Azabache
Pablo Cuartas. Ilustración: Tobías Divad Nauj
  
Subió como pudo al balcón, y del balcón pasó a la cocina. Caminó dos pasos y se dejó caer en cualquier lugar cerca de la muerte. Traía consigo el olor de los gatos moribundos, mezcla de humedad y basura. Y muchos días de hambre y de sed y de maltrato. Tragaba difícilmente porque su boca era una llaga desdentada. El agua y la comida eran formas del dolor. Sus ojos eran dos manchas tristes sobre el pelaje negro, y la cola, sucia y caída, la imagen del abandono.
    —Vino a morirse —dijo Ana.     
—Vino a que lo ayudemos a morirse     —pensé yo.   
Era el mismo que había aparecido     pardo y andariego en el verdor     de julio. Vimos sus tardes de     caza sin fortuna, su paso sin rumbo     ni destino por las bancas y los prados     del jardín, su deleite bebiendo     el agua empozada de las lluvias de     verano. Le decíamos Azabache, y lo     vimos adueñarse de la silla del balcón,     enroscarse en el cojín y dormir     largamente las tardes de calor.     A veces daba un paseo fisgón por     la cocina, buscaba restos de comida,     hurgaba todo con ojos avizores.     Entonces decidimos ponerle agua y     comida, y era un gusto verlo vaciar     las cocas, relamerse y saltar otra     vez al juego, a su vida caprichosa y     vagabunda de gato callejero.     
    —Hay que llevarlo a alguna     parte —dijo Ana.   
Lo levanté para meterlo en un     guacal y sentí que no pesaba nada.     No tuvo cómo resistirse al guante     que lo tomaba por la nuca. Solo     le quedaban los huesos con mugre     apelmazada, el pellejo del color del     duelo y un último aliento para venir     hasta nosotros. Y el olor, su olor     de agonizante.     
Ana llamó a alguna parte y le     dijeron que estaban en vacaciones,     que volvían dentro de quince días.     “Verdad que aquí hay que agendar hasta la muerte”, pensé. Lo llevamos     a la Sociedad Protectora de     Animales, en la Avenue Mallarmé,     al otro lado de París. El viaje     en tren fue un suplicio indecible.     Todo se sumaba al infortunio: el     ruido del vagón avanzando bajo la     tierra, el olor a cañería y a humanidad     sudando, las miradas bobas     e indiferentes de los viajeros.     
Nos hicieron esperar unos minutos.     Luego apareció un veterinario     que nos pidió seguirlo hasta el     fondo de un pasillo, interrumpido     a cada lado por cuartos donde aullaban     otros agonizantes. Lo sacó,     le aplicó antibióticos y nos dijo que     le inyectáramos glucosa para hidratarlo.     “Parece que le hubieran     dado un golpe”. Una pregunta suya     me borró las esperanzas: “¿Tendrás     fuerzas para volver a entrar en el     guacal?”. No, no las tenía. Lo metió     como si fuera una bufanda y el     guacal una maleta.     
Volvimos a la casa de noche.     De nuevo en la cocina, convertida     en sanatorio y cuarentena, Azabache     comió y bebió obligado por el     instinto. Ardía verlo. Unos secos tosidos     sonaban cada vez que intentaba     tragar algo.     
Ana me dijo al otro día que había     amanecido muy mal. Cuando     llegué a la cocina lo vi otra vez tumbado     en cualquier parte. Recuerdo     su presencia marchita. Y el olor,     siempre su olor a gato desahuciado.     
Me quedé con él en la cocina.     Ana salió a reponerse en el día soleado.     Afuera las hojas se movían     al capricho del viento, indiferentes.     
Se explayó debajo de una mesa,     acurrucado, como friolento. Sentí     vergüenza de ser tan poca cosa.     “Ya, Azabache, descansá ya”. Le hablé     hasta que entendí que solo quería     silencio y compañía. Entregado     al último cansancio, rendido, se     fue apagando en medio de contracciones     que eran un ronquido y una     queja definitiva, mirándome desde     el abismo sus dos manchas tristes. 