Número 64, abril 2015

En busca de sangre
David E. Guzmán. Fotografía Juan Fernando Ospina

Fotografía Juan Fernando Ospina
 
 

Tirado en el piso sobre un charco de sangre. Descosido a bala por andar preguntando pendejadas en territorio controlado. “No me dejen morir, soy inocente”, decía y agonizaba. Con estas imágenes jugueteaba mi mente después de que me asignaran la inspección de uno de los puntos calientes del Centro: la carrera 51, Bolívar, entre la avenida de Greiff y la calle Juanambú, a dos cuadras de otra zona más ardiente todavía, la carrera 53, donde más gente mataron en Medellín en 2012 y 2013. En el último año y medio las cosas no han cambiado mucho: la ley del cuchillo, el plomo y la papeleta mantiene su status amenazante. Pero como dijimos en el editorial de UC63, “el que nada debe nada teme”.

Y aunque no debía nada, sí me inquietaba que mi actitud contemplativa fuera confundida con espionaje y los campaneros me vieran como informante de algún combo enemigo, o que me chuzaran naturalmente por robarme. Para no correr tantos riesgos decidí hacer mi exploración a través de visitas cortas y “espontáneas”, para comprar alguna chuchería, para comer algo, para averiguar un dato inofensivo; fueron pasos fugaces, a veces de ida y vuelta como cuando compré una crema humectante y regresé para que me la cambiaran porque supuestamente me la habían encargado de rápida absorción.

La primera visita fue suficiente para descubrir la característica más enérgica del punto: se puede vivir allí sin necesidad de salir de la cuadra, todas las necesidades básicas pueden ser resueltas incluyendo algunos lujos. Hay hoteles, tiendas, comidas, y se consigue desde un manojo de ruda o un motilado hasta un alicate viejo o unos leggins. La suculenta variedad de negocios y servicios a un lado, y las ventas callejeras al otro, hacen que todo el tiempo esté pasando el pueblo raso y silvestre, de todas las edades, hacia el trabajo, rumbo al encuentro, en vueltas. También se siente la presencia de ciertos personajes embambados que van y vienen, o a veces se quedan por ahí parados como si su única labor fuera atisbar.

El bullicio, los voceadores y el rugir de los buses lideran la banda sonora. El metro no es más que un puente por el que de vez en cuando pasa un vagón y produce un ruido menor. En esta primera incursión conté 204 pasos desde los pollos de La Sorpresa en la de Greiff hasta los toldos de pescado fresco de Juanambú. Eran las doce del día y hacía un bochorno feroz; solo se respiraba olor a pescado y las carretillas con frutas y verduras se atiborraban en la esquina. Tilapia roja, bocachico, bagre. Tumulto. La escena era tan viva, con mercaderes voceando sus productos y el pueblo hambriento, y la mezcla de olores tan medieval y penetrante, que en algún momento tuve la sensación de que iba a saltar del piso un Jean Baptiste Grenouille criollo.

De regreso a La Sorpresa me llamó la atención una puerta curtida y estrecha de dos alas; estaba cerrada y sentado en el escalón había un tipo joven guardando en la billetera un papelito doblado. En la esquina, cuando le echaba otro vistazo a la puertita, un tuso de cachucha y cadena gruesa de plata me miró a los ojos. No pude no pensar que era un lacayo de las Convivir, con sus bluyines a la moda de Chiroloco, camisas de manga corta y buenos tenis, como modelos de catálogo del Éxito.

A los pocos días volví al sitio con una amiga. Entramos a un restaurante llamado Pollo Presa y nos tomamos una cerveza mirando la gente pasar. “A la orden, a la orden”, gritaba una vendedora de ropa. La carrera Bolívar era una feria, los transeúntes iban y venían y a veces se chocaban y seguían como hormigas.

Entrada la tarde me llamó la atención un tramo ensombrecido por las cubiertas de los puestos, unas lonas que están amarradas a las fachadas de los locales. Aunque a la vista se ve natural, quiero pensar que es algo calculado y diseñado para crear un pasadizo oculto que evade posibles cámaras de seguridad e impide la vista desde el andén del frente, pues la retaguardia del túnel está reforzada por varios colectivos del Popular número 1, apiñados en la vía esperando su hora de salida.

De repente escuchamos los gritos de una mujer que imploraba piedad. Frente a la escena se agolparon los transeúntes para ver lo que pasaba. El cañón de un revólver apuntaba ahora a la frente de la mujer arrodillada. Un dedo apretó el gatillo y la pantalla se fue a negro. Era un fragmento de la película Caracas, de Jackson Gutiérrez, que valía dos mil pesos en uno de los puestos callejeros.

