.

—El municipio decidió ponerles precio. A los pescadores les pagaban cien pesos por metro de tiburón que cazaran. Sacaban una cantidad de animales que tú ni te podías imaginar. Los exhibían en un andamio que colgaron del árbol de caucho que hay junto a la Torre del Reloj. Eso era impresionante. Todos los días cogían hasta diez animales; con las horas y el calor se levantaba un olor feísimo. La gente iba a verlos y a tomarse fotografías con ellos. Si buscas en el periódico del Diario de la Costa, seguro encuentras esas fotos —dice Benedetti.

El profesor Federico Herrara, un hombre espigado y solemne que trabaja hipnotizando con sus relatos a turistas untados de bloqueador, guía a la gente por La Heroica y les cuenta historias de devoradores y devorados. Los tranquiliza diciéndoles que ya no hay tiburones por esas playas. Lo que sabe —les advierte— sale de la pura realidad, se lo contaron sus abuelos cuando él tenía doce años y una memoria fotográfica.

Federico les cuenta que en esa época hubo escasez de perros y gatos. Les dice que los pescadores los usaban de cebo y que consiguieron los mejores arpones y diseñaron nuevos anzuelos, más grandes y filosos. Dice que se necesitaban hasta cinco hombres para agarrar un solo tiburón. Se vieron especies de tiburones de todo tipo: martillos, toros, tigres, toyos, peregrinos, makos, blancos; colgados como si fueran los frutos del árbol, doblaban con su peso las cansadas ramas del caucho que se hacía viejo en esa labor necrológica.

Al taxidermista italiano Pedro Giacometto, cuenta el profesor, le ofrecieron un enorme tiburón para que lo embalsamara. Gerardo Arellano, su ayudante, un cartagenero de Santa María, al abrir el vientre del animal se encontró los cabellos rubios de una niña y un gorro rosado.

—¿Cómo lo sé? Porque se supo más tarde que en Bocagrande había desaparecido una niña. El tiburón tenía una mancha negra y un mordisco en la aleta.

Se cree que ese tiburón pasó al museo de las monjas de La Presentación. También, se cree que pudo ser una hembra y esa herida en la aleta un mordisco de amor. Cuando copulan, los machos de algunas especies las muerden para estimularlas y sujetarlas al pectoral, antes de que se les escapen. Viran el feripodio hacia adelante y lo meten entre las aletas pélvicas que se abren como alas de mariposa.

Lo que no se comieron los escualos, pero desapareció de los centros de documentación de Cartagena, fueron los carretes de los diarios microfilmados con las noticias de esa época, supuestamente registradas por el Diario de la Costa. No están ni en el Archivo del Museo de Historia ni en la hemeroteca de la Biblioteca Bartolomé Calvo. A Pepe Clemens, María Euxodia, Agustín Urrutia e, incluso, a la sirvienta de los dueños del diario, también los mordió el olvido. Pero Jorge Enrique Muñoz, auxiliar de la biblioteca, cree que todo sucedió:

—Esos carretes no están, pero tenemos el libro Tiburón. ¿Ya lo leyó? Ahí cuentan todo acerca de cómo son ellos. Si gusta se lo enseño. Lo de los tiburones sí fue verdad. A mi tío Ángel María González, profesor de mecanografía del Colegio Mayor de Bolívar, lo mató un tiburón en la playa de Bocagrande. La infantería de marina lo encontró a los días, le faltaba un brazo y una pierna.

Peter Benchley publicó Jaws (Tiburón) en 1974 inspirado en la teoría del cirujano australiano Víctor Coppleson, quien luego de haber estudiado 271 casos de mordeduras de tiburón publicó Shark Attack. Coppleson propuso que este tipo de embestidas se debían a la existencia de un tiburón rogue. A diferencia de los escualos que se alimentan de peces, mamíferos marinos y plancton, este tiburón salvaje tenía un gusto exclusivo por la carne humana. Un año después de que Benchley publicó Jaws, la historia fue llevada al cine dirigida por Steven Spielberg. El taquillero estreno horrorizó a millones de estadounidenses que se creyeron el cuento de que los tiburones eran unos comehumanos, a pesar de que en la película el oceanógrafo Matt Hooper intercede por el animal y trata de disuadir la mala reputación defendiendo su inocencia. Hooper le explica a Larry Vought, alcalde de Amity Island: "Lo que tenemos aquí es una máquina perfecta. En realidad, es un milagro de la evolución. Lo único que hace esa máquina es nadar y comer y hacer tiburoncitos y eso es todo". Pero Vought, temiendo que el escándalo espantara a los turistas que llegarían a Amity Island, prefirió, como veinticuatro años antes decretó el alcalde de Cartagena, mandar a cazar al tiburón antes que cerrar las playas.
 

¡A Jerónimo lo mordió un tiburón!
El pánico se desató en La Boquilla. Las olas lamieron la arena y borraron el hilo de sangre que marcó el camino por el que se llevaron a Jerónimo. Nadie pudo consolar a su madre. No la dejaron acudir con su histeria al hospital de Santa Clara. Deshecha en el suelo de la casa, lloró sin consuelo como si ya el hijo estuviera muerto. Los niños del corregimiento, esos que regaron la noticia que ningún periodista del Diario de la Costa escribió, no contuvieron la excitación del drama ajeno ni dejaron de entonar, como a quien se le pega una canción estúpida y alegre, el nombre del animal.

—¡A Jerónimo lo mordió un tiburón! —dice que gritaban en el pueblo. Dice Alfredo Villamar Valiente acostado en una hamaca del restaurante Brisas del Mar, donde almuerzan dos comensales. En esa época Alfredo era un adolescente que estaba aprendiendo a pescar con cordel—. Ese día Jerónimo salió de pesca mar adentro con el que hoy es mi suegro.

Iban en busca de langostas. Salieron a las siete de la mañana Apolinar, Alcides y Jerónimo. En un bote negro para diez personas. Navegaron, mar adentro, hacia Cabetobravo. El oleaje estaba tranquilo cuando fondearon la barca. Jerónimo inhaló hasta llenar sus pulmones de aire. No llevaba snorkel, ni careta ni aletas. Ni sabía lo que era nadar con todo eso. Se clavó en el agua, sumergiéndose en picada, y desapareció en el océano oscuro, azul. Mientras alcanzaba el fondo, pensó en la langosta que pescaría para su mamá y sus hermanos. Tenía que ser la más grande, la más carnosa. Luego atraparía las que pudiera, fueran medianas o pequeñas, para venderlas. Divisó al crustáceo pero, cuando estiró sus brazos para alcanzarlo, sintió que algo lo agarraba del pie izquierdo. Todo se volvió confuso, enrevesado, como una pesadilla a orillas del sueño. Solo que no era un sueño.

Miró tras de sí y se encontró con un tiburón de casi dos metros encarnizado con su pie. Observó sus ojos negros, duros y vacíos como los de un muñeco de plástico. Intentó zafarse pero más le desgarraba el músculo, más le rompía las arterias. El animal reculaba con su presa para cansarla y vencerla. Entonces, desafiando la gravedad, Jerónimo le atestó un puñetazo en el hocico y la fiera titubeó. Desorientada, soltó el pie, pero por el instinto de defenderse —o el de recuperar su comida— le arrancó la mitad del anular izquierdo de un mordisco. Jerónimo nadó hacia la superficie vaciando el aire de sus pulmones; cuando sacó la cabeza, asfixiado y drogado por la adrenalina del combate, volvió a respirar la brisa marina.