 

Eran dos tipos los encargados de la venta de películas; uno de ellos sacó de sus zapatos una bolsita, se recostó en una palmera seca, introdujo un pitillo miniatura y lo sacó untado de una sustancia que esnifó con fuerza. Su compañero hizo lo mismo mientras al lado el vendedor del puesto de ferretería leía el diario Q’hubo. Minutos más tarde, al otro lado de la calle, cuatro policías esposaban a cuatro negros que tenían una venta persa de celulares, y otros dos agentes se dejaban guiar por un ciudadano que los abordó para denunciar que un viejo estaba “trabajando con plata falsa” en Juanambú.

Despedí a mi amiga y salí detrás de los policías. En un principio pensé que se trataba de un asunto de joyas, pero no era más que un billete falso de diez mil pesos que le habían metido al ciudadano. En Juanambú, siempre agitada, fingí interés por los pescados mientras la policía resolvía la situación. El olor esta vez era más fuerte porque ya tenía el acumulado rancio del día. Cuando abandonaba el lugar, mis ojos casi se desorbitan: me encontré de frente con Jean Baptiste. Era tal como me lo imaginaba: un pequeño gamín con el torso desnudo, la camisa alrededor del cuello a modo de bufanda, tres cicatrices curvas en el estómago como si lo hubieran herido con una espada árabe y gotas de piel maltrecha en el pecho como si se hubiera quemado con aceite. Varias veces debe haber sentido la fragancia de la muerte en su corta y desdichada vida.

Aún en la zona le pregunté a un frutero cómo estaba la seguridad. Sonrió y dijo, “todo tranquilo, aquí a los ladrones les damos duro, los tenemos controlados”.

A los dos días volví por la noche y un vendedor de cigarrillos menudeados tenía su carrito frente a la puerta misteriosa. Nunca la había podido ver abierta y un impulso incontrolable me llevó a comprar unos chicles y preguntarle al tipo si sabía qué había detrás. El hombre me miró reprobando mi curiosidad y respondió con ironía y obviedad, “pues una casa”. “De vicio”, pensé yo no sé por qué y me imaginé que allí adentro podía haber personas paranoicas y agazapadas soplando en pipas pequeñas, respirando un aire pesado y dulzón, sometiéndose a vejaciones por meter vicio. Entonces quizás esa puerta solo se abra durante el conticinio para que se renueve el personal, o para sacar, de pronto, algún organismo sobredosificado, en descomposición, que encargan a un carretillero para que lo abandone en la ribera sin que el mundo se entere.

Lo más llamativo aquella noche fueron las fachadas luminosas de los casinos: New York, Imperial, Royal, Internacional, London. La industria del juego de azar también hace parte del coctel que controlan las “oficinas” del Centro. Antes de irme quería ver si en la cuadra me ofrecían marihuana o perico, pero aunque todo el tiempo pareciera que hay alguien en alguna vuelta, la venta se configura en las siguientes cuadras hacia el norte.

En la visita final almorcé en Pollo Presa, a seis mil pesos un plato de arroz, ensalada, papas fritas y carne, acompañado con jugo de guayaba. La policía estaba haciendo requisas menores y pidiéndoles papeles a algunos gatos que pasaban. Dos hombres andrajosos dormían en la acera. Salí del restaurante con la mirada clavada al piso, quería encontrar algunas huellas de sangre seca pero fue imposible detectarlas.

El último homicidio que se recuerda por aquí fue a finales de enero de este año por un tema relacionado con una plaza de vicio. Dos cuadras abajo del punto un hombre apuñaló tres veces en costilla y espalda a una trabajadora sexual y huyó hacia la carrera Bolívar cuando dos policías salieron tras él. El hombre tiró el cuchillo segundos antes de ser capturado en Juanambú, frente a los toldos de pescado. Pero ese sujeto era muy distinto a nuestro Jean Baptiste, llevaba ropa digna, un abrigo amarrado a la cintura y un intimidante cuchillo de cacha blanca con tres estoperoles de metal, base gruesa y punta afilada. Sería el ejemplar más grande de un juego de seis cuchillos. En el primer trimestre de 2015, de las cuarenta capturas efectuadas en la ciudad por tentativas de homicidio y homicidio, al menos 29 fueron en flagrancia.

En la caminada de despedida, un descamisado de la calle se robó mis miradas. Venía comiéndose un pedazo de bizcocho con una mano y con la otra ayudaba a empujar un destartalado Renault 9. Yo me quedé esperando a ver si de la enigmática puerta salía o entraba alguien, pero permaneció cerrada, hermética, como de alguna manera es esta cuadra, que a pesar del agite y el control, es como si su verdadera acción ocurriera en una dimensión impenetrable, o en el mejor de los casos, subterránea.UC

 
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