—Los tiburones son guapos. Muerden lo que sea cuando tienen hambre. Persiguen a los pescadores porque son inteligentes y saben que el bote carga mucho pescado. Pero ya hay muy poco tiburón por acá: la pesca con atarraya los ha acabado. Acá nos los comíamos, hacíamos un revueltillo con leche de coco, cebolla y condimento. Es sabroso y nutritivo. Antes, cuando abundaban, les quitábamos la aleta porque eso lo compran mucho los chinos que pagan doscientos y hasta trescientos mil pesos por un kilo —cuenta Alfredo, quien dejó la pesca hace más de veinte años para montar el restaurante.

Dicen, porque cuantificar la cifra de ese mercado prohibido en Colombia es imposible, que los pescadores colombianos, en un año, le venden al mercado de Taiwán, Hong Kong, Japón y China unas trece mil toneladas de aletas de tiburón. En el mismo tiempo, más de cien millones de tiburones son sacrificados en el mundo. Y de este depredador marino se registran al año menos de cien ataques a humanos en todo el planeta, de los cuales el ochenta por ciento no alcanzan a ser mortales.

—¿Usted quiere ver a Jerónimo? —Pregunta Alfredo arrellanándose en la hamaca—. Él todavía está vivo. Vive con su esposa, doña Vitalia. Tienen un negocito donde venden cerveza. Él ya está muy viejo pero todavía camina… cojo, pero camina. Métase por acá'lante y pregunte por Jerónimo, al que lo mordió un tiburón.

Sesenta y tres años después de aquella mañana, Jerónimo está sentado en el zaguán de la casa que construyó con su esposa. La pintaron de verde aguamarina con zócalos rosados. Acababa de despertarse de una siesta sin sueños. Reposaba en una silla plástica a la sombra de una sábana que tapaba el frente de la casa, protegiéndola de un sol abrumador. El único rayo que se filtraba en la sombra, como el reflector de un teatro en una escena dramática, iluminaba sus pies descalzos sobre las baldosas rojas. Tostados, callosos, rollizos, plegados de arrugas. Y, en el izquierdo, donde había un tobillo interno quedó la honda cicatriz matizada por los años, visible apenas a primera vista; profunda y rugosa más de cerca, zurcida en setenta y cinco puntos.

En el hospital de Santa Clara se demoraron todo un día cogiéndole esos puntos. Las monjas se opusieron a que los cirujanos le cortaran el pie, les pidieron que lo remendaran. Ellas prometieron que se encomendarían a la curación. Dos meses estuvo hospitalizado. Lo visitaron los compañeros de pesca, las vecinas, los hermanos y las tías, que se encargaban de bañarlo y cambiarlo de pijama. Lo que no recuerda Jerónimo es cuánto tiempo, después de que le dieron de alta, se la pasó andando por las calles polvorientas de La Boquilla preguntándose si volvería a pescar.

—Las madrecitas del convento llegaban a visitarme al hospital. Me decían: "Venimo'a ver el sobra'o e'tiburón". Yo me reía con ellas. Eran buenas conmigo. Me traían alimento especial, de lo que ellas comían —dice Jerónimo, mirada nebulosa, voz sosegada de abuelo exhausto.

Cuando Jerónimo salió del hospital, no hubo más de lo que las monjas le daban para comer. Estaba harto, más bien avergonzado, de que otros le trajeran la comida. Tenía que volver al mar. Se lo exigió el hambre y el instinto. Cazador nato, tenía que encargarse de buscar su alimento. Regresó una mañana como la de aquel día y se embarcó mar adentro con su trasmallo. Soltó las amarras. El oleaje estaba tranquilo. Tomó aire, despacio, y lanzó la atarraya. Se sentó a esperar. Mudo, volvió a mirar el cielo de La Boquilla. Luego atendió un llamado, se asomó al agua y vio su propio reflejo, se quedó alelado como si esperara que el mar le devolviera algo.

Jerónimo presintió que jamás volvería a sumergirse en el océano.UC

Anamaría Bedoya Builes

 
*Este texto fue producido durante el Taller de periodismo y literatura de Daniel Samper Pizano, en Cartagena de Indias. Esta actividad fue organizada por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y el Ministerio de Cultura de Colombia.

 
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